CAMBIO POLÍTICO, Josep M. Colomer

Josep M. Colomer

Definición

Los procesos de democratización iniciados a finales de los años ochenta han refutado el determinismo "estructural” con que el cambio político había sido ampliamente analizado en las ciencias sociales a mediados del siglo xx. Ni en la Unión Soviética ni en ninguno de los demás países de socialismo autoritario de Europa central y oriental que han experimentado procesos de democratización, existían los requisitos socioeconómicos o culturales de la democracia que se habían postulado tradicionalmente: básicamente, una economía capitalista, una expansión de las clases medias y una amplia difusión de los valores liberales. Por tanto, parece lógico que el análisis de las condiciones de la democratización se haya inclinado en los últimos años hacia las decisiones de los actores políticos y sus interacciones.

Para comprender mejor este cambio de orientación analítica, es conveniente tener en cuenta cierta evolución del propio enfoque "estructural”. La relación entre el desarrollo socioeconómico y la democracia política se había establecido tradicionalmente en términos bastante deterministas y unilaterales. La cadena causal establecida desde las estructuras sociales hacia la política "condenaba” implícitamente a los países atrasados y pobres a sufrir regímenes autoritarios. Pero, a lo largo del tiempo, esta línea de causalidad fue alterada de diversos modos por algunos científicos sociales para poder explicar diversas observaciones contractuales. Así, el desarrollo socioeconómico fue presentado en algunos momentos como una condición necesaria, pero no suficiente, para la democracia, dado que ciertos regímenes autoritarios eran compatibles con el crecimiento económico o incluso como promotores de éste, o para explicar la larga supervivencia de regímenes democráticos en algunos países pobres y descolonizados. (Las referencias clásicas son Lipset, 1959, 1960; Almond y Verba, 1963, 1989; Moore, 1965; Scockpol, 1979; Huntington, 1968; O’Donnell, 1973.)

Como consecuencia de estas reformulaciones, el postulado inicial que vinculaba el desarrollo socioeconómico con la democratización política acabó perdiendo una gran parte de su atractivo: el desarrollo ya no era considerado una condición necesaria para la democracia —dado que algunos regímenes burocráticos militares de América Latina y varios de los "tigres” asiáticos combinaban el autoritarismo con el crecimiento económico-— ni como una condición suficiente, dado que varios países pobres, especialmente pertenecientes a la Commonwealth británica, la mayor parte de América Latina desde los años ochenta, así como muchos países de Europa oriental, dominados por los partidos comunistas desde los años noventa, sostenían regímenes democráticos.

Algunas tentativas recientes de establecer relaciones más sutiles y estrechas entre las condiciones socioeconómicas y las formas políticas en diferentes niveles de desarrollo económico no han sido del todo satisfactorias (una revisión reciente de este enfoque, en parte autocrítica, puede encontrarse en Lipset, Seong y Torres, 1993; para una discusión más amplia, véase Colomer, 1994). Aparentemente, el desarrollo económico puede
crear condiciones favorables para que los individuos v los grupos deseen la democracia, luchen por ella v negocien su establecimiento. Pero, de hecho, la caída de las dictaduras también puede ser preparada o precipitada por sus fracasos sociales y económicos —incluida la incapacidad de los regímenes de socialismo autoritario de cumplir sus promesas de bienestar material e igualdad social—. Así púas, si tanto los éxitos como los fracasos socioeconómicos aparecen relacionados con el cambio de régimen político, parece conveniente aceptar que éste no puede ser explicado de un modo completamente satisfactorio por ninguno de aquellos, sino más bien que los resultados políticos deben conectarse más explícitamente con las acciones políticas; es decir, las preferencias, las estrategias y las decisiones de los actores políticos. Mientras que en el enfoque "estructural” la política era considerada una variable dependiente de las variables socioeconómicas y culturales, en el enfoque "estratégico” político se tiende a subrayar más la influencia de la política sobre la economía, el establecimiento de lazos sociales y la difusión de valores culturales (O'Donnell y Schmitter, 1986; Przeworski, 1991; Linz y Stepan, 1996).

