Josep M. Colomer
Definición
Los procesos de democratización iniciados a
finales de los años ochenta han refutado el determinismo "estructural” con
que el cambio político había sido ampliamente analizado en las ciencias
sociales a mediados del siglo xx. Ni en la Unión Soviética ni en ninguno de los
demás países de socialismo autoritario de Europa central y oriental que han
experimentado procesos de democratización, existían los requisitos
socioeconómicos o culturales de la democracia que se habían postulado
tradicionalmente: básicamente, una economía capitalista, una expansión de las
clases medias y una amplia difusión de los valores liberales. Por tanto, parece
lógico que el análisis de las condiciones de la democratización se haya
inclinado en los últimos años hacia las decisiones de los actores políticos y
sus interacciones.
Para comprender
mejor este cambio de orientación analítica, es conveniente tener en cuenta
cierta evolución del propio enfoque "estructural”. La relación entre el
desarrollo socioeconómico y la democracia política se había establecido
tradicionalmente en términos bastante deterministas y unilaterales. La cadena
causal establecida desde las estructuras sociales hacia la política
"condenaba” implícitamente a los países atrasados y pobres a sufrir
regímenes autoritarios. Pero, a lo largo del tiempo, esta línea de causalidad
fue alterada de diversos modos por algunos científicos sociales para poder
explicar diversas observaciones contractuales. Así, el desarrollo
socioeconómico fue presentado en algunos momentos como una condición necesaria,
pero no suficiente, para la democracia, dado que ciertos regímenes autoritarios
eran compatibles con el crecimiento económico o incluso como promotores de
éste, o para explicar la larga supervivencia de regímenes democráticos en
algunos países pobres y descolonizados. (Las referencias clásicas son Lipset,
1959, 1960; Almond y Verba, 1963, 1989;
Moore, 1965; Scockpol, 1979; Huntington, 1968; O’Donnell, 1973.)
Como consecuencia
de estas reformulaciones, el postulado inicial que vinculaba el desarrollo
socioeconómico con la democratización política acabó perdiendo una gran parte
de su atractivo: el desarrollo ya no era considerado una condición necesaria
para la democracia —dado que algunos regímenes burocráticos militares de
América Latina y varios de los "tigres” asiáticos combinaban el
autoritarismo con el crecimiento económico-— ni como una condición suficiente,
dado que varios países pobres, especialmente pertenecientes a la Commonwealth británica, la mayor parte de América Latina desde los años ochenta, así
como muchos países de Europa oriental, dominados por los partidos comunistas
desde los años noventa, sostenían regímenes democráticos.
Algunas tentativas
recientes de establecer relaciones más sutiles y estrechas entre las
condiciones socioeconómicas y las formas políticas en diferentes niveles de
desarrollo económico no han sido del todo satisfactorias (una revisión reciente
de este enfoque, en parte autocrítica, puede encontrarse en Lipset, Seong y
Torres, 1993; para una discusión más amplia, véase Colomer, 1994).
Aparentemente, el desarrollo económico puede
crear condiciones favorables para que los
individuos v los grupos deseen la democracia, luchen por ella v negocien su
establecimiento. Pero, de hecho, la caída de las dictaduras también puede ser
preparada o precipitada por sus fracasos sociales y económicos —incluida la
incapacidad de los regímenes de socialismo autoritario de cumplir sus promesas
de bienestar material e igualdad social—. Así púas, si tanto los éxitos como
los fracasos socioeconómicos aparecen relacionados con el cambio de régimen
político, parece conveniente aceptar que éste no puede ser explicado de un modo
completamente satisfactorio por ninguno de aquellos, sino más bien que los
resultados políticos deben conectarse más explícitamente con las acciones
políticas; es decir, las preferencias, las estrategias y las decisiones de los
actores políticos. Mientras que en el enfoque "estructural” la política
era considerada una variable dependiente de las variables socioeconómicas y
culturales, en el enfoque "estratégico” político se tiende a subrayar más
la influencia de la política sobre la economía, el establecimiento de lazos
sociales y la difusión de valores culturales (O'Donnell y Schmitter, 1986;
Przeworski, 1991; Linz y Stepan, 1996).
