Ana Rosa Pérez Ransanz, Ambrosio Velasco Gómez
Definición
A partir de que la filosofía de la ciencia se
reconoce como una disciplina académica especializada, alrededor de los años
veinte del presente siglo dominó el supuesto de que la ciencia se distingue del
resto de las actividades culturales por haber adquirido un método especial,
"el método científico”, el cual constituye una forma privilegiada de
conocer el mundo. Hasta los años cincuenta, dentro de la tradición anglosajona,
los filósofos de la ciencia compartieron la idea de que los sorprendentes
logros científicos —especialmente los de la física— se alcanzaban gracias a la
aplicación de un poderoso conjunto de principios o reglas, tanto de
razonamiento como de procedimiento, que permitían evaluar objetivamente las
hipótesis y teorías que se proponen en la actividad científica. Se pensaba que
el método constituido por dichas reglas ofrecía, por decirlo así, un riguroso
control de calidad de las hipótesis y teorías, junto con una forma de calibrar
su éxito, que permitía a los científicos decidir con total acuerdo sobre su
aceptación o rechazo. De aquí que la tarea central del análisis de la ciencia
se haya concebido como la de formular con precisión las reglas del método que
garantizaban la correcta práctica científica y el genuino conocimiento. En
otras palabras, el objetivo era codificar las reglas metodológicas que
encerraban el núcleo de la racionalidad que opera en la ciencia.
Historia,
teoría y crítica
Esta idea general sobre el método científico,
común a las dos corrientes que conforman la concepción “clásica” de la ciencia,
el empirismo lógico y el racionalismo crítico, resulta severamente cuestionada
en los años sesenta por una serie de concepciones que responden al interés por
explicar cómo, de hecho, la ciencia cambia y se desarrolla. Estas concepciones
surgen, por tanto, de una reflexión muy ligada a los estudios históricos de las
prácticas científicas. Si bien es cierto que los autores de las primeras
propuestas alternativas —entre los que destacan N. R. Hanson (1958), S. Toulmin
(1961), P. K. Feyerabend (1965) y sobre todo T. S. Kuhn (1962)— provienen de
diversos campos y corrientes de pensamiento, todos ellos coinciden en poner en
duda la existencia de un conjunto de reglas metodológicas del tipo que los
filósofos clásicos habían intentado formular. Es entonces cuando comienza a perder
su carácter hegemónico el supuesto de que la ciencia debe su enorme éxito a la
aplicación de un método universal.
El movimiento de
los años sesenta, del que surge una nueva imagen de la ciencia, ha sido
identificado de varios modos: corriente historicista, teoreticismo, análisis de
las cosmovisiones y, también, nueva filosofía de la ciencia. Esta última
denominación —que persiste en la actualidad— simplemente destaca su oposición a
las tesis básicas tanto del empirismo lógico como del racionalismo crítico, que
ahora se consideran las concepciones clásicas o tradicionales. El nombre de
"corriente historicista” obedece a que en este enfoque la atención se concentra en la dinámica del proceso
mediante el cual cambia y evoluciona el conocimiento científico más que en la
estructura lógica de sus resultados. En opinión de esta generación de teóricos,
el análisis del desarrollo del conocimiento exige tener en cuenta el modo como,
de hecho, se trabaja en la ciencia, y sólo la investigación histórica puede dar
esa información. En consecuencia, se otorga primacía, como instrumento de
análisis, a los estudios históricos frente a los análisis lógicos.
La denominación de
“teoreticismo” responde a otra de las tesis compartidas: toda observación, y en
general toda experiencia, está “cargada de teoría”. Esto es, no hay
observaciones puras, neutras, independientes de las perspectivas teóricas. En
lugar de suponer que las observaciones proporcionan la base firme, los datos
absolutamente estables contra los cuales se ponen a prueba las teorías, se
argumenta que los marcos teóricos contribuyen en buena medida a determinar qué
es lo que se observa. También se considera que la importancia de los datos
varía en función de las distintas perspectivas teóricas. Aunque desde luego se
reconoce el papel fundamental que tiene la experiencia en la adquisición de
conocimiento, se enfatiza que la investigación científica consiste básicamente
en un intento por comprender la naturaleza en términos de algún marco teórico
presupuesto.
Estos dos aspectos,
el enfoque histórico (contra la primacía del análisis lógico) y el acento en el
carácter teórico de la investigación (contra la existencia de una base empírica
neutral), conducen al cuestionamiento de la vieja distinción entre “contexto de
descubrimiento” y "contexto de justificación", la cual está en el
núcleo de las concepciones clásicas. Pero sobre todo conducen a la tesis de que
para entender qué es el conocimiento —tarea de la epistemología— no basta con
considerar el contexto de justificación. El examen de dicha distinción,
entonces, es una buena manera de abordar el profundo viraje que ha sufrido la
idea de ciencia en nuestro siglo.
Hans Reichenbach,
uno de los principales representantes del empirismo o positivismo lógico, quien
en 1938 introdujo la distinción bajo esa nomenclatura, pretendía marcar la
diferencia entre los procesos a través de los cuales los individuos llegan a
concebir o descubrir nuevas hipótesis, y los procesos por los cuales dichas
hipótesis se evalúan y justifican ante la comunidad de especialistas. Según
este autor, las cuestiones que atañen a la racionalidad sólo se plantean en el
contexto de la justificación o validación; los factores involucrados en la
producción creativa de una idea resultan irrelevantes para la cuestión de si
tenemos buenas razones para aceptar o rechazar esa idea. Dichos factores pueden
ser estudiados por psicólogos, sociólogos o historiadores de la ciencia, pero
los resultados de esos estudios no arrojan ninguna luz para entender aquello
que es distintivo del conocimiento científico.
