Soledad Loaeza
Definición
La noción de
autoritarismo posee una connotación negativa que evoca un ejercicio excesivo o
injustificado de la autoridad y, en algunos casos, un uso irracional o
ilegítimo. Su valor para la descripción de regímenes políticos es limitado
porque sugiere más carencias y limitaciones que rasgos distintivos firmes. No
obstante, en la ciencia política contemporánea, sobre todo desde la década de
los sesenta, la noción de autoritarismo registró un importante desarrollo
conceptual a partir de la tipificación de arreglos institucionales y formas de
gobierno cuyo común denominador era la primacía de las funciones de dominación
sobre las de representación y participación. En este tipo de regímenes la
coerción es fundamental para el mantenimiento de la estabilidad; pero, a
diferencia de lo que ocurre en las dictaduras, no es su único apoyo, sino que también
cuentan con el respaldo de justificaciones de orden ideológico, político o
simbólico, que sustentan la resignación, el conformismo o la adhesión pasiva de
amplios sectores de la población. Por ejemplo, experiencias de inestabilidad
política prolongada —revoluciones, como la mexicana de 1910 a 1940— o de
confrontación —como la guerra civil española de 1936 a 1939— prepararon el
terreno para la instalación de regímenes autoritarios que estabilizaron las
relaciones sociales recurriendo al control de la participación y a la
desmovilización para poner fin a la violencia. A ojos de muchos, este objetivo
bastaba para legitimar la instauración y el mantenimiento de un régimen
antidemocrático.
A diferencia de las
formas del gobierno democrático, que se fundamentan en un modelo ideal
construido con base en valores absolutos y universales como la libertad y la
igualdad, el origen de los regímenes autoritarios son situaciones concretas;
por ejemplo, la modernización capitalista, la agudización de conflictos políticos
o el deterioro económico en una experiencia democrática fallida; es decir,
estos regímenes se definen a partir de una calidad esencialmente pragmática y
se distinguen porque en ellos no tiene cabida la utopía aun cuando sus
objetivos sean situaciones ideales. El concepto de autoritarismo designa en
primer lugar lo que es, ofreciéndose implícitamente como una negación del deber
ser, que es la democracia.
La vaguedad y la
imprecisión de la categoría régimen autoritario también se explican porque ésta
ha sido utilizada como un concepto relativo cuyas referencias apuntan, por una
parte, a un modelo positivo y, por la otra, a uno negativo; el primero puede
ser la democracia o la modernidad; el segundo, el totalitarismo o la tradición.
Dadas estas características, dentro de la categoría de régimen autoritario cabe
una amplia gama de experiencias, las cuales a su vez muestran rasgos variados;
no obstante, algunos de ellos —por ejemplo, la centralización del poder, el
control de la participación, el pragmatismo o la consecuente carencia de un
componente utópico en la base de la estructura de poder— han servido para el
ordenamiento de experiencias de organización política que son inasimilables a
la democracia moderna, a las dictaduras o a las
formas tradicionales de dominación.
Historia,
teoría y crítica
Han sido categorizados como regímenes
autoritarios desde el imperio de Napoleón III en Francia y la Alemania
bismarckiana en el siglo xix hasta la Turquía de Kemal Ataturk, la Persia del Sha Reza Pahlevi, el México
posrevolucionario de la hegemonía del pri,
la España franquista posterior a los años cincuenta y la Argentina
peronista en el siglo xx. Cada una de estas experiencias tiene características
propias que las hacen incomparables; sin embargo, también comparten rasgos
comunes que permiten al menos la identificación de analogías. El primero y más
notable de ellos es la primacía del orden como valor político fundamental; pero
es un orden que no depende del concierto de la voluntad general o del respeto a
reglas de gobierno y de convivencia social universalmente aceptadas. Dentro de
los regímenes autoritarios, el orden representa la piedra angular de la
preservación de la sociedad y de su fiel reproducción a través del tiempo, y
está sustentado en la prevalencia de estructuras tradicionales de control
político; por ejemplo, una figura carismàtica, paternalista o tutelar de la autoridad pública, organizaciones
corporativas, partidos únicos o instituciones jerárquicas como la Iglesia o la
familia.