Historia,
teoría y crítica
El énfasis en la indeterminación de las
relaciones entre las estructuras socioeconómicas y las estructuras (o
regímenes) políticas no significa que las formas de la situación inicial
autoritaria no influyan sobre la vía de cambio. Obviamente, un cierto grado de
complejidad social o de pluralismo cultural es necesario para que se formen
actores diferenciados que puedan entrar en interacción. De otro modo, en una
sociedad altamente homogénea, o incluso en una sociedad poco polarizada, las
preferencias de régimen político tienden a ser simples o frontalmente
incompatibles, de modo que sólo una alternativa puede ser impuesta por el actor
poderoso correspondiente. Los modelos clásicos de "revolución” o
"guerra civil” pueden dar cuenta en tales casos del cambio de régimen, el
cual puede aparecer como un reflejo bastante directo de las estructuras
sociales.
Pero en sociedades
más complejas y plurales las mismas estructuras socioeconómicas permiten
diferentes resultados —de conflicto o de estabilidad, autoritarios o
democráticos—, producidos por diferentes vías. El cambio político no está
garantizado ni siquiera cuando se cumplen muchas de las supuestas condiciones
favorables, y aún menos cierta es la vía de cambio que seguirá un país concreto
a partir de un acontecimiento crítico, dado que las vías y los resultados
dependen directamente de las decisiones de los actores.
Las condiciones
básicas para producir un resultado colectivo en un proceso de cambio de régimen
están vinculadas a la fuerza y la iniciativa de los diversos actores políticos.
Las transiciones pactadas requieren ciertas condiciones estratégicas, entre
ellas la ausencia o debilidad de los actores "maximalistas” —es decir, de
aquellos que prefieren las alternativas políticas "extremas” a las
intermedias, con preferencias de tipo "antes muertos que humillados”—, una
suficiente distancia
estratégica entre los actores relevantes para
que puedan usar con eficacia su poder de amenaza en la negociación, y una
predisposición de los actores al pacto mediante una visión de sus propios
intereses a largo plazo y un criterio no miope de elección (Colomer, 1990,
1991a, 1991b, 1995a, 1995c; Colomer y Pascual, 1994).
Dentro de ese marco
global, la relevancia que adquiere cada uno de los diferentes actores políticos
—básicamente los gobernantes “duros” y "blandos”, y la oposición
democrática— depende en parte de los condicionantes y las "exclusiones”
impuestas por la situación inicial, en particular por el tipo de régimen
autoritario. Pero, dentro de estos límites, la formación y la relevancia de los
actores es también un resultado del propio proceso de cambio. De hecho, los
actores pueden cambiar o adaptar sus preferencias a los resultados del proceso.
Concretamente, los actores “maximalistas” pueden evolucionar hacia posiciones
"gradualistas” con objeto de hacer viable la consecución de su alternativa
preferida por medios pacíficos, si la oportunidad existe. También los actores
"gradualistas" pueden modificar sus adhesiones con objeto de ganar
mayor poder de negociación con sus interlocutores. Los diferentes actores
pueden reforzarse mutuamente mediante la selección de sus interlocutores en las
interacciones estratégicas, dado que la aparición pública de un actor en
negociación con otros puede alimentar expectativas acerca de su fuerza futura e
inducir a otras personas a darle su apoyo. En la relación general entre
gobernantes y oposición, parece lógico esperar que el actor relativamente débil
tratará de mantener la unidad en sus filas, pese a su probable diferenciación
futura en varios partidos o tendencias ideológicas, mientras que el actor
relativamente fuerte puede permitirse una diferenciación interna anticipada
para así poder negociar más ventajosamente el establecimiento de las futuras
reglas del juego. En pocas palabras, los actores producen resultados, pero los
resultados reales y esperados también inducen la formación y el crecimiento de
los actores.
Desde esta
perspectiva "estratégica”, los valores culturales, las creencias morales y
las actitudes psicológicas tienden a aparecer como elementos complementarios,
muy dependientes de las expectativas y las oportunidades de los actores, más
que como factores causales básicos. Las percepciones de "honestidad” o
"traición” en otros actores, el desprecio por la actitud de "medias
tintas” o, por el contrario, el elogio de la moderación, las ofertas magnánimas
de reconciliación o la sed de venganza justiciera, así como la resolución de
otros dilemas parecidos dependen en gran medida de la fuerza relativa de cada
actor para imponer su voluntad sobre los demás, de las oportunidades efectivas
de negociar y pactar, y de la probabilidad de encontrarse implicado en un
conflicto perjudicial y duradero. Así pues, las decisiones de los actores,
guiadas por sus expectativas y sus cálculos estratégicos, tienden a "seleccionar”
sus correspondientes interlocutores, así como las actitudes y los valores
apropiados, mediante las oportunidades de acuerdo y de éxito que las decisiones
mismas crean.
