Miguel Arnulfo
Ángel
Definición
El término ciudad es pródigo en usos y también
en significados que varían de acuerdo al contexto discursivo de las disciplinas
y profesiones o de las necesidades públicas del Estado y de los ciudadanos. No
obstante, en todos los casos el término cumple con una función referencia! que
denota el espacio habitado, pleno de usos públicos y privados, distinguido con
un nombre propio. Lo mismo en textos sagrados y literarios que en textos
académicos en el campo de las ciencias sociales, en particular la sociología,
la ciencia política y la historia, el término ciudad se rige más por la
analogía que por el concepto.
Entre la ciudad y la urbe
Una distinción se perfila desde la Antigüedad,
pues desde entonces en el término ciudad coexisten dos dimensiones: una
referida a la urbe, derivada de la urbs latina, en tanto espacio físico, y
otra, al simbolismo, entre cuya carga de significados se destaca el de la
centralidad. Se trataba de que la construcción urbana, protegida en ocasiones
por murallas y fortalezas, coincidiera con el espacio contenedor del poderío, a
partir del cual se orientan las direcciones de los puntos cardinales, a su vez
símbolos de la apertura al infinito. Esto quiere decir que la ciudad
—denominada polis por los griegos y civitas por los romanos— es el resultado de
una asociación previa que como tal elabora el mito de su fundación para
compartirlo con sus habitantes y mantenerlo, generalmente en secreto, bajo la
protección de los dioses. La urbe, por su parte, es el resultado de una
decisión posterior, tendiente a definir la construcción física del lugar donde
se celebra la reunión y se fija el domicilio y el santuario de la asociación.
Empero, existe un
elemento ineludible en la vida de la ciudad que obedece a un sentido de
realidad. Se trata de la economía doméstica, oikos, ubicada en el punto de
intersección entre la urbs y la polis, en el terreno de la familia y de la casa
de habitación. En efecto, el oikos se vincula, de una parte, con la polis, y de
otra, con la urbe, pues la familia, en tanto proveedora de ciudadanos, incide
directamente en la primera, y en tanto constructora de viviendas para la
familia, también incide en la segunda, en una íntima relación de complementariedad. De esta manera, la ciudad no sólo es el espacio de la política, del
gobierno y la ciudadanía, sino también de la economía diferente de la
agricultura.
Con todo este
bagaje, la ciudad, en tanto polis, es acogida por Occidente como coadyuvante de
su vocación racionalizadora y organizadora del mundo. En la propuesta griega,
la ciudad pierde su carácter mítico, pleno de secretos y exclusividades con
base en el poder supremo del basileus, para devolverle su carácter público, y
de esa manera hacerla accesible a los habitantes, con la categoría de
ciudadanos. Es en la ciudad donde la política se constituye como actividad
propia y el individuo define su pertenencia al conjunto social. La polis se
convirtió en el espacio donde se alcanza la plenitud de la autoridad del
Estado, la participación organizada, así como la comunión de derechos y deberes,
distintivos de la ciudadanía. La política como terreno del debate y de la
argumentación —mediante el recurso de la palabra, la retórica y el sofisma—
contó con el ágora como espacio propio y exclusivo de la misma. Al mismo
tiempo, quedó liberado lo público, entendido como terreno de lo común, frente a
los asuntos privados. Los rasgos de la polis en su proceder hacia la
democratización, cuyo fin último es lograr que el demos ocupe el mundo hasta
ahora exclusivo de la aristocracia, definen la estrecha relación entre el
individuo y la ciudad y el sentido de pertenencia con el que logra realizar su
vocación humana y, al mismo tiempo, su vocación social. Por eso, desde el
inicio, la ciudad vuelta polis está asociada a la ciudadanía, de tal manera que
quienes la habitan gozan de ese derecho, el cual a su vez es fundamento de
deberes, binomio que el mundo moderno desarrollaría ampliamente. En este mismo
sentido, la ciudad es vida, proyecto y privilegio en los que está implícita la
posibilidad de la exclusión y de alguna manera el estigma de la no pertenencia,
como ocurría con esclavos y extranjeros.