Las experiencias autoritarias
antes citadas también se caracterizaron porque las élites intentaron
reconciliar el conservacionismo social con ambiciosos proyectos de
modernización económica impuestos; es decir, trataron de llevar a cabo
revoluciones blancas, profundos cambios dirigidos en cuya orientación y ritmo
no intervinieron más propuestas, intereses ni voluntades que las de esas mismas
élites. El mantenimiento del orden social es una condición esencial en este
tipo de proyectos porque garantiza la continuidad de la posición de privilegio
de las élites modernizadoras en el diseño y puesta en práctica de las
decisiones que guían el proceso de cambio. La importancia que se atribuye al
orden y al monopolio político de las élites justifica la represión o la
neutralización de las demandas de participación y representación de otros
grupos sociales, pese a que también se ven afectados por estas decisiones.
Del supuesto
anterior se desprende que la concentración del poder político es una segunda
característica general común a los regímenes autoritarios. Ésta puede
beneficiar a una sola persona —el emperador, el presidente de la república, el
caudillo— o a una organización —normalmente a un partido político—. Sin
embargo, en los regímenes autoritarios no desaparece la distinción entre élites
políticas y económicas; de hecho, esa forma de organización del poder está
asociada a economías capitalistas, o cuando menos mixtas, esto es, no engloba a
los regímenes socialistas. Lo distintivo del ejercicio del poder en el arreglo
autoritario es que el Ejecutivo ostenta una preeminencia absoluta
—frecuentemente de orden carismàtico—
en relación con cualquier otra instancia de gobierno, y goza de una amplia autonomía frente a cualquier otro actor
político poderoso, como pueden ser las élites económicas, sindicales o
sociales.
La asociación entre
experiencias de modernización dirigida y regímenes autoritarios quedó
firmemente establecida en la teoría de la modernización que se desarrolló en la
ciencia política después de la segunda Guerra Mundial, y que buscaba
identificar las líneas históricas de transformación de las democracias
capitalistas con el fin de reconstruir y conceptualizar trayectorias discerní
bles de cambio, que a su vez servirían de modelo para las sociedades que
aspiraban a la modernidad. La identificación entre modernización y
autoritarismo no resolvió las debilidades conceptuales de esta noción ni la
imprecisión de la categoría de régimen autoritario, sino que, por el contrario,
las agravó. Muchos de los autores que llevaron a cabo el análisis y la
reconstrucción de procesos modernizadores partían del supuesto de que entre los
dos polos que representaban, por una parte, la sociedad tradicional y, por la
otra, la sociedad moderna existía un continuum que transcurría por etapas. El autoritarismo
podía ser una de ellas. De esta manera, los regímenes autoritarios adquirieron
una calidad transicional, indeseable pero necesaria, y con ello ganaron cierta
respetabilidad; es decir, constituían un paréntesis en que el presente
antidemocrático se justificaba como vía hacia un futuro democrático.
El hecho de que las
experiencias autoritarias estuvieran acompañadas de proyectos exitosos de
modernización imprimió a estos arreglos una apariencia de eficacia que se
convirtió en una poderosa justificación. Los regímenes autoritarios no podían
reclamar la legitimidad democrática que otorga la competencia electoral y el
sufragio universal; sin embargo, podían aspirar a que se les reconociera lo que
dio en llamarse la legitimidad por gestión, que se derivaba de su eficacia en
el mantenimiento del orden público, el desempeño de las funciones
administrativas del Estado y la transformación de la economía. Así, ia
estabilidad de un arreglo antidemocrático se explicaba como una condición
pasajera; no obstante, desde una perspectiva analítica, la sobresimplificación
implícita en el planteamiento básico del continuum tradición-modernidad restó
especificidad a este tipo de regímenes.