Incertidumbre del cambio y del régimen -
Un régimen democrático puede ser establecido
mediante un pacto entre diferentes fuerzas políticas y sociales
en la medida en que aparece como un acuerdo
convencional acerca de nuevas reglas de juego, sin vinculación con ningún grupo
particular de gobernantes o de políticas públicas.
En cambio, un
régimen autoritario puede ser definido como aquel en que reglas de decisión
arbitrarias e injustas tienden a mantener de manera permanente a un número
significativo de personas excluidas de la oportunidad de elegir a los
gobernantes. Sin embargo, es importante observar que, para que un régimen
autoritario, que no es meramente depredatorio (es decir, que no consista
únicamente en el dominio de una banda de salteadores), pueda sobrevivir durante
un periodo medianamente largo la arbitrariedad y la exclusión deben ser
compensadas con algún grado de satisfacción de los resultados, al menos
respecto a aquellas personas que le dan un apoyo decisivo o le prestan
aquiescencia pasiva. En el caso particular de los regímenes de socialismo
autoritario de la Unión Soviética y los países de Europa oriental, la dictadura
pudo durar porque los gobernantes se apoyaban en este tipo de intercambio con
los súbditos excluidos de los derechos civiles y de la participación política;
los gobernantes prometían bienestar material e igualdad social y los súbditos
les correspondían con la renuncia a intervenir en los asuntos públicos.
Precisamente porque
los regímenes autoritarios cuentan con una fuente de apoyo social basada en
resultados sustantivos y no en procedimientos, pueden ser altamente vulnerables
por el incumplimiento de sus promesas o por la no consecución de los resultados
esperados. Esto es lo que ocurrió con los regímenes de Europa oriental, que
habían fundado su legitimidad en un proyecto global de sociedad. Durante algún
tiempo, los gobernantes comunistas sustituyeron los resultados reales del
proyecto con incentivos ideológicos orientados hacia el futuro (la promesa de
un paraíso para las siguientes generaciones) y el terror disuasorio. Sin
embargo, al cabo de un tiempo, el fracaso en la consecución de la prosperidad y
la igualdad prometidas se hizo evidente. El escepticismo y el malestar se
extendieron entre la población. A mediados de los años ochenta, el relevo de
los máximos dirigentes por miembros de una nueva generación trajo consigo un
reconocimiento abierto de aquel fracaso global y abrió un nuevo proceso de
cambio.
El incumplimiento
de las promesas de un régimen autoritario puede tomar diversas formas. Puede
consistir en una fuerte crisis económica, en la derrota militar ante un
enemigo, o en una pérdida de fe de los súbditos en las creencias ideológicas
que daban fundamento a sus expectativas. La clave es que, ante los resultados
pobres o negativos, los súbditos descontentos tienden a reaccionar no sólo
contra los gobernantes individuales sino también, dada la ausencia de reglas de
decisión formales y previamente aceptadas para sustituirlos, contra la
arbitrariedad y la iniquidad de las reglas; es decir, contra el régimen. Cuando
se trata de una dictadura personal en la que ni siquiera hay reglas para la
sustitución del gobernante autoritario que hayan sido previamente aceptadas por
quienes le han dado su apoyo, o bien tales reglas son impracticables, la mera
derrota del dictador o el fallecimiento de éste pueden ser suficientes para
hacer necesaria la adopción de nuevas reglas del juego.
A diferencia de
estas características autoritarias, un régimen democrático es aquel en que hay
reglas de decisión conocidas y relativamente equitativas, las cuales producen una fuente procedimental y no
sustantiva de apoyo social al régimen. Estas reglas incluyen los derechos
civiles básicos de los ciudadanos y la elección competitiva de los gobernantes
por los ciudadanos sobre una base más o menos igualitaria (es decir, por
sufragio adulto amplio). Las distintas fórmulas y ordenamientos institucionales
(parlamentarismo o presidencialismo, sistemas electorales, descentralización,
etc.) pueden ser evaluadas por su diferente capacidad de producir eficiencia y
equidad de resultados. Los regímenes democráticos deben permitir que el poder
de decisión sea compartido por ciudadanos con distintos intereses y valores, o
bien que esté en manos de coaliciones gobernantes homogéneas pero cambiantes, o
ambas cosas. Además deben permitir el relevo pacífico de los gobernantes y de
los creadores de las políticas públicas.