Reichenbach
afirmaba que la epistemología se distingue de la psicología en que la primera
"intenta reconstruir los procesos de pensamiento como deberían suceder si
han de ser ordenados en un sistema coherente” (Reichenbach, 1938). Esto es, se busca
remplazar los procesos de pensamiento que de hecho ocurren por series de pasos
lógicamente justificados que conduzcan al mismo resultado. La epistemología
trabaja entonces con "sustitutos lógicos” más que con procesos de pensamiento
efectivos. Por tanto, afirma este autor, "nunca será una objeción
permisible a una construcción epistemológica el que el pensamiento efectivo no
se conforme a ella” (Reichenbach, 1938). Esta reconstrucción lógica se
identifica con la reconstrucción racional del conocimiento, la cual
supuestamente permite decidir cuándo una hipótesis está justificada por la
evidencia empírica y, en consecuencia, si es racional su aceptación.
Desde esta
perspectiva, resulta natural que sólo se examinen productos de investigación
que se consideran terminados. El análisis lógico opera aquí sincrónicamente,
contentándose con “fotografías” del estado final de los sistemas científicos.
Este carácter estático del análisis está íntimamente relacionado con el
carácter universal que se otorgaba a la reconstrucción racional: al utilizar
sólo métodos lógicos se pretendía que los resultados sobre la naturaleza de la
ciencia tuvieran una aplicación y validez generales. Se trataba de reconstruir
la estructura lógica del lenguaje científico, de las leyes, de las teorías, de
las explicaciones que éstas ofrecen, así como la estructura de las relaciones
de justificación entre las hipótesis y la evidencia. Como señala W. Steg-
müller, la idea era que “con métodos lógicos sólo se puede llegar a
aseveraciones válidas para todas las ciencias posibles” (Stegmüller, 1973). De
esta manera, se eliminaban como cuestiones no pertinentes para la epistemología
los procesos de génesis y evolución de los productos científicos, así como la
posible influencia de "factores externos” (factores que no fueran de tipo
experimental o lógico) en la aceptación o rechazo de dichos productos. Este
conjunto de cuestiones se consideró como parte del contexto de descubrimiento.
La importancia
epistemológica del contexto de justificación fue tenazmente defendida tanto por
los empiristas lógicos, cuyo principal líder fundador es Rudolf Carnap, como
por los racionalistas críticos, encabezados por Karl Popper. Si bien las
diferencias entre estas escuelas son muchas y muy importantes —diferencias que
incluso las colocaron como escuelas rivales—, también se puede decir que
suscriben concepciones de la ciencia que presentan acuerdos de fondo. Pero es
sólo hasta que surge una perspectiva radicalmente divergente, dentro de la
misma tradición anglosajona, que se pusieron de relieve esos acuerdos básicos.
Como señala Ian Hacking, refiriéndose a Carnap y a Popper, "ellos
discrepaban en mucho, pero sólo porque estaban de acuerdo en lo básico”
(Hacking, 1983).
En cuanto a las
diferencias entre estos filósofos clásicos, la más importante se encuentra
precisamente en la manera de reconstruir el método científico. Carnap defiende
un método de justificación de tipo inductivo: tomando como base los enunciados
de observación, que son el fundamento seguro de nuestro conocimiento, debemos
establecer qué tan bien confirmada (justificada) queda una hipótesis de
aplicación más general. El problema de caracterizar formalmente la confirmación
es, para Carnap, el problema de construir una lógica de tipo inductivo que nos
permita establecer qué tanto apoyo (justificación) presta la evidencia empírica
a las hipótesis generales. Se trata entonces de formular un algoritmo que permita determinar, en función de
los datos disponibles, el grado preciso de justificación de cualquier hipótesis
general. Este grado indicaría la medida de la confianza que es razonable
depositar en una hipótesis.
La búsqueda de una
lógica inductiva ha sido históricamente la vía más transitada en el intento de
formularlas reglas de evaluación de las hipótesis científicas; sin embargo,
también han proliferado las objeciones a los distintos intentos. En el siglo
xvm, David Hume, quien suponía que la existencia de una conexión necesaria
entre premisas y conclusión era un requisito de todo argumento racional,
afirmaba que no tenemos ninguna justificación para aceptar los argumentos
inductivos, ya que en ellos siempre es posible que las premisas sean verdaderas
y falsa la conclusión. En el siglo xix, John Stuart Mili, quien estaba convencido
de que existían reglas para la inducción correcta, consideraba que el hecho de
que los lógicos no hubieran logrado formularlas explica que en ocasiones
aceptemos generalizaciones basadas en inducciones incorrectas. En el siglo xx,
dentro del programa del empirismo lógico, se abandona la exigencia de
consecuencia necesaria para los argumentos inductivos; se trata ahora de
precisar el sentido o el grado —según el carácter cualitativo o cuantitativo
del análisis— en que la evidencia disponible confirma una hipótesis. Dentro del
análisis cuantitativo de la confirmación se ha recurrido a la teoría matemática
de la probabilidad, y también a una variante del enfoque probabilista basada
en el teorema de Bayes. Sin embargo, el problema de estimar el grado de probabilidad
que un cuerpo de evidencia confiere a una hipótesis universal, problema que
ocupó a Carnap hasta sus últimos años, continúa siendo objeto de investigación
(cfr. Carnap, 1951; un tratamiento clásico de la confirmación de tipo
cualitativo es el de Hempel, 1945; una clara exposición de las dificultades que
enfrentan las lógicas inductivas se puede ver en Brown, 1988; un examen de la
evolución del análisis de la confirmación se encuentra en Pérez Ransanz, 1985).
Popper, por su
parte, es uno de los filósofos más convencidos de que el problema de la
inducción es irresoluble. Argumenta extensamente —en la línea de Hume— que la
inducción no puede ser un método de justificación, y subraya que los enunciados
que describen nuestras observaciones también son corregibles y, en
consecuencia, no constituyen un fundamento último de nuestro conocimiento (como
pensaban los empiristas). Tampoco cree que sea posible establecer fundamentos a
priori, independientes de la experiencia (como suponían los racionalistas clásicos).