Los regímenes
autoritarios no están asociados únicamente con proyectos de modernización, sino
que se han presentado también como soluciones temporales a situaciones de
crisis agudas en las que la confrontación entre fuerzas políticas antagónicas
hace imposible el funcionamiento de las instituciones democráticas. Desde esta
perspectiva, el autoritarismo es una salida para la situación caótica que se
presenta en un régimen democrático fallido. En este caso, el régimen
autoritario no es una propuesta elitista de cambio, sino un remedio de urgencia
en una situación de deterioro continuo. El régimen autoritario se justifica
nuevamente como un paréntesis; pero en este caso su función primordial es
estabilizar las relaciones políticas, disolver los antagonismos y superar una
coyuntura de ruptura en la que los mecanismos de negociación democrática son
insuficientes para reconciliar los diversos intereses en conflicto. Los
autoritarismos que se establecieron en Polonia, Hungría o Austria entre las dos
guerras mundiales representan un ejemplo de experiencias de este tipo. El
establecimiento de la democracia parlamentaria en esos países al término de la primera Guerra Mundial
fracasó porque el pluralismo político degeneró en fragmentación. La poca
disposición de las élites tradicionales y de los nuevos actores políticos que
se formaron en el orden liberal para llegar a un acuerdo produjo inestabilidad
y enfrentamientos que únicamente pudieron superarse con la imposición de una
fórmula autoritaria, uno de cuyos principales aspectos era el control de la
participación. Cuando las fórmulas autoritarias han estado asociadas con
situaciones de confrontación también se han identificado con la defensa de la
nación y han encontrado apoyo en los nacionalismos; se cree que son un
mecanismo para poner fin a los antagonismos que han provocado, o podrían
provocar, una guerra civil. En estos casos, la concentración del poder político
se justifica en nombre del valor supremo del orden y de la necesaria superación
de las diferencias internas de la sociedad. Éstas son denunciadas como íuente
de fragmentación artificial en un cuerpo social, cuya reconciliación queda en
manos del líder carismàtico o del partido, los
cuales, a su vez, encarnan a la nación.
En 1964 Juan J.
Linz publicó un artículo titulado "Una teoría del régimen autoritario: el
caso de España" que buscaba delimitar el concepto y, con ello, aumentar su
utilidad analítica. Este trabajo era distinto de todo lo que hasta entonces se
había escrito sobre el tema porque por primera vez se reconocía la
especificidad del régimen autoritario como un arreglo institucional
consolidado. Este trabajo tuvo una influencia amplia y prolongada en los
esfuerzos de categorización de regímenes en América Latina que en el pasado
eran vistos simplemente como dictaduras, o bien como regímenes excepcionales
que escapaban a las clasificaciones establecidas. Éste era el caso en
particular del régimen posrevolucionario mexicano, el cual era citado con
frecuencia como un ejemplo que ameritaba un tratamiento especial.
Este artículo de
Linz señala que estos regímenes no son fórmulas de transición, sino que se
trata de arreglos institucionales que tienen características propias y bien
definidas; de esta suerte, plantea la necesidad, y la posibilidad, de estudiar
estos regímenes en sí mismos. Aunque el autor no abandona los dos referentes básicos
de democracia y totalitarismo, en cierta forma modifica el énfasis que habían
recibido. Antes, la categorización del autoritarismo partía de su carácter no
democrático como premisa fundamental de la definición. Linz, en cambio,
describe y analiza los rasgos antidemocráticos de estos regímenes; al subrayar
sus diferencias con el totalitarismo construyó un modelo positivo del régimen
autoritario, le imprimió un contenido específico y fortaleció su capacidad
explicativa.
Con base en la
observación y el análisis de la organización y el funcionamiento del régimen
franquista, Linz diseña un tipo ideal que recoge muchos de los elementos
presentes en ejercicios anteriores: la concentración del poder, la impunidad de
quienes lo ejercen, la relación asimétrica entre gobernantes y gobernados, en
la que éstos son tratados como sujetos y no como ciudadanos, y propone una
sistematización. Con este fin, identifica en los regímenes autoritarios cuatro
dimensiones: un pluralismo político limitado y no representativo; la existencia
de mentalidades distintivas; una movilización política limitada tendiente a la
no participación, y la concentración del poder en un líder o en un grupo
reducido, quienes lo ejercen dentro de límites mal definidos pero predecibles.
Cada una de estas dimensiones tiene su contraparte en los regímenes
totalitarios, en los que un partido político único usurpa la posición y las
funciones del Estado, v la élite concentra las distintas fuentes de poder
—político, económico, cultural y social—. El régimen totalitario vive bajo el
imperio de una ideología explícita y bien definida que introduce la rigidez que
le es característica y que, al fijar las fronteras del pensamiento, los valores
y los comportamientos sociales, es un eficaz instrumento de control del poder
sobre la sociedad. Por otra parte, en los regímenes totalitarios la élite
promueve una movilización intensa y sostenida, y ejerce el poder en forma
arbitraria y absoluta, esto es, sin límites. Sin embargo, la arbitrariedad de
la autoridad deriva del principio básico sobre el cual descansa toda
construcción totalitaria: la negación de la existencia de fronteras entre el
poder y la sociedad; además, dicho principio puede estar codificado, como
ocurrió en el régimen nacionalsocialista en Alemania, el fascista en Italia o
el socialista en la Unión Soviética.