Historia, teoría y crítica

El énfasis en la indeterminación de las relaciones entre las estructuras socioeconómicas y las estructuras (o regímenes) políticas no significa que las formas de la situación inicial autoritaria no influyan sobre la vía de cambio. Obviamente, un cierto grado de complejidad social o de pluralismo cultural es necesario para que se formen actores diferenciados que puedan entrar en interacción. De otro modo, en una sociedad altamente homogénea, o incluso en una sociedad poco polarizada, las preferencias de régimen político tienden a ser simples o frontalmente incompatibles, de modo que sólo una alternativa puede ser impuesta por el actor poderoso correspondiente. Los modelos clásicos de "revolución” o "guerra civil” pueden dar cuenta en tales casos del cambio de régimen, el cual puede aparecer como un reflejo bastante directo de las estructuras sociales.

Pero en sociedades más complejas y plurales las mismas estructuras socioeconómicas permiten diferentes resultados —de conflicto o de estabilidad, autoritarios o democráticos—, producidos por diferentes vías. El cambio político no está garantizado ni siquiera cuando se cumplen muchas de las supuestas condiciones favorables, y aún menos cierta es la vía de cambio que seguirá un país concreto a partir de un acontecimiento crítico, dado que las vías y los resultados dependen directamente de las decisiones de los actores.

Las condiciones básicas para producir un resultado colectivo en un proceso de cambio de régimen están vinculadas a la fuerza y la iniciativa de los diversos actores políticos. Las transiciones pactadas requieren ciertas condiciones estratégicas, entre ellas la ausencia o debilidad de los actores "maximalistas” —es decir, de aquellos que prefieren las alternativas políticas "extremas” a las intermedias, con preferencias de tipo "antes muertos que humillados”—, una suficiente distancia
estratégica entre los actores relevantes para que puedan usar con eficacia su poder de amenaza en la negociación, y una predisposición de los actores al pacto mediante una visión de sus propios intereses a largo plazo y un criterio no miope de elección (Colomer, 1990, 1991a, 1991b, 1995a, 1995c; Colomer y Pascual, 1994).

Dentro de ese marco global, la relevancia que adquiere cada uno de los diferentes actores políticos —básicamente los gobernantes “duros” y "blandos”, y la oposición democrática— depende en parte de los condicionantes y las "exclusiones” impuestas por la situación inicial, en particular por el tipo de régimen autoritario. Pero, dentro de estos límites, la formación y la relevancia de los actores es también un resultado del propio proceso de cambio. De hecho, los actores pueden cambiar o adaptar sus preferencias a los resultados del proceso. Concretamente, los actores “maximalistas” pueden evolucionar hacia posiciones "gradualistas” con objeto de hacer viable la consecución de su alternativa preferida por medios pacíficos, si la oportunidad existe. También los actores "gradualistas" pueden modificar sus adhesiones con objeto de ganar mayor poder de negociación con sus interlocutores. Los diferentes actores pueden reforzarse mutuamente mediante la selección de sus interlocutores en las interacciones estratégicas, dado que la aparición pública de un actor en negociación con otros puede alimentar expectativas acerca de su fuerza futura e inducir a otras personas a darle su apoyo. En la relación general entre gobernantes y oposición, parece lógico esperar que el actor relativamente débil tratará de mantener la unidad en sus filas, pese a su probable diferenciación futura en varios partidos o tendencias ideológicas, mientras que el actor relativamente fuerte puede permitirse una diferenciación interna anticipada para así poder negociar más ventajosamente el establecimiento de las futuras reglas del juego. En pocas palabras, los actores producen resultados, pero los resultados reales y esperados también inducen la formación y el crecimiento de los actores.

Desde esta perspectiva "estratégica”, los valores culturales, las creencias morales y las actitudes psicológicas tienden a aparecer como elementos complementarios, muy dependientes de las expectativas y las oportunidades de los actores, más que como factores causales básicos. Las percepciones de "honestidad” o "traición” en otros actores, el desprecio por la actitud de "medias tintas” o, por el contrario, el elogio de la moderación, las ofertas magnánimas de reconciliación o la sed de venganza justiciera, así como la resolución de otros dilemas parecidos dependen en gran medida de la fuerza relativa de cada actor para imponer su voluntad sobre los demás, de las oportunidades efectivas de negociar y pactar, y de la probabilidad de encontrarse implicado en un conflicto perjudicial y duradero. Así pues, las decisiones de los actores, guiadas por sus expectativas y sus cálculos estratégicos, tienden a "seleccionar” sus correspondientes interlocutores, así como las actitudes y los valores apropiados, mediante las oportunidades de acuerdo y de éxito que las decisiones mismas crean.