La racionalidad, según Popper, no requiere de puntos de partida infalibles
—pues no los hay—, se trata solamente de una cuestión de método: la ciencia es
una empresa racional porque la racionalidad reside en el proceso por el cual
sometemos a crítica y remplazamos nuestras creencias. Frente al fracaso de los
diversos intentos por encontrar un algoritmo que nos permita decidir cuándo
debemos aceptar una hipótesis, Popper propone una serie de reglas metodológicas
que —a su juicio— nos permiten decidir cuándo debemos rechazarla.
La piedra de toque
de la metodología popperiana está en la regla lógica del modas iollens. Esta
regla da lugar a inferencias estrictamente deductivas —las únicas seguras— que
permiten establecer la falsedad de hipótesis universales a partir de enunciados
sobre hechos singulares. Popper reconstruye el método científico
como un método de conjetura y refutación: se propone una conjetura (hipótesis)
arriesgada y de gran alcance, y se deducen consecuencias observables que se
ponen a prueba contra la experiencia; si alguna de estas consecuencias falla,
la conjetura habrá quedado refutada y deberá rechazarse; en caso contrario, se
repetirá el proceso considerando otras consecuencias contrastables. Cuando una
hipótesis ha sobrevivido a diversos intentos de refutación se dice que está
"corroborada", pero esto no nos autoriza a afirmar que ha quedado
justificada por la evidencia empírica. La racionalidad de nuestras creencias no
depende de su corroboración, sino de estar siempre sujetas a revisión y
expuestas a la refutación (cfr. Popper, 1935, caps. 1-5, y Popper, 1963, cap.
10).
Las diferencias
entre un enfoque inductivista del método —como es el de Carnap— y un enfoque
deductivis- ta —como es el de Popper— dan lugar a criterios diferentes para
delimitar aquello que cuenta como ciencia. El criterio de demarcación propuesto
por los positivistas lógicos fue el de verificabilidad, el cual tiene un
aspecto semántico (que atañe al significado de los términos) y otro
epistemológico (que se refiere a la forma de justificación de los enunciados).
El criterio verificacionista de significado afirma que un término descriptivo
(no lógico) tiene significado sólo si es un término observa- cional, o puede
definirse en función de términos ob- servacionales. Un término observacional es
aquel cuyo sentido está constituido por cualidades o propiedades observables
(longitud, peso, color, forma, temperatura, etcétera) y se refiere a objetos,
relaciones o procesos observables. El conjunto de estos términos observado-
nales constituye el "lenguaje fisicalista”, que los positivistas
consideraban como un lenguaje intersubjetivo y universal; esto es, un lenguaje
al cual podían traducirse las afirmaciones de cualquier teoría científica. En
consecuencia, este lenguaje aseguraba la unidad de las ciencias, tanto
naturales como sociales: "Si por su carácter universal se adopta el
lenguaje fisicalista como lenguaje del sistema de la ciencia, toda la ciencia
se convierte en física. La metafísica queda descartada porque carece de
sentido. Los diferentes dominios de la ciencia se convierten en partes de la
ciencia unificada” (Carnap, 1932: 33).
En su vertiente
epistemológica, el criterio de verificabilidad se refiere a la contrastación
empírica de los enunciados. Para que un enunciado se considere científico debe
ser empíricamente contrastable; esto es, debe tener consecuencias que se puedan
confrontar directamente con enunciados básicos o protocolares, es decir,
enunciados que describen hechos o relaciones entre objetos y propiedades
físicas. Estos enunciados protocolares constituyen la base empírica que permite
determinar, de manera concluyente, el valor de verdad de cualquier enunciado
científico.
Esta concepción de
la ciencia basada en el lenguaje observacional y en el método de verificación
pretendía tener una aplicación no sólo en las ciencias naturales, sino también
en las sociales. Los positivistas consideraban que aquellos historiadores y
sociólogos, como Dil- they y Weber, que defendían una concepción de las
ciencias sociales basada en la comprensión y la hermenéutica —suponiendo un
dualismo metodológico— estaban profundamente equivocados. En este sentido, los
positivistas mantuvieron un fuerte monismo, implicado por la idea de la unidad de la ciencia. Si
bien afirmaban que la escala y la diversidad de fenómenos con que trataban las
ciencias sociales las hacía menos apías para establecer leyes científicas,
consideraban que ésta era una dificultad práctica, no de principio. A su
juicio, no había ninguna diferencia esencial ni en la finalidad ni en el método
entre las distintas ramas de la ciencia (cfr. Ayer, 1959).
Popper, por su
parte, hace una aguda crítica al criterio de verificabilidad:
Los positivistas, en sus ansias de aniquilar
la metafísica (enunciados no verificables), aniquilan junto con ella a la
ciencia natural. Pues tampoco las leyes científicas pueden reducirse
lógicamente a enunciados elementales de experiencia. Si se aplicase con
absoluta coherencia el criterio de sentido de Wittgenstein (coincidente con el
de Carnap), se rechazaría por carentes de sentido a aquellas leyes naturales
cuya búsqueda, como dice Einstein, es "la tarea suprema del físico”
[Popper, 1935].
No obstante, Popper
no abandona la tesis de que todo enunciado científico debe ser contrastable con
la experiencia; pero esta contrastación no tiene el sentido de una
verificación, pues ésta se basa en una inferencia no demostrativa, la
inducción. De aquí que, como criterio de demarcación, proponga la falsabilidad:
una hipótesis es científica cuando es susceptible de ser refutada por la
experiencia (ya que si bien nunca se puede probar su verdad, sí se puede
establecer su falsedad).
En cuanto al
criterio verificacionista de significado, Popper objetó que todo concepto es
dependiente de alguna teoría y, por lo tanto, no existe un lenguaje de
observación neutral. Sin embargo, se preocupó por poner a buen recaudo una base
empírica que resultara eficiente para la contrastación de teorías. Propone que
esta base —constituida por enunciados que describen hechos singulares— ha de
ser aceptada por una convención o acuerdo entre la comunidad de especialistas,
aceptación que siempre es provisional y sujeta a revisión. En estas
condiciones, la base empírica se supone como suficientemente confiable, y en
caso de contradicción con la teoría sometida a prueba es esta última la que
debe rechazarse.