La urbe, por su
parte, hace alusión a la expansión creciente del asentamiento poblado con la
secuela de problemas derivados, circunscritos al perímetro definido por el
ordenamiento urbano, contemporáneamente potenciado por el gigantismo de las
megalópolis y sus distintas modalidades que hoy preocupan a los urbanistas.
Sin embargo, las
relaciones entre la urbs y la polis son paradójicas y propensas a ser
contradictorias, pues, al tratarse de realidades diferentes y a la vez
complementarias, conllevan potencialmente la posibilidad de tomar direcciones
opuestas. Si la polis es la ciudad por excelencia, en torno a la cual todo un
pueblo forja un derrotero "civilizador”, la urbs, por su parte, con la agudización
de sus determinaciones, se convierte en la anticiudad. En efecto, el proyecto
político de la polis, en tanto asociación de ciudadanos obedientes a la ley,
llega a verse obstaculizado por los avatares de la urbs, que permanentemente
debe adecuarse a las necesidades crecientes y a los intereses desiguales de los
habitantes. Aún hoy uno es el término para la cité, lugar del origen, la
identidad y el destino, y otro para la ville, referida al resto del espacio
generado por la urbanización.
Niveles de intensidad del concepto
Aunque el término ciudad no esté adscrito a un
cuerpo teórico específico, la denotación espacial antes señalada y ratificada
en la génesis y desarrollo de Occidente contiene la oposición entre la polis y
la urbe, a la vez que evidencia su desempeño como escenario de la acción de
distintos sujetos portadores de la racionalidad dominante, prototípicos de la
sociedad más evolucionada.
En varias
circunstancias la experiencia de la ciudad, sea Atenas, Roma, Florencia,
Venecia, Ginebra, París o Londres y contemporáneamente las ciudades de la
postindustrialización, ha sido tomada en cuenta por la reflexión teórica para articular los temas más
sobresalientes de la política y la sociedad, que en conjunto contribuyen a
definir su perfil conceptual. En la Antigüedad, en connivencia con el
esclavismo, en la experiencia de la ciudad-Estado, Platón y Aristóteles le
asignan temas como el de la ciudadanía, la política, las formas de gobierno. En
el amplio periodo de la transición del feudalismo al capitalismo, entre los
siglos xvi y xviil, con el auge de la ciudad comercial, la reflexión de Bodino,
Hobbes, Locke, Montesquieu y Rousseau, le asignan los temas del derecho, la
ley, el contrato, el estado de naturaleza, el estado de sociedad y el gobierno.
Finalmente, entre los siglos xix y xx, en el contexto de la ciudad industrial,
con la reflexión desde distintas epistemologías sobre la sociedad moderna,
destaca el pensamiento de Carlos Marx, Max Weber y Durkheim, así como el de los
pensadores que se han orientado por la óptica de la llamada sociología urbana,
como Luis Wirth, Robert Redfield, Ferdinand Tonnies, George Simmel, Henri
Lefebvre y Manuel Castells, entre otros. A la primera gama de pensamiento
derivado de la ciudad industrial pertenecen temas tan variados como la división
social del trabajo, la conciencia de clase, la dominación, la legitimidad, la
solidaridad orgánica. A la segunda, en el contexto de la ciudad postindustrial,
le es familiar la oposición campo-ciudad, comunidad-sociedad, folk-urbano y la
relación individuo-sociedad, en la tendencia a la hegemo- nización de la ciudad
sobre el campo (Lefebvre, Redfield), lo mismo que la espacialidad de las
relaciones sociales (Castells). La gran importancia de los medios de
comunicación, el ímpetu de la sociedad de masas y la aplicación de la
cibernética sugieren nuevos temas que cada vez se hacen más pertinentes al
estudio de la vida en la ciudad, como los relacionados con el imaginario, las
formas de representación y los cambios suscitados en la vida cotidiana por la
velocidad de las comunicaciones.