Incertidumbre del cambio y del régimen -

Un régimen democrático puede ser establecido mediante un pacto entre diferentes fuerzas políticas y sociales
en la medida en que aparece como un acuerdo convencional acerca de nuevas reglas de juego, sin vinculación con ningún grupo particular de gobernantes o de políticas públicas.

En cambio, un régimen autoritario puede ser definido como aquel en que reglas de decisión arbitrarias e injustas tienden a mantener de manera permanente a un número significativo de personas excluidas de la oportunidad de elegir a los gobernantes. Sin embargo, es importante observar que, para que un régimen autoritario, que no es meramente depredatorio (es decir, que no consista únicamente en el dominio de una banda de salteadores), pueda sobrevivir durante un periodo medianamente largo la arbitrariedad y la exclusión deben ser compensadas con algún grado de satisfacción de los resultados, al menos respecto a aquellas personas que le dan un apoyo decisivo o le prestan aquiescencia pasiva. En el caso particular de los regímenes de socialismo autoritario de la Unión Soviética y los países de Europa oriental, la dictadura pudo durar porque los gobernantes se apoyaban en este tipo de intercambio con los súbditos excluidos de los derechos civiles y de la participación política; los gobernantes prometían bienestar material e igualdad social y los súbditos les correspondían con la renuncia a intervenir en los asuntos públicos.

Precisamente porque los regímenes autoritarios cuentan con una fuente de apoyo social basada en resultados sustantivos y no en procedimientos, pueden ser altamente vulnerables por el incumplimiento de sus promesas o por la no consecución de los resultados esperados. Esto es lo que ocurrió con los regímenes de Europa oriental, que habían fundado su legitimidad en un proyecto global de sociedad. Durante algún tiempo, los gobernantes comunistas sustituyeron los resultados reales del proyecto con incentivos ideológicos orientados hacia el futuro (la promesa de un paraíso para las siguientes generaciones) y el terror disuasorio. Sin embargo, al cabo de un tiempo, el fracaso en la consecución de la prosperidad y la igualdad prometidas se hizo evidente. El escepticismo y el malestar se extendieron entre la población. A mediados de los años ochenta, el relevo de los máximos dirigentes por miembros de una nueva generación trajo consigo un reconocimiento abierto de aquel fracaso global y abrió un nuevo proceso de cambio.

El incumplimiento de las promesas de un régimen autoritario puede tomar diversas formas. Puede consistir en una fuerte crisis económica, en la derrota militar ante un enemigo, o en una pérdida de fe de los súbditos en las creencias ideológicas que daban fundamento a sus expectativas. La clave es que, ante los resultados pobres o negativos, los súbditos descontentos tienden a reaccionar no sólo contra los gobernantes individuales sino también, dada la ausencia de reglas de decisión formales y previamente aceptadas para sustituirlos, contra la arbitrariedad y la iniquidad de las reglas; es decir, contra el régimen. Cuando se trata de una dictadura personal en la que ni siquiera hay reglas para la sustitución del gobernante autoritario que hayan sido previamente aceptadas por quienes le han dado su apoyo, o bien tales reglas son impracticables, la mera derrota del dictador o el fallecimiento de éste pueden ser suficientes para hacer necesaria la adopción de nuevas reglas del juego.

A diferencia de estas características autoritarias, un régimen democrático es aquel en que hay reglas de decisión conocidas y relativamente equitativas, las cuales producen una fuente procedimental y no sustantiva de apoyo social al régimen. Estas reglas incluyen los derechos civiles básicos de los ciudadanos y la elección competitiva de los gobernantes por los ciudadanos sobre una base más o menos igualitaria (es decir, por sufragio adulto amplio). Las distintas fórmulas y ordenamientos institucionales (parlamentarismo o presidencialismo, sistemas electorales, descentralización, etc.) pueden ser evaluadas por su diferente capacidad de producir eficiencia y equidad de resultados. Los regímenes democráticos deben permitir que el poder de decisión sea compartido por ciudadanos con distintos intereses y valores, o bien que esté en manos de coaliciones gobernantes homogéneas pero cambiantes, o ambas cosas. Además deben permitir el relevo pacífico de los gobernantes y de los creadores de las políticas públicas.