Por otra parte, es
interesante observar que Popper adopta una posición distinta a la de los
positivistas respecto a la concepción de las ciencias sociales. Popper no
rechaza la comprensión y la interpretación hermenéuticas como un objetivo
legítimo de las ciencias sociales; pero, a diferencia de quienes, como Dilthey
y Weber, defendían la especificidad de la comprensión para las ciencias
sociales, considera que ésta es también un objetivo en las ciencias naturales.
Él mismo elaboró una propuesta metodológica para comprender objetivamente las
acciones sociales, a la cual denominó "análisis si- tuacional” o
"lógica de la situación” (cfr. Popper, 1972). Al admitir la validez de los
métodos interpretativos tanto para las ciencias sociales como para las
naturales, Pop- per sostiene un monismo metodológico muy singular en el que se
integran la comprensión hermenéutica y la explicación nomológico-deductiva
(explicación basada en leyes).
Ahora bien, a pesar
de las fuertes diferencias apuntadas entre la metodología positivista y la
popperiana, se puede afirmar que coinciden en su objetivo básico; se trata de destilar lo esencial del método
científico y justificar nuestra confianza en él. En ambas concepciones se
supone que la pregunta por las reglas metodológicas conduce a los cánones
universales de racionalidad. Esto es, se parte de la idea de que en la
situación de evaluación de hipótesis todos los sujetos que manejan la misma
evidencia (información) deben llegar a la misma decisión, si es que proceden
racionalmente. La racionalidad se concibe, entonces, como enclavada en reglas
de carácter universal, las cuales determinan las decisiones científicas; el
énfasis se pone en las relaciones lógicas que conectan las hipótesis con la
evidencia, y se minimiza el papel de los sujetos cognoscentes.
En cuanto a las
tesis que configuran la concepción de la ciencia que comparten los metodólogos
clásicos, se destacan las siguientes: 1) existe un criterio general de
demarcación entre ciencia y no ciencia; 2) es posible distinguir con nitidez
entre teoría y observación; 3) existe una base empírica relativamente neutral
que permite elegir entre hipótesis rivales; 4) el desarrollo del conocimiento
científico es progresivo en el sentido de que tiende hacia la teoría correcta
del mundo; 5) las teorías científicas tienen una estructura deductiva que es
lógicamente reconstruible; 6) los términos científicos son definibles de manera
precisa; 7) todas las ciencias empíricas, tanto naturales como sociales,
emplean básicamente el mismo método, y 8) hay una distinción fundamental entre
contexto de descubrimiento y contexto de justificación, y sólo el segundo es
importante para dar cuenta del conocimiento científico.
Líneas de investigación y debate contemporáneo
Esta lista condensa la idea de ciencia que
constituyó el blanco de ataque a partir de los años sesenta. La imagen de la
ciencia como algo que a fin de cuentas está fuera de la historia, y que gracias
a su método resulta ser independiente de los sujetos que la producen —de sus
intereses, prácticas, procesos mentales, valores, condicionamientos,
interacciones, etc.—, provocó la reacción de reivindicar las diversas
dimensiones de la empresa científica (histórica, social, psicológica,
pragmática, etc.) y de explorar su impacto en la dimensión metodológica.
Así, autores como
Toulmin y Hanson parten de la idea de que para comprender una teoría científica
se debe tomar en cuenta tanto el uso colectivo de sus conceptos como su
evolución. No basta con reconstruir lógicamente teorías que se consideran
suficientemente desarrolladas. El análisis de una teoría debe tomar en cuenta,
de manera primordial, que la ciencia siempre se hace desde alguna perspectiva
determinada, desde cierta forma de ver e interactuar con el mundo, y esto
significa que no hay una ciencia libre de supuestos, una ciencia que se
desarrolle en un aséptico vacío de compromisos (de aquí la denominación de
"análisis de las cosmovisiones”).
Las teorías
científicas se generan y desarrollan, siempre, dentro de un marco de
investigación más comprensivo, un marco que abarca los diversos compromisos o
supuestos básicos que comparte una comunidad de especialistas. De aquí que las
teorías no puedan cumplir el papel de unidades básicas en el análisis de la
ciencia —papel que les habían asignado los metodólogos clásicos— y se
introduzcan unidades de análisis más complejas. Un marco de investigación comprende
compromisos de tipo pragmático: cuál es el interés en construir determinadas
teorías y lo que se espera de ellas (qué problemas deben resolver y a qué campo
de fenómenos se pretenden aplicar); compromisos de carácter ontológico: qué
tipo de entidades y procesos se postulan como existentes; compromisos de
carácter epistemológico: a qué criterios se deben ajustar las hipótesis para
calificarlas como conocimiento, así como compromisos sobre cuestiones de
procedimiento: qué técnicas experimentales y qué herramientas formales se
consideran más adecuadas o confiables. Un marco condiciona, incluso, la manera
de conceptualizar la experiencia y clasificar los fenómenos, ya que ante todo
implica el compromiso con un determinado esquema conceptual (sistema de
categorías) y un núcleo de principios teóricos.
Otra idea clave de
este enfoque alternativo es que los marcos de investigación también cambian.
Aunque estas unidades de análisis adquieren características peculiares y
nombres diferentes —paradigmas, programas de investigación, tradiciones
científicas, teorías globales, cosmovisiones, etc.—, prevalece el acuerdo en
que los acontecimientos más importantes de la historia de la ciencia son
aquellos que implican cambios en los marcos que guían la investigación en una
disciplina. De aquí la preocupación, que ha llegado a ser la fundamental de
muchos estudiosos de la ciencia, por proponer modelos de desarrollo que den
cuenta de los cambios más profundos, y a más largo plazo, en el nivel de los
compromisos básicos de las comunidades científicas.