En toda la
extensión del concepto es evidente la herencia de la polis, con su inevitable
referencia a la acción política, en tanto ciudadanía organizada que comulga con
la constitución (Aristóteles). De ahí se deriva la ciudad como el gran
"estado de sociedad" requerido por la política (Locke). En este mismo
sentido, las distintas ópticas coinciden en que la ciudad, opuesta al campo, es
la portadora de la télesis de naturaleza "civilizadora", impuesta por
las formas más evolucionadas de la racionalidad dominante, con la fuerza
suficiente para dina- mizar la complejidad de la sociedad moderna, en cuyas
contradicciones se prefiguran los cambios de la sociedad futura. En efecto, en
todos los casos, el espacio habitado por muchos que conviven en vecindad, en
casas próximas, obliga a formas de organización a fin de sortear, de manera
consensual y legítima, distintos intereses, entre los que sobresalen el de la
participación política y el de la participación en el mercado (Weber). La
ciudad es el territorio por excelencia de las relaciones definidoras del mundo
moderno, abierto a nuevas relaciones que van de las básicas —obreros y
empresarios— a la gama de sectores medios (Tonnies). De ahí que la espacialidad
física inicial, condición para la localización de los aparatos del poder y
escenificación de la acción de los distintos sujetos sociales, se convierta en
condición de espacialidad política, en la que se produce el encuentro entre el
Estado y la sociedad, y entre éstos y el individuo en la ejecución y práctica
de la política.
Al mismo tiempo, la
ciudad es forjadora de subjetividad, tanto en el plano de los modos de vida
como en el de los derechos individuales y ciudadanos, a la vez que es
concreción de distintas formas y relaciones de poder. La libertad social,
ganada con la ciudad moderna, es de la misma naturaleza que la libertad de
empresa y de trabajo y en la que se apoyará el ejercicio de la política con
base en la libertad individual y la igualdad, en demanda de la democracia, como
derecho del demos. La soberanía del pueblo en busca de su representación y la
libre aceptación de la ley es la máxima expresión del ejercicio de la libertad
individual, que al sumarse y compartirse beneficia a cada uno en particular y a
todos en general, meta última del contrato social (Rousseau). Sobre este
sustrato de libertad se funda el poder político, cuyo ejercicio sólo es posible
entre las personas que deciden. La ubicación de la ciudad en la amplia división
social del trabajo se particulariza en ser concentradora y contenedora de todos
los recursos materiales, demográficos e institucionales, complementarios entre
sí y necesarios a la acumulación permanente de capital, como sucede en la
ciudad industrial. De esta manera, la ciudad industrial se convierte en la gran
fuerza productiva, garante de condiciones materiales, orga- nizacionales,
culturales y políticas, que al reproducirse contradictoriamente agudizan la
ambivalencia entre el progreso y el deterioro ambiental y humano (Tonnies). Al
ser escenario de las clases antagónicas, la concentración de obreros agiliza el
despertar de su propia conciencia, motor de luchas sociales y políticas que
avizoran los momentos de la revolución política. El notable crecimiento de la sociedad
industrial masificada y anónima ha permitido la proliferación de estudios
derivados de la urbanización, matriz de la despersonalización,
mercantilización, competitividad y utilitarismo, propios de la llamada
"cultura urbana” (Wirth, Simmel).
Historia,
teoría y crítica
En tanto fenómeno histórico-cultural, la
ciudad está asociada, en todas las culturas, a la sedentarización y
estabilización de los pueblos. Por eso, su origen se ubica en el neolítico,
cuando aquéllos adoptan la agricultura e inician su continuo proceso de
conformación de las instituciones y estructuración de la organización social,
tarea siempre inconclusa que perdurará con la especie y tendencialmente en
asociación con las condiciones ofrecidas por la ciudad. Al mismo tiempo, la ciudad,
en tanto espacio, recibe un nombre propio, que no sólo la personaliza y lo
ofrece a quienes la habitan, haciéndolos partícipes del gentilicio, sino que
mediante el significado de su nombre la atemporaliza, recordando el momento
primigenio, es decir, el origen de la fundación. El nombre asignado a la ciudad
es insustituible en cuanto a su papel referencial y de demarcación de un
territorio geográfico, al tiempo que da identidad a un pueblo, y gracias a su
nombre, la ciudad pasa a ser reconocida históricamente, en muchos casos con un
sentido metahistórico. La fuerza analógica del lugar, entendido como topos
totalizante en el que se espacializa la acción de los sujetos sociales,
anónimos, remite necesariamente a la noción de temporalidad. De ahí que la ciudad
en tanto espacialidad cumpla funciones en relación con el mito, la historia y
la cotidianidad.