Las implicaciones
del modelo de Linz del régimen autoritario aparecen con mayor claridad si se
tiene en cuenta la afirmación de Samuel P. Huntington de que la categorización
de un régimen político depende no tanto de cómo gobierna sino de qué tanto
gobierna. Según este autor, lo decisivo no son las formas de gobierno sino el
grado de gobierno. Vistos desde esta perspectiva, los regímenes autoritarios
también se distinguen de los totalitarismos y de las democracias porque su
acción cotidiana no alcanza al conjunto de la sociedad. Esto es, de las cuatro
dimensiones propias del autoritarismo se desprende que uno de sus fundamentos
es el principio de exclusión, que garantiza la concentración del poder y un amplio
margen de autonomía del poder en el proceso de toma de decisiones. En las
democracias pluralistas, la vigencia de la representación y de la participación
garantiza la inclusión de todos los ciudadanos en la vida política por la vía
de las elecciones o de la negociación parlamentaria, que son los mecanismos
mediante los cuales los gobernados ejercen control sobre la autoridad. En los
regímenes totalitarios, la inclusión se pervierte en integración; la autoridad
del Estado es omnipresente y éste reclama para sí una representatividad
absoluta que sujeta a los ciudadanos a la voluntad general; es decir, los
anula, y al hacerlo también suprime la diferencia entre lo público y lo
privado. En los regímenes totalitarios el Estado penetra hasta en los últimos rincones
de la vida del individuo; no regula únicamente sus actividades políticas o
civiles, sino que acapara su entorno natural con la intención de satisfacer
todas sus necesidades y curiosidades en el ámbito de la cultura, el deporte,
las diversiones e incluso sus relaciones sociales. Las organizaciones del
partido único son el instrumento de integración del individuo al poder. Una de
las consecuencias del pluralismo limitado, propio de los regímenes
autoritarios, es que la coexistencia de élites diferenciadas es la proyección
de esferas igualmente diferenciadas de la vida social.
En los regímenes
autoritarios el margen de discre- cionalidad de las autoridades es muy amplio,
pero lo será más cuanto menor sea el número de actores políticos y cuanto más
extendida esté la indiferencia hacia estas decisiones, así como la creencia de
que los actos de gobierno no afectan sino de manera oblicua la vida de los
ciudadanos, y que es muy poco lo que éstos pueden hacer para influir sobre sus
gobernantes. Por tanto, estos regímenes promueven el conformismo y la no
participación, y rehúyen los compromisos ideológicos precisos y explícitos, así
como la intensa movilización, a la que, en cambio, recurren de continuo los
regímenes totalitarios.
El alcance limitado
del poder político de los regímenes autoritarios tiene al menos dos
implicaciones significativas: una se refiere al nivel de institucionalización,
y la otra a los temas de la vida social y a los sectores de la población que
afecta. Los regímenes totalitarios ostentan un aspecto de institucionalización
consolidada; no obstante, en su funcionamiento ofrecen un violento contraste
entre la autoridad personalizada y carismàtica del líder o los dirigentes partidistas y la extensión y profundidad del
esfuerzo por organizar hasta los últimos resquicios de la vida del individuo.
Mientras esto último se traduce en la existencia de un complejo aparato
burocrático y una apretada red de normas y reglamentos, el ejercicio del poder
es por definición discrecional y arbitrario, y no encuentra ningún obstáculo
para imponerse a las decisiones de la burocracia o a procesos reglamentados. En
los regímenes autoritarios, el líder carismàtico o la élite política ejercen la autoridad en forma igualmente arbitraria
y discrecional; pero el desarrollo de la burocracia o la reglamentación es muy
inferior, pues estos regímenes no aspiran a abarcar la vida del individuo en su
totalidad; de esta suerte, su nivel de institucionalización es menor al que
ostenta el totalitarismo. Es probable que los regímenes autoritarios tengan
menos poder que los totalitarios simplemente porque tienen menos recursos, es
decir, son más pobres.