El apoyo básico a la democracia no procede de sus buenos resultados o de la adhesión de los gobernantes a los "buenos" valores; más bien, los resultados de la democracia son valorados como "buenos" porque son producidos a través de procedimientos previamente conocidos y equitativos. Esta fuente procedimental de apoyo social a la democracia la hace mucho menos vulnerable a las crisis económicas, las derrotas militares, el incumplimiento de las promesas de los gobernantes o la frustración de las expectativas de los ciudadanos en comparación con los regímenes autoritarios. En la democracia, las decepciones y el descontento pueden ser canalizados hacia los gobernantes del momento y no contra las reglas básicas, las cuales permiten precisamente la sustitución de los gobernantes.

Ciertamente, muchas personas pueden preferir la democracia a la dictadura sobre la base de sus expectativas de alcanzar mayor bienestar material con un régimen democrático. Pero estas expectativas sólo pueden basarse en objetivos intermedios, los cuales resultan suficientes para la supervivencia de los regímenes democráticos. En la democracia, en primer lugar, los ciudadanos tienen garantizados los derechos civiles y las libertades, los cuales incluyen la posibilidad de obtener información sobre los asuntos públicos y de discutir políticas públicas alternativas. En segundo lugar, tienen la oportunidad de participar periódicamente en la elección de los gobernantes. Como consecuencia de todo ello, los ciudadanos pueden reaccionar a los posibles fracasos colectivos o a los acontecimientos adversos de un modo más pacífico y ordenado que cuando se encuentran sometidos a reglas de decisión arbitrarias. Todas estas características pueden alimentar expectativas razonables de obtener resultados sociales, económicos y culturales favorables bajo un régimen democrático, pero también grados de satisfacción más bajos durante algunos periodos.

Debido a la incertidumbre de las reglas autoritarias y de los gobernantes y las políticas democráticas, la transición del autoritarismo a la democracia implica altos grados de inseguridad en los dos niveles: las reglas, y
los gobernantes y sus políticas (para una discusión previa, véase Przeworski, 1986: 58-59; Mainwaring et al., 1992: 312-317).

Hay que tener en cuenta que el punto de partida del proceso de cambio es la dictadura, un régimen caracterizado por la estabilidad de la coalición gobernante, dado que no se permite la alternancia en el gobierno. Bajo ese régimen, la toma de decisiones por los gobernantes está escasamente limitada y habitualmente conduce a la adopción de políticas públicas estables a mediano plazo. Pero —como se ha dicho— sus reglas de decisión son arbitrarias e injustas, ya que todos aquellos cuyos valores o intereses resultan contradictorios con los de los gobernantes son excluidos del gobierno y se encuentran en peligro de ser perseguidos por medios arbitrarios (como se suele decir, en una dictadura no sólo el lechero llama a la puerta de madrugada).

En comparación con esa situación inicial, es obvio que la transición a la democracia implica incertidumbre de las reglas precisamente porque se trata de un proceso para cambiar las reglas arbitrarias existentes y el resultado —las nuevas reglas— es desconocido previamente. Por otra parte, los gobernantes y las políticas de la transición desempeñan un papel provisional, especialmente porque la principal "política pública" en ese periodo es la política institucional y de reforma; es decir, la sustitución del régimen anterior. Las expectativas de estabilizar los gobiernos y las otras políticas públicas de la transición dependen, en gran medida, del resultado institucional del proceso de cambio de régimen y de las oportunidades que éste ofrezca, por lo que son también muy inciertas.

Es esta incertidumbre general la que puede llevar a los actores a pactar nuevas reglas procedimentales que permitan mantener una incertidumbre permanente acerca de sus resultados políticos (quiénes serán los gobernantes y cuáles serán las políticas), pero que también permitan la supervivencia de diferentes candidatos a gobernar con diferentes políticas, es decir, la democracia. La sustitución del autoritarismo por la democracia implica la sustitución de unos gobernantes y unas políticas ciertos bajo unas reglas arbitrarias y excluyen- tes por unos gobernantes y unas políticas inciertos bajo un esquema institucional básicamente estable.

La transición de la dictadura a la democracia produce, por lo tanto, una creciente regulación de los procedimientos de decisión, los cuales se hacen más constrictivos, y una creciente incertidumbre acerca de los futuros gobernantes y políticas. Es esta doble faceta la que suele provocar sentimientos ambiguos durante la transición, ya que mientras algo nuevo, imprevisto y abierto se acerca, algo se cierra y las posibilidades que ofrecía el pasado quedan más circunscritas.