Los rasgos del tiempo
En el mito, la ciudad es femenina porque
simboliza la madre en su papel de protectora y definidora de los límites. Los
distintos discursos no han escatimado las posibilidades simbólicas de la
ciudad, y en particular el de las religiones. Tanto en Oriente como en
Occidente, éstas han explotado con más decisión su papel simbólico, en función
de la administración de las creencias y la cosmovisión, pero, ante todo, como
referencia de sacralidad y destino. En la cristianización de Occidente está muy
bien definida una Jerusalén celestial, localizada en el mundo ultraterreno, y
otra temporal, ubicada en el acá, como dos espacios opuestos y en ocasiones en
disputa. Esta oposición la exacerbó el catolicismo durante la Edad Media para
asignarle al hombre, mas no al individuo, su carácter transitorio, semejante al
del peregrino que va de la ciudad terrenal a la celestial, donde está ubicado
el reino. La Biblia se estructura en tomo a la historia del pueblo judío que
propende por una ciudad, cuyo nombre, Jerusalén, es el que le da definición e
identidad. De la misma manera, La Meca es, para los musulmanes, la referencia
magnética en torno a la cual convergen sus creencias, con tal fuerza y vigencia
que hasta en determinadas horas del día debe ser tenida en cuenta por el
creyente para ratificar su identidad y cumplir con sus preceptos, volviendo el
rostro en su dirección en cualquier parte del mundo en donde se encuentre.
También la historia
elabora su discurso con referencia a la ciudad, pues su presencia, en
particular en el amplio periodo de la constitución del mundo moderno, ha sido
decisiva. La cultura occidental es incomprensible sin referencia a Atenas, y el
Renacimiento sin referencia a Florencia, o ¿cómo pensar en los momentos
decisivos de la modernidad sin contar con París y Londres? En América Latina,
los Estados nacionales se fraguaron en torno a ciudades, y sus capitales
guardan en sus nombres el aura del origen de la nación y el desarrollo de las
ideas y luchas políticas por la consolidación de las instituciones modernas.
Los logros económicos en sus distintas fases, lo mismo que los de la
organización político-estatal y de gobierno, así como los de la sociedad en sus
momentos de consenso o de conflicto e incluso en los momentos más extremos,
como los de la guerra, los ha escenificado la ciudad.
El tiempo cotidiano
en la ciudad, expresado en modos de vida, ha servido para evidenciar los usos
personales del mismo, el dedicado al trabajo, al descanso o al ocio, el exigido
por lo público y por lo privado, en asociación con el ritmo impuesto por la
industrialización y la sociedad de masas.
La evolución histórica
Como ya es sabido, el término ciudad es heredero
de la modernidad, ya avizorada desde la Antigüedad greco- latina. La herencia
antigua en tomo a la polis y a la urbs se conjuga en un nuevo término, la cité,
en los momentos de crisis económica de la primera Edad Media. Esta modalidad,
cuya influencia trascendía a la región y a la nación en tanto centro político,
administrativo y de defensa, sirvió de base a la administración eclesiástica en
torno a la diócesis episcopal. Paralelamente, el burgo, como sede del poder principesco y de la
asamblea, cumple con funciones administrativas y militares, presidido por el
alcalde, cuyo poder financiero y judicial le ha sido concedido por el príncipe.