La tesis de que en
el desarrollo científico ocurren cambios que revolucionan tanto la perspectiva
teórica como las prácticas de una comunidad, cuyo defensor más destacado es
Thomas Kuhn, surge de la investigación histórica. Kuhn intenta mostrar, con
base en el estudio de casos de la historia de la ciencia, la incapacidad de las
metodologías ofrecidas hasta entonces —tanto induc- tivistas como
deductivistas— para explicar los grandes logros científicos. Este autor
encuentra que buena parte del proceder científico viola las reglas
metodológicas propuestas tanto por los positivistas lógicos como por los
racionalistas críticos, y que ello no ha impedido el éxito de la empresa
científica. Esta objeción de falta de adecuación histórica revela un claro
desacuerdo con el carácter estrictamente normativo del análisis metodológico;
es decir, con la idea de que la filosofía se ocupa de especificar cómo se debe
hacer ciencia. Se establece entonces la famosa controversia entre quienes
consideran —los historicistas— que el objetivo es entender la estructura del desarrollo
científico y explicar los cambios que en él se generan y quienes consideran
—los metodólogos clásicos— que el objetivo es codificar los criterios y
procedimientos que regulan la correcta práctica científica.
Desde su
perspectiva histórica, los “nuevos'' teóricos de la ciencia encuentran que
tanto los criterios de evaluación de hipótesis como las normas de procedimiento
también se modifican en el desarrollo de las tradiciones científicas. Esto es,
los cambios en los marcos de investigación —dentro de los cuales se desarrollan
las teorías— implican también cambios en los métodos. Pero si los métodos no
son fijos ni universalizables, una teoría de la ciencia (una metodología) tiene
que poder dar cuenta de su evolución y diversidad. De aquí que la tarea se
conciba ahora como la de construir modelos de la
dinámica científica que permitan explicar el
cambio tanto en las hipótesis y teorías (lo relativo a los contenidos) como en
el nivel de los estándares de evaluación y normas de procedimiento (lo tocante
a los métodos).
Este profundo
viraje en el modo de concebir el quehacer metodológico viene acompañado de una
aproximación distinta al problema de la racionalidad: la vía para elucidar la
racionalidad que opera en la ciencia es la investigación empírica de sus
mecanismos y resultados a través del tiempo. Los principios normativos y
evaluativos se deben extraer del registro histórico de la ciencia exitosa, en
lugar de importarlos de algún paradigma epistemológico preferido —sea de corte
inductivo o deductivo—, y tomarlos como la base de la reconstrucción racional
de la ciencia.
A este respecto
vale la pena citar extensamente el testimonio de Cari Hempeí —uno de los
representantes más destacados del empirismo lógico— sobre su encuentro con las
tesis de Kuhn, ya que este testimonio resume el cambio de perspectiva que
introdujo Kuhn en el análisis de la ciencia:
Cuando conocí a Tom Kuhn en 1963 [...] me
acerqué a sus ideas con desconfiada curiosidad. Mis concepciones en aquel
tiempo estaban fuertemente influidas por el antinaturalismo de Carnap, Popper y
pensadores afines o cercanos al Círculo de Viena, quienes sostenían que la
tarea propia de la metodología y la filosofía de la ciencia era proporcionar
"elucidaciones” o "reconstrucciones racionales” de la forma y función
del razonamiento científico. Tales elucidaciones debían suministrar las normas
o criterios de racionalidad para el seguimiento de la investigación científica,
y debían ser formuladas con rigurosa precisión mediante el aparato conceptual
de la lógica [...] El acercamiento de Kuhn a la metodología de la ciencia era
de una clase radicalmente diferente: se dirigía a examinar los modos de
pensamiento que dan forma y dirigen la investigación, la formación y el cambio
de teorías en la práctica de la indagación científica pasada y presente. En
cuanto a los criterios de racionalidad propuestos por el empirismo lógico, Kuhn
adoptó el punto de vista de que si esos criterios tenían que ser infringidos
aquí y allá, en instancias de investigación que eran consideradas como
correctas y productivas por la comunidad pertinente de especialistas, entonces
más nos valía cambiar nuestra concepción sobre el proceder científico correcto,
en lugar de rechazar la investigación en cuestión como irracional. La
perspectiva de Kuhn consiguió atraerme cada vez más [Hempel, 1993].
También resulta
revelador que haya sido el propio Carnap quien recomendara la publicación de La
estructura de las revoluciones científicas (1962), el libro de Kuhn que
representa el parteaguas en los estudios sobre la ciencia.
A partir de que la
ciencia se reconoce como un fenómeno complejo y polifacético que depende de una
diversidad de factores: biológicos, psicológicos, lógicos, sociales,
económicos, técnicos, legales, políticos, ideológicos, etc., queda claro que la
ciencia se presta a ser analizada desde perspectivas teóricas muy diversas y en
función de distintos objetivos o intereses. La convicción de que la reflexión
sobre la ciencia no puede ser tarea de una sola disciplina ha generado un rico
caudal de investigación científica sobre la ciencia misma, donde las diversas ciencias que se ocupan de la
ciencia han tenido un desarrollo sin precedentes en las últimas dos décadas.
Por ejemplo, el
considerar las teorías científicas como productos de una actividad humana
colectiva que se lleva a cabo en determinadas condiciones y formas so-
cioculturales ha conducido al estudio de la estructura y funcionamiento de las
instituciones donde se realiza esta actividad, de las comunidades que la
desarrollan y de sus repercusiones sociales. La ciencia, en tanto conjunto de
prácticas y resultados en constante evolución, ha puesto de relieve que la
comprensión de la dinámica científica requiere apoyarse en el estudio de la
historia de las diversas disciplinas. El papel primordial que ahora se otorga a
los procesos cognoscitivos, como la percepción y el aprendizaje, ha impulsado
el estudio de los procesos neurofisiológicos y psicológicos implicados en la
producción de conocimiento. La ciencia considerada como una actividad de
solución de problemas, como una actividad dirigida al logro de objetivos
específicos, ha entrado en el dominio de la teoría de las decisiones; y en
tanto sistema de procesamiento de información se ha vuelto objeto de estudio de
quienes se ocupan del diseño y funcionamiento de dichos sistemas, los teóricos
de la inteligencia artificial y, más en general, de la llamada psicología
computacional.