Una vez instalada la democracia caben diversos grados de estabilidad de las políticas públicas y de equidad de las reglas; así, mientras que la unidad de poderes y el esquema "mayoritario” (a la británica) permiten drásticos giros en la orientación de los gobernantes y de las políticas mediante la alternancia de diferentes partidos en el gobierno, la división de poderes y el pluralismo institucional y de partidos pueden favorecer resultados, bien de conflicto, bien de consenso, mediante coaliciones amplias y políticas centristas. Pero, en cualquier caso, cierto grado de incertidumbre acerca de quiénes serán los gobernantes y qué políticas ejecutarán es esencial en todos los regímenes democráticos.

El cuadro 1 resume el análisis anterior.




Líneas de investigación y debate contemporáneo

Modelos de cambio y tipos de régimen democrático


De acuerdo con la exposición antes presentada, las relaciones entre tipos de régimen autoritario y tipos de régimen democrático no pueden establecerse en términos de relaciones directas entre “estructuras”. El proceso de transición es, por un lado, inducido por la situación inicial del régimen autoritario y, por el otro, conduce a un tipo particular de régimen democrático. Pero los procesos de transición se caracterizan por la relevancia que adquieren los actores, cuyas decisiones estratégicas e interacciones constituyen la variable básica para explicar la transformación estructural. En otras palabras, las diferentes formas de régimen autoritario presentan distintos incentivos para la formación y la supervivencia de los actores, pero son las decisiones de estos actores las que producen el proceso que conduce a un nuevo tipo de régimen.

Si observamos las relaciones entre tipos de régimen autoritario y las diferentes vías de cambio que cabe definir mediante la relevancia de diversos actores, parece posible establecer la "exclusión” de algunas hipótesis.

En primer lugar, un régimen autoritario muy restrictivo y excluyente —como el que existió en la Unión Soviética durante varias generaciones— difícilmente puede permitir la formación y supervivencia de movimientos de oposición, por lo que tiende a conceder un papel predominante a los gobernantes autoritarios tanto en la consolidación del régimen como en el comienzo de su cambio. Por ello, a partir de una situación inicial fuertemente autoritaria cabría descartar un proceso de cambio basado en una negociación formal entre los gobernantes "blandos” y la oposición, típicamente en tomo a una "mesa redonda”.

En segundo lugar, y siguiendo un razonamiento análogo, tampoco parece razonable esperar un "colapso súbito” de un régimen autoritario —del tipo que se produjo en Checoslovaquia, Alemania Oriental y Rumania a finales de 1989— si éste cuenta con un grado apreciable de pluralismo o "liberalización”. Incluso si se produce
un acontecimiento crítico inesperado, los gobernantes previamente evolucionados hacía posiciones "blandas” pueden reaccionar de manera apropiada y tratar de preservar algunas posiciones de poder medíante una negociación con la oposición. Los regímenes autoritarios liberalizados son, por lo tanto, más propensos a aceptar procesos negociados de transición, como los que tuvieron lugar en Polonia y Hungría. Pero incluso en esa situación inicial el papel de la oposición no puede darse por descontado, ya que unos gobernantes suficientemente hábiles pueden tratar de controlar las reformas desde arriba mediante transacciones entre las distintas facciones de los autoritarios y evitar los compromisos directos con la oposición.

Si observamos ahora las relaciones entre las vías de cambio y los tipos de régimen democrático, también cabe establecer algunas tendencias básicas. El primer modelo de cambio, basado en transacciones entre diferentes facciones de los gobernantes autoritarios (como en la URSS), permite a los gobernantes grandes posibilidades de preservar la concentración de poderes y la continuidad institucional "mayoritaria”, incluida la auto- transformación de los autoritarios en actores democráticos, sin abandonar las posiciones de poder. En cambio, cuanto mayor es el poder de negociación de la oposición, cabe esperar más división de poderes y más innovación del régimen democrático hacia fórmulas institucionales pluralistas. Sin embargo, hay otras diferencias que dependen de la vía concreta de cambio que se haya seguido. La vía de negociación en una "mesa redonda” promueve una política de reconciliación y de ausencia de represalias respecto a los antiguos autoritarios, que favorece el mantenimiento de prácticas consensúales en el contexto democrático. En cambio, el "colapso súbito” del régimen autoritario obliga a improvisar acuerdos más frágiles, habitualmente seguidos por una práctica de venganzas y purgas, que puede introducir mayores elementos de conflicto e inestabilidad en el régimen democrático resultante.