Para ilustrar el
aspecto institucionalizado de los regímenes autoritarios pueden citarse
nuevamente las experiencias española y mexicana. A pesar de que el régimen
franquista estaba dominado por el poder personalizado de Francisco Franco,
también contaba con un aparato de Estado, un servicio público y leyes
fundamentales que eran definidas por los juristas españoles como una “constitución
abierta”. Según ellos, esta característica suponía la posibilidad de renovación
en cualquier momento, según lo demandaran las "especiales características
y necesidades del país". El verdadero alcance de esta flexibilidad
constitucional —por así llamarla— estaba dado por el hecho de que Franco estaba
facultado para dictar normas de carácter general y fundamental, y en la
práctica él fue el autor material de estas leyes, que reflejaban su pensamiento
antes que cualquier otra cosa. Las leyes fundamentales eran el cuerpo de normas
que fue integrándose a lo largo del tiempo. En 1938 fueron expedidos el Fuero
del Trabajo y la Ley Constitutiva de las Cortes; en 1945, el Fuero de los
Españoles, dedicado a los derechos y deberes de los españoles y amparador de
sus garantías, y la Ley de Referéndum Nacional; en 1947, la Ley de Sucesión de
la Jefatura del Estado, y en 1958, los Principios del Movimiento Nacional.
Todos estos documentos fueron la referencia central para la reorganización del
Estado y de la sociedad española en el régimen autoritario; pero en cada caso
su formulación y aplicación estaban supeditadas a la voluntad suprema del jefe
del Estado, que era Francisco Franco.
La experiencia
mexicana muestra similitudes muy importantes con esta práctica, aunque también
ostenta diferencias notables que se derivan sobre todo del hecho de que
mientras la Constitución española era corporativa, la Constitución mexicana de
1917 fue formulada con base en los principios liberales de la democracia
representativa, la soberanía popular, el sufragio universal y la división de
poderes. Sin embargo, uno de sus rasgos centrales es que, además de ser el
documento que define la forma de organización del poder político —lo que se ha
llamado su contenido programático y que se refiere a los derechos de obreros y
campesinos, y a los compromisos del Estado en materia de bienestar social—, en
la práctica posee las características de una "constitución abierta",
pues los sucesivos gobiernos han entendido el cumplimiento de esos compromisos
a la luz de "las características y necesidades del país" en un
momento dado. Los cambios necesarios en las políticas gubernamentales han
justificado numerosas reformas al documento original. Éstas además eran
posibles gracias a que uno de los rasgos más notables del presidencialismo
mexicano era que el titular del Poder Ejecutivo era también el supremo
legislador. Hasta principios de los años ochenta casi todas las reformas
constitucionales fueron resultado de iniciativas del presidente en tumo. Hasta
finales de esa misma década, su discusión y votación en el Congreso era
solamente un formulismo, pues su refrendo estaba asegurado por la consistente
mayoría absoluta que mantuvo el pri en
las cámaras de Diputados y de Senadores.
Líneas de
investigación y debate contemporáneo
No obstante lo anterior, puede afirmarse que
una de las características de los regímenes autoritarios en comparación con las
dictaduras tradicionales premodernas eran las restricciones relativas que
imponían estas normas en el tratamiento de grupos o individuos, quienes al
menos en principio podían apelar a ellas para defender los derechos que les
atribuían. Si se comparan con los regímenes totalitarios, las limitaciones en
el ejercicio del poder en los regímenes autoritarios se derivan
fundamentalmente de diferencias en los recursos a su disposición. El Estado
nazi y el Estado soviético se apoyaban en una estructura económica mucho más
compleja y moderna que la española durante el franquismo o la mexicana, que
sigue siendo hoy en día mucho menos desarrollada. Ninguno de ellos llegó a
movilizar, ni siquiera en sus momentos de mayor fuerza, por ejemplo, la
cantidad de medios de propaganda que permitió al totalitarismo nazi o al
soviético penetrar a sus respectivas sociedades e integrarlas al Estado. En
virtud de las restricciones mencionadas y del menor grado de
institucionalización, en los regímenes autoritarios algunos sectores de la
población y áreas de la vida social escapan al control de las autoridades;
están en una situación en cierta forma marginal. Esta posición puede ser una
suerte de salvaguarda frente a las arbitrariedades del poder, pero también los
priva de los beneficios potenciales que podrían derivarse de la integración.