Este somero
recuento permite entender por qué en los últimos años se ha fortalecido la idea
de que el estudio de la ciencia debe tener el carácter de un gran programa
interdisciplinario de investigación, quizá uno de los más complejos de la
ciencia contemporánea. Pero, por otro lado, también resulta comprensible que se
haya creado una situación de rivalidad entre quienes pretenden tener la
perspectiva privilegiada. Consideremos, a modo de ejemplo, la posición del
"programa fuerte" en sociología del conocimiento. Este caso ilustra
la opinión que actualmente prevalece entre muchos científicos acerca del papel
de la epistemología, opinión según la cual los análisis filosóficos no tienen
nada que aportar en un programa interdisciplinario de estudios sobre la
ciencia. Los defensores de dicho programa consideran que la sociología es el
mejor camino para lograr una comprensión científica de la ciencia. El problema
básico, según estos autores, es explicar las creencias científicas en términos
de las causas que las producen, y afirman que este tipo de explicación no
necesita tomar en cuenta las propiedades epistémicas de las creencias. Es
decir, en la explicación de por qué un grupo de sujetos acepta o rechaza
ciertas creencias, no son pertinentes las consideraciones sobre la verdad, la
justificación o la objetividad de las mismas. Y se afirma que el mismo tipo de
mecanismos causales —por ejemplo, los ejercicios de poder— ha de explicar todas
las creencias de una comunidad, al margen de los criterios que se puedan
establecer para calificar a una creencia de conocimiento (cfr. Bames y Bloor,
1982).
Son varias las
críticas que desde la filosofía se pueden hacer a este tipo de programas de
investigación sobre la ciencia, y por razones que van más allá de la mera lucha
territorial. Una de las críticas más serias al "programa fuerte” va
dirigida contra su tendencia reduccionista. Los sociólogos del conocimiento
cometen una falacia, pues el reconocer que la ciencia es un fenómeno social no
implica que la única o la mejor manera de dar cuenta de ella sea en términos de
condicionamientos sociales. El innegable carácter social de la ciencia
no justifica tal pretensión, de la misma manera que el carácter social de una
enfermedad como el sida no significa que su explicación se agote en los
factores sociales implicados en su propagación.
Por otro lado,
estos sociólogos del conocimiento, al estipular los requisitos que debe cumplir
una explicación de las creencias científicas para calificarla como científica,
están utilizando ciertos criterios epistémicos sobre lo que cuenta como una
buena explicación y sobre lo que constituye un genuino enfoque científico. Por
tanto, resulta incoherente que nieguen la importancia de este tipo de criterios
filosóficos cuando ellos mismos los usan para justificar sus pretensiones de
conocimiento acerca del conocimiento. En esta misma situación se encuentran todos
los teóricos de la ciencia que niegan la utilidad o la pertinencia de los
análisis epistemológicos.
Esta forma de
argumentar a favor del derecho a la existencia que tiene la epistemología
implica la idea de que ésta se ocupa, ex profeso, de analizar los criterios
que, de hecho, todos utilizamos al distinguir las creencias que son aceptables
de las que no lo son. El problema más importante de la epistemología, que se
podría resumir como el del control de calidad de nuestras creencias, tiene un
carácter específicamente filosófico y no es reducible a ninguna otra
disciplina. Sin embargo, es preciso reconocer que algunas de las objeciones que
se han hecho a la epistemología y a la filosofía de la ciencia tradicionales
tienen un trasfondo de razón. En este sentido, una de las principales
repercusiones del trabajo de Kuhn fue su contribución al surgimiento de una
nueva manera de entender la filosofía de la ciencia, una manera que se ha
catalogado como "naturalizada”.
Aunque Kuhn nunca
utiliza el término naturalización para catalogar la orientación de sus análisis
—término que se vuelve de uso común a partir del trabajo de Quine (1969)—,
éstos encierran el núcleo de lo que hoy se entiende por epistemología
naturalizada. Por contraste con el enfoque tradicional, se parte del supuesto
de que no hay un conjunto de principios epistemológicos autónomos, pues ahora
se considera que la epistemología no es independiente de la ciencia. Esto no
implica negar que hay mejores y peores maneras de hacer ciencia, ni rechazar la
posibilidad de que el análisis epistemológico permíta formular recomendaciones
de procedimiento o juicios de valor sobre esta actividad (por ejemplo, sobre el
carácter racional de casos concretos de aceptación o rechazo de teorías), pero
sí considerar que este tipo de normatividad y evaluación crítica se debe
contextuali- zar tomando en cuenta la manera en que los agentes conciben su
quehacer; es decir, lo que para ellos significa "hacer ciencia”, lo cual
ciertamente ha variado en las distintas comunidades y periodos históricos.
La epistemología
tradicional requería principios autónomos debido a su compromiso con una
concepción demasiado estricta de la justificación. Esto es, se consideraba que
la justificación de las creencias debía partir de principios autoevidentes o
autojustificatorios, pues de lo contrario se corría el peligro de caer en un
regreso al infinito o en una circularidad viciosa. De aquí la idea de que la
justificación de las afirmaciones empíricas debía apelar a principios
independientes de dichas afirmaciones. Lo que las teorías científicas digan
sobre el mundo no puede repercutir en la justificación de dichas teorías.