El cuadro 2 resume de un modo esquemático estas relaciones entre tipos de régimen autoritario, modelos de cambio y tipos de régimen democrático.



Este esquema puede contrastarse con algunas características básicas de los procesos de democratización en Europa oriental antes aludidos.

Concretamente, en la mayoría de las antiguas repúblicas de la Unión Soviética, posteriormente unidas en la Confederación de Estados Independientes, en las que la transición fue protagonizada por miembros o ex miembros recientes del Partido Comunista, la norma ha sido una alta concentración de poderes en manos de un presidente con un reciente pasado comunista, un papel subordinado o simplemente inexistente del Parlamento, y un escaso protagonismo de los partidos políticos.

En cambio, en aquellos países donde la transición a la democracia incluyó negociaciones formales entre los gobernantes y la oposición en torno a una "mesa redonda” o una plataforma similar, pronto se han aceptado fórmulas en las que varios partidos comparten el poder o la alternancia en el gobierno. En concreto, los partidos ex comunistas que habían evolucionado hacia partidos y políticas socialdemócratas moderados volvieron al gobierno por la vía electoral en Polonia, Hungría, Bulgaria y Lituania en 1993 y 1994 (si en Estonia y Letonia no se ha producido este giro ha sido debido a la política de los nuevos gobernantes de negar el derecho de voto a la mayoría de los habitantes no indígenas, en su mayor parte de origen ruso o eslavo).

Por último, la inestabilidad y el conflicto fueron muy altos en los primeros años de los regímenes democráticos establecidos en aquellos países que experimentaron un colapso súbito del régimen autoritario. Mientras que la República Democrática Alemana fue absorbida por la República Federal Alemana, Checoslovaquia se escindió en dos repúblicas, y Rumania ha sufrido frecuentes turbulencias y un cuestionamiento general de su condición democrática.

Esta variedad de resultados institucionales y tipos de régimen democrático no significa necesariamente que la democracia no pueda considerarse "consolidada” en muchos de los países mencionados. Si la "consolidación” de la democracia se relaciona con la "calidad” de sus resultados; es decir, con su capacidad de producir decisiones, leyes, políticas públicas y actos administrativos eficientes y satisfactorios para amplios sectores de la ciudadanía, es evidente que los diferentes esquemas institucionales y sistemas de partidos —producidos a su vez por diversas vías "estratégicas” de cambio— introducen distintos sesgos y producen diversos grados de ineficiencia colectiva en la toma de decisiones. Desde este punto de vista, puede decirse que ningún régimen democrático nunca está "consolidado”, pues siempre hay sectores de ciudadanos más o menos significativos que pueden desear y apoyar nuevas propuestas de reforma del régimen. Mejorar la “calidad” de los resultados de la democracia es, en este sentido, una tarea que nunca termina.

Pero los deseos de los ciudadanos tienden a formarse también en respuesta a los incentivos ofrecidos por el esquema institucional existente y a las decisiones colectivas no sólo de un modo reactivo, sino también adap- tativo. Como consecuencia de ello, a pesar de sus diferentes grados de ineficiencia y equidad, los regímenes democráticos tienen mecanismos autoestabilizadores poderosos en comparación con los regímenes autoritarios. En cuanto a la estabilidad del régimen, cabe considerar que la democracia se encuentra "consolidada" en todas aquellas situaciones en las que ningún actor tiene suficiente poder de negociación para emprender unilateralmente un nuevo proceso de cambio político. Pueden tener lugar entonces nuevos acontecimientos críticos y fracasos colectivos, como una recesión económica, una secesión territorial o un nuevo conflicto militar (como ha ocurrido en Europa oriental en los años noventa), pero estos acontecimientos, que podrían haber resultado fatales para la supervivencia de los regímenes autoritarios, pueden ser absorbidos por instituciones democráticas relativamente estables que permitan un relevo pacífico de los gobernantes. Éste parece haber sido también el caso en muchos de los nuevos Estados democráticos de Europa oriental.

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