La categoría de
régimen autoritario experimentó nuevos cambios a raíz de los procesos de
democratización que se produjeron en América Latina y en Europa del Este en los
años ochenta. El análisis de las transiciones a la democracia estimuló un nuevo
desarrollo conceptual en tomo a los regímenes políticos, porque
las características específicas de cada caso se explicaban por los rasgos del
régimen que había sido el punto de partida del cambio. La constatación de este
condicionamiento propició una revisión de la categoría original de régimen
totalitario, elaborada con base en la de régimen autoritario. En 1996 Juan J. Linz y Alfred Stepan
propusieron una nueva tipología de los regímenes políticos con la adición de
dos nuevas categorías —postotalitario y sultanístico, caracterizados
fundamentalmente por un ejercicio del poder personalizado y sin límites— a la
tríada democracia-autoritarismo-totalitarismo, que durante décadas ha sido el
marco de referencia obligado de cualquier esfuerzo de clasificación de los
regímenes políticos.
El
postotalitarismo, la nueva categoría propuesta por Linz y Stepan, sugiere, más
que una forma completamente distinta del autoritarismo, como ellos sostienen,
una nueva variedad de esa misma categoría, cuyas características específicas
derivan de su origen. Por ejemplo, a diferencia de experiencias autoritarias
que surgieron como parte de un proyecto amplio y ambicioso de modernización o
de aquellas que fueron una salida al fracaso de las instituciones democráticas,
a finales del siglo xx se desarrollaron autoritarismos en Europa del Este, que
eran regímenes sucesorios del totalitarismo, como ocurrió en Hungría, en la
República Democrática Alemana y en Checoslovaquia desde principios de los años
ochenta. Mientras que en los dos últimos países estos regímenes se colapsaron
después de 1989, en el caso húngaro el autoritarismo se estabilizó. Si se mide
esta experiencia a partir de las cuatro dimensiones originales de la categoría
de régimen autoritario, encontramos que aun cuando se mantiene una estructura
centralizada del poder en un líder o en una élite política cerrada, muestra un
grado importante de pluralismo limitado que se expresa, por ejemplo, en la
existencia y creciente vitalidad de grupos organizados que actúan al margen de
las instituciones totalitarias, o en el desarrollo de una incipiente economía
de mercado. Por otra parte, el fracaso del socialismo erosionó el atractivo de
esa ideología y la dimensión utópica del régimen original se desvaneció; de
esta suerte, al igual que en los regímenes autoritarios, la principal fuente de
legitimidad en los regímenes postotalitarios es la capacidad de gestión del
gobierno. Las grandes promesas y aspiraciones del pasado que articulaba la
ideología se ven remplazadas por mentalidades difusas en las que la democracia
liberal y el mercado son vistos como instrumentos para resolver demandas de
bienestar y prosperidad a corto plazo. Por último, el deterioro de los
mecanismos de movilización de los regímenes totalitarios es uno de los primeros
indicadores del derrumbe, de manera que los regímenes postotalitarios se
caracterizan por el mismo tipo de apatía o despolitización propia de los
autoritarismos.
Linz y Stepan
identifican diferencias sustantivas entre el régimen postotalitario y el
autoritario; por ejemplo, el carácter opositor e incluso clandestino de algunos
de los grupos integrantes del pluralismo limitado que se va formando al margen
de la estructura totalitaria. Asimismo, el hecho de que la legitimidad del
líder o de la élite en el poder tiende a ser más de orden tecnocràtico
o burocrático que carismàtico o de origen revolucionario, como lo era en el pasado. No obstante, la
mayoría de las diferencias que encuentran entre ambas categorías parecen ser
más de intensidad que de naturaleza. Es decir, se refieren más al grado de
gobierno que a la forma en que se gobiernan las sociedades postotalitarias. De
ser así, entonces un régimen postotalitario es un régimen totalitario que ha
perdido poder, pero conserva los suficientes recursos para evitar el colapso y
dar cabida a un autoritarismo de origen sucesorio con características propias.
A lo largo del siglo xx, el régimen
autoritario ha sido una fórmula destinada a organizar y controlar
la participación política en sociedades complejas, pero dinámicas. Se trata de
arreglos pragmáticos que combinan instituciones y liderazgos personalizados.
Muchos de los dilemas y de los componentes que en el pasado impulsaron el
surgimiento de regímenes autoritarios están presentes en países donde la
democracia liberal no se ha consolidado. Desde esta perspectiva su futuro está
asegurado.
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