El apoyo básico a
la democracia no procede de sus buenos resultados o de la adhesión de los
gobernantes a los "buenos" valores; más bien, los resultados de la
democracia son valorados como "buenos" porque son producidos a través
de procedimientos previamente conocidos y equitativos. Esta fuente
procedimental de apoyo social a la democracia la hace mucho menos vulnerable a
las crisis económicas, las derrotas militares, el incumplimiento de las
promesas de los gobernantes o la frustración de las expectativas de los
ciudadanos en comparación con los regímenes autoritarios. En la democracia, las
decepciones y el descontento pueden ser canalizados hacia los gobernantes del
momento y no contra las reglas básicas, las cuales permiten precisamente la
sustitución de los gobernantes.
Ciertamente, muchas
personas pueden preferir la democracia a la dictadura sobre la base de sus
expectativas de alcanzar mayor bienestar material con un régimen democrático.
Pero estas expectativas sólo pueden basarse en objetivos intermedios, los
cuales resultan suficientes para la supervivencia de los regímenes
democráticos. En la democracia, en primer lugar, los ciudadanos tienen garantizados
los derechos civiles y las libertades, los cuales incluyen la posibilidad de
obtener información sobre los asuntos públicos y de discutir políticas públicas
alternativas. En segundo lugar, tienen la oportunidad de participar
periódicamente en la elección de los gobernantes. Como consecuencia de todo
ello, los ciudadanos pueden reaccionar a los posibles fracasos colectivos o a
los acontecimientos adversos de un modo más pacífico y ordenado que cuando se
encuentran sometidos a reglas de decisión arbitrarias. Todas estas
características pueden alimentar expectativas razonables de obtener resultados
sociales, económicos y culturales favorables bajo un régimen democrático, pero
también grados de satisfacción más bajos durante algunos periodos.
Debido a la incertidumbre
de las reglas autoritarias y de los gobernantes y las políticas democráticas,
la transición del autoritarismo a la democracia implica altos grados de
inseguridad en los dos niveles: las reglas, y
los gobernantes y sus políticas (para una discusión
previa, véase Przeworski, 1986: 58-59; Mainwaring et al., 1992: 312-317).
Hay que tener en
cuenta que el punto de partida del proceso de cambio es la dictadura, un
régimen caracterizado por la estabilidad de la coalición gobernante, dado que
no se permite la alternancia en el gobierno. Bajo ese régimen, la toma de
decisiones por los gobernantes está escasamente limitada y habitualmente
conduce a la adopción de políticas públicas estables a mediano plazo. Pero
—como se ha dicho— sus reglas de decisión son arbitrarias e injustas, ya que
todos aquellos cuyos valores o intereses resultan contradictorios con los de
los gobernantes son excluidos del gobierno y se encuentran en peligro de ser
perseguidos por medios arbitrarios (como se suele decir, en una dictadura no
sólo el lechero llama a la puerta de madrugada).
En comparación con
esa situación inicial, es obvio que la transición a la democracia implica
incertidumbre de las reglas precisamente porque se trata de un proceso para
cambiar las reglas arbitrarias existentes y el resultado —las nuevas reglas— es
desconocido previamente. Por otra parte, los gobernantes y las políticas de la
transición desempeñan un papel provisional, especialmente porque la principal
"política pública" en ese periodo es la política institucional y de
reforma; es decir, la sustitución del régimen anterior. Las expectativas de
estabilizar los gobiernos y las otras políticas públicas de la transición
dependen, en gran medida, del resultado institucional del proceso de cambio de
régimen y de las oportunidades que éste ofrezca, por lo que son también muy
inciertas.
Es esta
incertidumbre general la que puede llevar a los actores a pactar nuevas reglas
procedimentales que permitan mantener una incertidumbre permanente acerca de
sus resultados políticos (quiénes serán los gobernantes y cuáles serán las
políticas), pero que también permitan la supervivencia de diferentes candidatos
a gobernar con diferentes políticas, es decir, la democracia. La sustitución
del autoritarismo por la democracia implica la sustitución de unos gobernantes
y unas políticas ciertos bajo unas reglas arbitrarias y excluyen- tes por unos
gobernantes y unas políticas inciertos bajo un esquema institucional
básicamente estable.
La transición de la
dictadura a la democracia produce, por lo tanto, una creciente regulación de
los procedimientos de decisión, los cuales se hacen más constrictivos, y una
creciente incertidumbre acerca de los futuros gobernantes y políticas. Es esta
doble faceta la que suele provocar sentimientos ambiguos durante la transición,
ya que mientras algo nuevo, imprevisto y abierto se acerca, algo se cierra y
las posibilidades que ofrecía el pasado quedan más circunscritas.