En contraste con
esta concepción, resalta un sentido básico en que el modelo de Kuhn implica una
naturalización de la epistemología: los estándares de evaluación no son
autónomos respecto de las teorías empíricas. Los estándares epistémicos
utilizados por las comunidades científicas se llegan a modificar en función de
la misma dinámica de la investigación. Esto significa, entre otras cosas, que
los cambios de teoría —los cambios en el nivel de las creencias sobre el mundo—
pueden operar transformaciones en el nivel de los criterios de justificación o
evaluación (cfr. Kuhn, 1977a).
Este sentido de
naturalización implica que la teoría del conocimiento necesita la información
que generan otros estudios sobre la ciencia, algunos de ellos de carácter
empírico. El carácter social e histórico de la actividad científica, así como
la importancia que tienen los procesos psicológicos, ínferenciales y
evaluativos en el desarrollo del conocimiento, destacan una red de relaciones
entre las diversas disciplinas que toman a la ciencia como objeto de estudio:
la filosofía, la historia, la sociología, la psicología cognoscitiva y, más
recientemente, la biología evolutiva. La tarea de establecer la naturaleza de
esas relaciones —sean de reducción, de presuposición, de complementación, etc.—
apenas está en marcha, y proliferan las discusiones sobre la jerarquía o el
orden de importancia entre estas disciplinas metacientíficas.
Sin entrar en esta
intrincada discusión, sólo mencionaremos las principales posiciones en el campo
de la naturalización de la teoría del conocimiento. La más radical es la
posición que afirma que la epistemología debería ser sustituida por una ciencia
empírica de los procesos cognoscitivos, y, según se conciban estos procesos, se
propone a la psicología (cfr. Quine, 1969), a la sociología (cfr. Bloor, 1976)
o a la biología (cfr. Campbell, 1974). También existen posiciones integradoras
en las que se intenta combinar los resultados de ciertas ciencias empíricas con
el análisis conceptual o filosófico, considerando que la investigación empírica
sobre los sujetos epistémicos es una condición necesaria para comprender la
cognición humana, pero que, recíprocamente, las ciencias empíricas requieren de
un análisis y justificación de sus supuestos, esto es, necesitan la
epistemología (cfr. Shimony, 1993). En esta misma línea encontramos modelos de
interacción más dinámicos, donde se argumenta que los cambios en las formas o
estrategias de investigación conducen a cambios en los estándares epistémicos,
y que éstos inciden a su vez en los programas de investigación al plantear
nuevos retos o preguntas (cfr. Kitcher, 1993).
Frente a las
naturalizaciones radicales, la objeción más común —como señalamos— es que sus
programas de investigación sobre la ciencia parten de una serie de compromisos
(con ciertos modelos de explicación, con cierto tipo de entidades teóricas, con
cierta idea de verdad, con cierta teoría de la percepción, etc.) que requieren
ser justificados. Y dado que la mayoría de estos programas intentan lidiar con
cuestiones normativas, no pueden evitar el problema de la justificación de sus
propios postulados. Por otra parte, el reto para los enfoques naturalizados que
intentan preservar una función crítica para la epistemología es cómo dar cuenta
de la racionalidad del desarrollo científico sin apelar a una racionalidad
categórica o autónoma. Tal parecería que no queda otro recurso que apoyarse en
estudios empíricos del contexto de investigación y
detectar, en cada periodo de la evolución de una disciplina, cuáles eran los
objetivos, las estrategias, las herramientas y los criterios de evaluación
vigentes para explicar de qué manera los científicos involucrados consideraron
una teoría como mejor que otra, y entonces poder evaluar si ese cambio de
teoría fue racional o razonable.
Esta vinculación
entre las ciencias empíricas de la ciencia y el análisis epistemológico no sólo
echa abajo la idea de que la filosofía de la ciencia se debe basar en
principios autónomos y tener un carácter puramente normativo, sino que también
cuestiona la idea de que el epistemólogo que adopta una perspectiva
naturalizada se debe limitar a describir los procesos psicológicos o lo que de
hecho creen o hacen los científicos. Como señala Ronald Giere (1989), una
filosofía naturalizada de la ciencia bien entendida es semejante a una teoría
científica en el sentido de que ofrece algo más que meras descripciones. En ambos
casos hay una base teórica que no sólo permite elaborar explicaciones sobre su
objeto de estudio, sino que también permite orientar la forma en que se conduce
la investigación. En general, las teorías proporcionan una base para formular
juicios normativos y evaluativos. Como afirma Kuhn: “Si tengo una teoría de
cómo y por qué funciona la ciencia, dicha teoría necesariamente tiene
implicaciones sobre la forma en que los científicos deberían comportarse si su
empresa ha de prosperar” (Kuhn, 1970). Este tipo de enfoque, además de romper
la dicotomía pres- criptivo-descriptivo, revela que los juicios normativos
sobre la actividad científica tienen siempre un carácter condicional o
instrumental, es decir, sólo se pueden formular en función de ciertos fines u objetivos.
Desde esta perspectiva, un modelo que intente dar cuenta de la empresa
científica tiene que proponer mecanismos de retroalimentación; es decir,
mecanismos que permitan entender cómo interactúan y se afectan entre sí sus
distintos componentes. Esta tarea implica reconocer que, en principio, ningún
componente de esta empresa es inmune al cambio, ni siquiera los componentes
normativos.
En cuanto a los
problemas de demarcación —tanto entre ciencia y no ciencia como entre ciencias
naturales y humanas—, el modelo de Kuhn también resulta ilustrativo de un
cambio de enfoque. Por una parte, su concepción de las ciencias naturales
entraña fuertes paralelismos con la concepción tradicional de las ciencias
sociales, paralelismos que tienen su origen en la tesis de inconmensurabilidad.
Por otra parte, la tesis de que la idea misma de ciencia ha sufrido fuertes
transformaciones conduce a una manera distinta de plantear el problema de cómo
distinguir lo que cuenta como ciencia.