Su carácter defensivo, simbolizado por la muralla, revela las escasas
posibilidades de cambio prevalecientes en este momento. Las villas localizadas
en zonas lejanas, como puntas de lanza de la colonización, se suman, de la
misma manera, a las condiciones que sirven al funcionamiento y reproducción del
feudalismo. Sólo con la irrupción estrepitosa del comercio y la defensa de la
libertad fue como la ciudad sentó las condiciones para su transformación
moderna. Relaciones sociales más complejas e intrincadas dieron origen a una
nueva economía adscrita a la ciudad, conocida como "economía urbana”,
llevada a cabo por comerciantes y artesanos, que en los momentos culminantes de
las ferias periódicas imponían su lógica mercantil. La transición del
feudalismo al capitalismo se consolida en buena medida por el papel de la
ciudad en tanto espacio de una nueva situación social y asiento por excelencia
de las clases en ascenso. El pluralismo, la libertad, la secularización, la
organización administrativa y fiscal, el uso de la letra de cambio y el
crédito, lo mismo que la corporativización de la vida económica con base en organizaciones
gremiales como guildas, clubes, cofradías, sindicatos y sus distintas formas de
representación política en un sinnúmero de instituciones municipales, con los
consabidos conflictos sociales —las pugnas entre el popolo grasso y el popolo
minuto— por el control del gobierno de la ciudad, son los rasgos sobresalientes
de la nueva situación. Al mismo tiempo, una nueva situación jurídica tendiente
a instituir el derecho urbano con base en conocidas instituciones como la
conjuratio, el consulado, la organización municipal, la comuna o el regidor
nutren la importancia adquirida por el concejo, fundamento de la autonomía
municipal. Así, la ciudad se consolida como lugar de mercado con derecho
propio, tendiente a la abolición de los derechos señoriales y rentas fiscales,
defendidas por los señores feudales.
El advenimiento de
las relaciones capitalistas en la producción se reflejó con claridad en la
ciudad. Al mercado de productos se sumó el de mano de obra, enfrentada a la
máquina y a las arduas condiciones laborales suscitadas por la
industrialización que tuvo lugar a finales del siglo xvii y comienzos del siglo
xviii; la Revolución industrial, a la que se sumaron masas ingentes de
proletarios empobrecidos, vino a modificar ostensiblemente la fisonomía urbana
de la ciudad. A este hecho material se sumó la demanda por la participación y
el ejercicio creciente del Parlamento como lugar de representación en el que se
enfrentaban sin ambages la amplia gama de intereses opuestos.
Una vez más, la
economía y la política vuelven a estar presentes en la vida de la ciudad, en
esta ocasión como componentes de la revolución social y política. Este
fenómeno, típicamente moderno, logra sus mayores alcances políticos en la
vivencia de las contradicciones ofrecidas por la ciudad. Aquí conviven los
aparatos y símbolos del Estado con los sectores sociales que, desde el
proletariado o la burguesía, demandan con urgencia el cambio social. Pese a que
desde comienzos del siglo xiii se
esbozaron en Inglaterra las demandas por los derechos, al final del siglo xvm
se vuelven a esgrimir abiertamente en la ciudad, en contra del anden regimea nombre de la revolución política (Revolución
francesa). Un siglo después, la vieja experiencia de la comuna medieval
adquiere el sentido de la lucha por la igualdad social y se intenta implantar
la comuna de París, bajo el control de la nueva clase obrera surgida de la
industrialización capitalista.
El urbanismo, una
nueva disciplina surgida de las secuelas dejadas por las revoluciones
industrial y política en el espacio de la urbe, hace su aparición en el cruce
del siglo xviii al xix. Su
propósito era darle un tratamiento "científico” a los distintos problemas
de la ciudad. El urbanismo queda consagrado en La teoría general de la
urbanización, de Cerdá, en 1867, que en adelante se convertirá en instrumento
de políticas de planificación. El espacio convertido en objeto de política
gubernamental se vuelve susceptible de manejo político, como quedó evidenciado
con las políticas urbanas de Haussman en el París decimonónico.
Un “topos”para la crítica
La contradicción implícita ente la urbs y la
polis ha sido una preocupación permanente. La búsqueda de un lugar ideal en el
que los males y las deficiencias derivadas del proceso de urbanización se
solucionen ha ocupado a los utopistas de todos los tiempos. La utopía es la
ciudad ideal que a modo de proyecto ha surgido justamente en los momentos en
que la ciudad padece el asedio de la urbe. El sentido de la ciudad ideal es el
de la crítica a la ciudad real, con la consiguiente propuesta de una ciudad en
la que quedarían resueltos todos los males. La construcción de un topos
alternativo conlleva un alto grado de elaboración espacial, a fin de mejorar
las condiciones de vida de los habitantes, que incluso no deben sobrepasar un
límite, considerado necesario para poder convivir organizadamente.