Una vez instalada
la democracia caben diversos grados de estabilidad de las políticas públicas y
de equidad de las reglas; así, mientras que la unidad de poderes y el esquema
"mayoritario” (a la británica) permiten drásticos giros en la orientación de los gobernantes
y de las políticas mediante la alternancia de diferentes partidos en el
gobierno, la división de poderes y el pluralismo institucional y de partidos
pueden favorecer resultados, bien de conflicto, bien de consenso, mediante
coaliciones amplias y políticas centristas. Pero, en cualquier caso, cierto
grado de incertidumbre acerca de quiénes serán los gobernantes y qué políticas
ejecutarán es esencial en todos los regímenes democráticos.
El cuadro 1 resume
el análisis anterior.
Líneas de investigación y debate contemporáneo
Modelos de cambio y tipos de régimen democrático
De acuerdo con la exposición antes presentada,
las relaciones entre tipos de régimen autoritario y tipos de régimen
democrático no pueden establecerse en términos de relaciones directas entre
“estructuras”. El proceso de transición es, por un lado, inducido por la
situación inicial del régimen autoritario y, por el otro, conduce a un tipo
particular de régimen democrático. Pero los procesos de transición se
caracterizan por la relevancia que adquieren los actores, cuyas decisiones estratégicas
e interacciones constituyen la variable básica para explicar la transformación
estructural. En otras palabras, las diferentes formas de régimen autoritario
presentan distintos incentivos para la formación y la supervivencia de los
actores, pero son las decisiones de estos actores las que producen el proceso
que conduce a un nuevo tipo de régimen.
Si observamos las
relaciones entre tipos de régimen autoritario y las diferentes vías de cambio
que cabe definir mediante la relevancia de diversos actores, parece posible
establecer la "exclusión” de algunas hipótesis.
En primer lugar, un
régimen autoritario muy restrictivo y excluyente —como el que existió en la
Unión Soviética durante varias generaciones— difícilmente puede permitir la
formación y supervivencia de movimientos de oposición, por lo que tiende a
conceder un papel predominante a los gobernantes autoritarios tanto en la
consolidación del régimen como en el comienzo de su cambio. Por ello, a partir
de una situación inicial fuertemente autoritaria cabría descartar un proceso de
cambio basado en una negociación formal entre los gobernantes "blandos” y
la oposición, típicamente en tomo a una "mesa redonda”.
En segundo lugar, y
siguiendo un razonamiento análogo, tampoco parece razonable esperar un "colapso
súbito” de un régimen autoritario —del tipo que se produjo en Checoslovaquia,
Alemania Oriental y Rumania a finales de 1989— si éste cuenta con un grado
apreciable de pluralismo o "liberalización”. Incluso si se produce
un acontecimiento crítico inesperado, los
gobernantes previamente evolucionados hacía posiciones "blandas” pueden
reaccionar de manera apropiada y tratar de preservar algunas posiciones de
poder medíante una negociación con la oposición. Los regímenes autoritarios
liberalizados son, por lo tanto, más propensos a aceptar procesos negociados de
transición, como los que tuvieron lugar en Polonia y Hungría. Pero incluso en
esa situación inicial el papel de la oposición no puede darse por descontado,
ya que unos gobernantes suficientemente hábiles pueden tratar de controlar las
reformas desde arriba mediante transacciones entre las distintas facciones de
los autoritarios y evitar los compromisos directos con la oposición.
Si observamos ahora
las relaciones entre las vías de cambio y los tipos de régimen democrático,
también cabe establecer algunas tendencias básicas. El primer modelo de cambio,
basado en transacciones entre diferentes facciones de los gobernantes
autoritarios (como en la URSS), permite a los gobernantes grandes posibilidades
de preservar la concentración de poderes y la continuidad institucional
"mayoritaria”, incluida la auto- transformación de los autoritarios en
actores democráticos, sin abandonar las posiciones de poder. En cambio, cuanto
mayor es el poder de negociación de la oposición, cabe esperar más división de
poderes y más innovación del régimen democrático hacia fórmulas institucionales
pluralistas. Sin embargo, hay otras diferencias que dependen de la vía concreta
de cambio que se haya seguido. La vía de negociación en una "mesa redonda”
promueve una política de reconciliación y de ausencia de represalias respecto a
los antiguos autoritarios, que favorece el mantenimiento de prácticas
consensúales en el contexto democrático. En cambio, el "colapso súbito”
del régimen autoritario obliga a improvisar acuerdos más frágiles,
habitualmente seguidos por una práctica de venganzas y purgas, que puede
introducir mayores elementos de conflicto e inestabilidad en el régimen
democrático resultante.