La tesis de
inconmensurabilidad puso al descubierto ciertos rasgos de la investigación en
el campo de los fenómenos naturales que los defensores del dualismo
metodológico habían considerado como rasgos privativos de las ciencias de lo
humano. Por ejemplo, Charles Taylor afirma que los conceptos de fenómenos
sociales —como “negociación” o "equidad”— conforman el mundo al cual se
aplican y en consecuencia son culturalmente dependientes. Así, mientras que un
sujeto —de la cultura que sea— puede identificar sin dificultad un planeta o
estrella particular, no puede hacer lo mismo con algo como un episodio de
negociación. A esto Kuhn replica que todo proceso de identificación, de
las entidades que pueblan tanto el mundo natural como el social, presenta el
mismo tipo de dificultades. Justamente, la inconmensurabilidad pone de relieve
que la mera identificación de fenómenos naturales —no menos que su descripción
o explicación— es dependiente del sistema de conceptos vigente en una
comunidad. Las ciencias naturales, por tanto, no están en mejor posición que
las ciencias sociales. Ningún conjunto de categorías es culturalmente
independiente (cfr. Kuhn, 1991).
Por otra parte, la
inconmensurabilidad entre teorías impide que éstas sean completamente
traducibles entre sí o formulables en un lenguaje común. Y esto impide, a su
vez, que la elección de teorías rivales se ajuste a los modelos metodológicos
clásicos (positivistas o popperianos), ya que éstos suponen la traducción
completa entre teorías como requisito indispensable de su elección racional. La
elección de teorías —en ciencias tan "duras” como la física— resulta ser
un proceso que se ajusta mejor a los modelos del razonamiento práctico,
deliberativo o prudencial, que a los modelos algorítmicos que dictan decisiones
uniformes.
Cabe señalar que la
discusión sobre el relativismo, que tradicionalmente se asociaba con cuestiones
morales o sociales, se desarrolló durante mucho tiempo con la firme convicción
de que al menos en las ciencias de la naturaleza sí se contaba con criterios
universales de objetividad, racionalidad y progreso. Sin embargo, los análisis
recientes de la ciencia natural han hecho que se debilite esa convicción y se
revisen estas nociones, considerando su dependencia contextual y su carácter
histórico.
Por último,
consideremos la poca importancia que Kuhn otorga al problema de qué es lo que
distingue a la ciencia de otras actividades culturales (problema fundamental
para la filosofía clásica de la ciencia). La principal razón de este desinterés
se encuentra en la tesis de que la idea misma de “ciencia” ha cambiado desde
los orígenes de esta actividad. Hoy no entendemos por ciencia lo mismo que
Aristóteles entendía. Incluso lo que se considera valioso, desde el punto de
vista de quienes han desarrollado esta actividad, ha sufrido diversas transformaciones.
Es claro que un valor como la precisión se ha ido extendiendo a diversas
disciplinas, mientras que el valor del alcance o generalidad ha sufrido un
proceso inverso. Por otra parte, dentro de un mismo periodo, los valores
comúnmente aceptados no tienen el mismo peso en las distintas disciplinas, como
sucede con el valor de la utilidad social.
Kuhn está
consciente del problema que representa la variedad de maneras de entender la
ciencia: "Las actividades que observa un espectador de la ciencia pueden
ser descritas de numerosas maneras, y cada una de ellas es fuente de diferentes
desiderata. ¿Qué justifica la elección de una de esas descripciones o el
rechazo de otra?” (Kuhn, 1983). Kuhn intenta dar una respuesta donde la
concepción de ciencia que se tome como punto de partida no requiera una
justificación ulterior, respuesta que se basa en su caracterización de los
conceptos clasificatorios o taxonómicos.
El concepto
"ciencia”, como cualquier concepto cla- sificatorio, adquiere su
significado en función de otros conceptos. Al referirse a la palabra
"ciencia”, como la utilizaba William Whewell alrededor de 1840, Kuhn
afirma que "evocaba el surgimiento [...] del uso con
temporáneo del término 'ciencia', para nombrar
un conjunto de disciplinéis, aún en formación, las cuales debían situarse en el
mismo grupo y en contraste con otros grupos disciplinarios, como aquellos
nombrados como 'bellas artes', 'medicina', 'derecho', 'ingeniería', 'filosofía'
y 'teología' (Kuhn, 1983).
Lo que permite
identificar una actividad como ciencia, arte, medicina, etc., es su posición
dentro de un campo semántico; en este caso, el campo estructurado por los
modelos vigentes de semejanza y diferencia entre disciplinas. Pero estos
modelos se modifican con la evolución de una cultura (o subcultura) y difieren
de una cultura a otra. Sería un error tratar de imponer una taxonomía
disciplinaria contemporánea al conjunto de actividades intelectuales de otra
época. Aunque ciertamente las disciplinas actuales tienen su origen en progenitoras
más antiguas, éstas deben ser identificadas y descritas en sus propios
términos, "tarea [que] exige un vocabulario que divida o categorice las
actividades intelectuales en una forma diferente de la nuestra” (Kuhn, 1983).
Esta manera de
concebir las estructuras taxonómicas permitiría disolver el viejo problema de
la demarcación entre ciencia y no ciencia, y lo mismo valdría para el problema
de trazar una línea divisoria precisa y definitiva entre ciencias naturales y
humanas. La búsqueda de rasgos esenciales, permanentes y universales parece
condenada al fracaso, dado el carácter culturalmente dependiente e
históricamente cambiante de toda clasificación. La idea que subyace a esta
conclusión es que no tenemos ningún otro recurso para identificar y describir
"el mobiliario" del mundo —tanto natural como social— que las
estructuras conceptuales en uso en nuestra comunidad. Pero dada la concepción
kuhniana de los cambios revolucionarios como cambios en las estructuras
conceptuales con las cuales categorizamos o "recortamos” el mundo, también
se podría decir que es en la capacidad siempre limitada de las estructuras
disponibles para resolver los problemas que se nos van presentando -—tanto
teóricos como prácticos— donde se encuentra el motor de la construcción de
nuevas formas de categorizar o recortar el mundo de nuestra experiencia.
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