Después de la
utopía de Platón en La República y Agustín de Hipona en La ciudad de Dios,
quienes por diversas razones político-filosóficas fueron pioneros en la
propuesta de la ciudad ideal, vinieron las utopías del Renacimiento. La plena
conciencia de la crítica a la ciudad secular, acosada por el ímpetu avasallador
del comercio, incrementado al final de la Edad Media, la enarbola el inglés
Tomás Moro en el siglo xvi. Amauroto es el modelo pleno en el vivir en todos
los aspectos de la vida humana. El monje italiano Tomás de Campanella propone,
en el siglo xvi, su Ciudad del sol, organizada en círculos concéntricos con
base en el sistema planetario. Con el auge industrial, una vez más la ciudad
vuelve a resentir las secuelas de la industria implacable y sus nefastas
consecuencias en el trasegar cotidiano de la urbe. De ahí que sea en Londres
donde Roberto Owen (1771-1858) proponga en el siglo xrx una ciudad ideal
organizada en tomo a los usos básicos. Bajo la denominación de nueva armonía,
Owen propone un estilo de vida comunitario, proyecto que finalmente organiza en
Indiana, en el centro de los Estados Unidos. El francés Charles Fourier
(1772-1837), con una concepción evolutiva del tiempo, propone el falansterio,
entendido como etapa final de una propuesta de vida comunitaria. De la misma
manera, Etienne Cabet (1788-1856), en El viaje a Icaria, piensa en una manera
de vivir más acorde con las necesidades humanas con base en una planificación de la
producción y la cotidianidad, nutrida en los valores de la igualdad y la
paulatina abolición de la propiedad privada.
Líneas de
investigación y debate contemporáneo
La política y las
políticas
La perdurabilidad de la contradicción congènita entre la ciudad y la urbe ofrece una amplia
perspectiva que cobija una gama de áreas de estudio e investigación
relacionadas de diversas maneras y en distintos niveles con la acción política.
Sin embargo, esta distinción con frecuencia se evade, lo que ocasiona confusión
y dificultad en la identificación de los problemas. De ahí que sea necesario
distinguir entre la investigación dedicada a los estudios de la ciudad en
cuanto espacio de la legitimación de la política, y los estudios de la ciudad
en cuanto objeto de las políticas, generalmente provenientes del Estado y
derivadas de la ingente gama de problemas generados por la desmesura del
crecimiento urbano, que hoy se expresa con términos nuevos como "megalópolis" o "ecumenópolis”.
En el horizonte
definido por la ciudad en sí misma, como espacio de la acción política, le son
pertinentes los temas relacionados con la ciudadanía, la gobemabi- lidad, el
civismo, la participación política, la reforma política, la relación entre lo
público y lo privado, la cultura ciudadana, lo mismo que la diversidad cultural
y el comportamiento de las minorías sociales.
En el horizonte
definido por la gama de problemas derivados de la urbanización, susceptibles de
ser tratados como objetos de políticas específicas e incluso con altos grados
de especialización, le son propias las llamadas políticas públicas. En estas
políticas, entendidas como la toma de decisiones cuyo fin es tratar los
problemas de carácter público, incluso con la participación social, se destacan
las políticas urbanas en aspectos relacionados con los servicios básicos como
la vivienda, el transporte, la salud, la ecología, la recreación, la seguridad,
usualmente acompañados del adjetivo
"urbano". Adicionalmente, los estudios relacionados con la
comunicación en asociación con la cultura urbana, la cultura de masas, los
imaginarios urbanos, el tiempo libre, los modos de vida, la semiótica urbana,
el ciberespacio o la configuración de los lugares funcionales al uso masivo del
espacio urbano y la segregación del mismo en relación con las minorías sociales
ocupan el interés de los investigadores, pues finalmente son aspectos que
inciden en la elaboración de políticas públicas.
No obstante, la
imbricación de estas dos grandes dimensiones es inevitable, pues se trata de
una sola realidad, cuyos elementos están entreverados y en momentos
coyunturales se confunden.
En América Latina,
la particular manera de darse la urbanización en la región complica aún más los
estudios sobre la ciudad. En efecto, el desfase estructural entre
industrialización y urbanización genera situaciones propias, entre las que el
desequilibrio campo-ciudad se manifiesta en la incapacidad de la ciudad para
ofrecer a los migrantes las oportunidades de inserción tanto en la vida urbana
como en la vida ciudadana.
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