El cuadro 2 resume
de un modo esquemático estas relaciones entre tipos de régimen autoritario,
modelos de cambio y tipos de régimen democrático.
Este esquema puede
contrastarse con algunas características básicas de los procesos de
democratización en Europa oriental antes aludidos.
Concretamente, en
la mayoría de las antiguas repúblicas de la Unión Soviética, posteriormente
unidas en la Confederación de Estados Independientes, en las que la transición
fue protagonizada por miembros o ex miembros recientes del Partido Comunista,
la norma ha sido una alta concentración de poderes en manos de un presidente
con un reciente pasado comunista, un papel subordinado o simplemente
inexistente del Parlamento, y un escaso protagonismo de los partidos políticos.
En cambio, en
aquellos países donde la transición a la democracia incluyó negociaciones
formales entre los gobernantes y la oposición en torno a una "mesa
redonda” o una plataforma similar, pronto se han aceptado fórmulas en las que
varios partidos comparten el poder o la alternancia en el gobierno. En
concreto, los partidos ex comunistas que habían evolucionado hacia partidos y
políticas socialdemócratas moderados volvieron al gobierno por la vía electoral
en Polonia, Hungría, Bulgaria y Lituania en 1993 y 1994 (si en Estonia y
Letonia no se ha producido este giro ha sido debido a la política de los nuevos
gobernantes de negar el derecho de voto a la mayoría de los habitantes no
indígenas, en su mayor parte de origen ruso o eslavo).
Por último, la
inestabilidad y el conflicto fueron muy altos en los primeros años de los
regímenes democráticos establecidos en aquellos países que experimentaron un
colapso súbito del régimen autoritario. Mientras que la República Democrática
Alemana fue absorbida por la República Federal Alemana, Checoslovaquia se
escindió en dos repúblicas, y Rumania ha sufrido frecuentes turbulencias y un
cuestionamiento general de su condición democrática.
Esta variedad de
resultados institucionales y tipos de régimen democrático no significa
necesariamente que la democracia no pueda considerarse "consolidada” en
muchos de los países mencionados. Si la "consolidación” de la democracia
se relaciona con la "calidad” de sus resultados; es decir, con su
capacidad de producir decisiones, leyes, políticas públicas y actos
administrativos eficientes y satisfactorios para amplios sectores de la
ciudadanía, es evidente que los diferentes esquemas institucionales y sistemas
de partidos —producidos a su vez por diversas vías "estratégicas” de
cambio— introducen distintos sesgos y producen diversos grados de ineficiencia
colectiva en la toma de decisiones. Desde este punto de vista, puede decirse
que ningún régimen democrático nunca está "consolidado”, pues siempre hay
sectores de ciudadanos más o menos significativos que pueden desear y apoyar
nuevas propuestas de reforma del régimen. Mejorar la “calidad” de los
resultados de la democracia es, en este sentido, una tarea que nunca termina.
Pero los deseos de
los ciudadanos tienden a formarse también en respuesta a los incentivos
ofrecidos por el esquema institucional existente y a las decisiones colectivas
no sólo de un modo reactivo, sino también adap- tativo. Como consecuencia de
ello, a pesar de sus diferentes grados de ineficiencia y equidad, los regímenes
democráticos tienen mecanismos autoestabilizadores poderosos en comparación con
los regímenes autoritarios. En cuanto a la estabilidad del régimen, cabe
considerar que la democracia se encuentra "consolidada" en todas
aquellas situaciones en las que ningún actor tiene suficiente poder de
negociación para emprender unilateralmente un nuevo proceso de cambio político.
Pueden tener lugar entonces nuevos acontecimientos críticos y fracasos
colectivos, como una recesión económica, una secesión territorial o un nuevo
conflicto militar (como ha ocurrido en Europa oriental en los años noventa),
pero estos acontecimientos, que podrían haber resultado fatales para la
supervivencia de los regímenes autoritarios, pueden ser absorbidos por
instituciones democráticas relativamente estables que permitan un relevo
pacífico de los gobernantes. Éste parece haber sido también el caso en muchos
de los nuevos Estados democráticos de Europa oriental.
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