Velia Cecilia Bobes
Definición
La idea de ciudadanía constituye una
construcción histórica que reposa sobre una definición peculiar de la relación
entre el individuo y el Estado. Por ello, la discusión de este tema se
encuentra estrechamente vinculada con la reflexión en torno a la naturaleza y
los límites de la participación política, los derechos, las obligaciones y la
legitimidad del orden político.
La ciudadanía puede
ser definida como un conjunto de derechos y deberes que hacen del individuo
miembro de una comunidad política, a la vez que lo ubican en un lugar
determinado dentro de la organización política, y que, finalmente, inducen un
conjunto de cualidades morales (valores) que orientan su actuación en el mundo
público.
Así planteada, la
condición de ciudadanía nos enfrenta al menos con tres dimensiones que operan
simultáneamente: a) una procedimental, que se refiere al conjunto de derechos y
mecanismos para su ejercicio, constituido por un modelo de reglas, aplicadas y
reconocidas igualmente para todos (y por todos), al que se encuentra ligado
todo individuo por el solo hecho de ser un miembro de la comunidad; b) una
dimensión de carácter situa- cional (o locativa) que implica a la vez un
aspecto re- lacional. Esta dimensión apunta a un grupo de funciones a través de
las cuales los individuos se ubican en la división del trabajo político. Aquí las
interacciones entre individuos se establecen a partir del mutuo reconocimiento,
y en razón de ello los hombres pueden esperar ser tratados (por el Estado y sus
instituciones, y por los otros individuos) en condiciones de igualdad a partir
de ciertos principios abstractos compartidos que definen la autoridad y las
jerarquías; c) finalmente, existe una dimensión moral, que tiene que ver con un
conjunto de ideales acerca de la vida pública y con los valores cívicos que
orientan los comportamientos considerados adecuados o justos para la
coexistencia y la acción pública (universalismo, igualdad, libertad individual,
tolerancia, solidaridad, justicia, etcétera).
Por otra parte, la
ciudadanía es un conjunto heterogéneo de derechos legales que incluye:
a) derechos
civiles, que permiten la libertad individual (de palabra, religión, prensa,
propiedad y justicia);
b) derechos
políticos que posibilitan al individuo participar en el ejercicio del poder y
en la toma de decisiones (de voto, a ser elegido, de asociación, organización,
etc.), y
c) derechos
sociales que garantizan al individuo gozar de cierta igualdad en cuanto a la
distribución de la riqueza social a través de un mínimo de bienestar económico
y seguridad social (educación, salud, etcétera). Tales derechos constituyen un
recurso de poder de la sociedad frente al Estado, pero, a la vez, son
garantizados por el Estado, de ahí la imposibilidad de discutir la ciudadanía
al margen de una referencia a éste; además, debido a que dimanan de principios
abstractos, precisan del establecimiento de mecanismos e instituciones que den
la posibilidad real de acceder a los recursos necesarios para ejercerlos. Las
cortes de justicia y los tribunales (para los derechos civiles), los
parlamentos, gobiernos y partidos (para los derechos
políticos) y los sistemas educativo y de seguridad social (para los derechos
sociales) son las instituciones encargadas de proveer tales mecanismos.
Al mismo tiempo, la existencia de derechos implica también obligaciones, las cuales van desde el consentimiento para someterse a la autoridad estatal, pasando por la aceptación de un bien común que —dentro de ciertos límites— modera el interés individual hasta la prestación de diversos servicios a la colectividad (servicio militar, participación en los procesos electorales, etcétera).
Dado que hemos definido la ciudadanía como una construcción histórica, esta dimensión también debe analizarse. Ella refiere, en primer lugar, a la idea de que la ciudadanía no es una condición ontològica ni estática; más bien se construye a través de un proceso de inclusión progresiva y de “adquisición de poder” por la sociedad, lo cual se relaciona con la existencia de luchas y movimientos sociales que demandan al Estado el mantenimiento y la posible ampliación de los derechos ciudadanos.
En segundo lugar,
la dimensión histórica permite ubicar el surgimiento de la ciudadanía asociado
al advenimiento de la modernidad y la hace depender de los valores
universalistas e igualitarios que presidieron normativamente la modernización.
A pesar de que la
noción de ciudadanía puede encontrarse en la Antigüedad griega, su constitución
como marca de pertenencia igualitaria a una comunidad política es un resultado
de la modernidad. Los ciudadanos antiguos eran sólo los participantes en la
polis, lo cual implicaba, de hecho, una concepción muy restringida del alcance
de esta condición; esto es, la ciudadanía griega, más que resaltar la igualdad,
subrayaba la diferencia y las jerarquías, ya que excluía de su ejercicio a la
mayoría (mujeres, esclavos, etcétera).
En la sociedad
medieval, en lugar de individuos o ciudadanos, encontramos grupos cuya relación
con la autoridad y la participación en los asuntos comunes quedaba definida por
el estatus, a partir de la adscripción hereditaria y la tradición. El individuo
feudal es un súbdito, con mayores o menores derechos en función del estamento
al que pertenece.
Con la modernidad,
ocurre un acontecimiento sin precedentes que posibilita la construcción de la
ciudadanía tal como la conocemos hoy. La aparición del mercado y el predominio
de las relaciones contractuales, los procesos de secularización y
especialización funcional, industrialización, urbanización y movilidad social,
que determinaron el tránsito de la sociedad tradicional a la moderna, tuvieron
como su resultado más conspicuo el descubrimiento del individuo como la
realidad social básica.
A partir de estas
transformaciones se produce un cambio en las relaciones de autoridad
medievales, surgen los Estados nacionales y comienzan a prevalecer pautas
individualistas e igualitarias de relación.
En el proceso de
modernización, las sociedades estamentales (feudales) se convierten en
regímenes modernos de democracia representativa. Esta evolución política tiene lugar a partir de la pérdida de
centralidad del paradigma particularista y su sustitución por el igualitarismo
y el universalismo. En este proceso se destruyen los ideales que identificaban
a siervos y señores y, consecuentemente, la obediencia deja de percibirse como
determinación divina para entenderse como obligación contractual.
Con ello, se
produce la transformación del poder autoritario en poder autorregulado, el cual
descansa en la idea de una "soberanía popular” o "voluntad general”
concretada en un contrato social. Tal contrato se toma en modelo y principio
básico para la constitución de la autoridad política y en fuente de su
legitimidad.
El nuevo Estado
ofrecerá protección legal a todos los ciudadanos por igual y, ante la
desaparición de las adscripciones grupales, su relación será directa con cada
uno de los individuos, y se producirá a través de un conjunto de derechos
codificados legalmente, los cuales definirán el grado de inclusividad de la
ciudadanía.
En estas
condiciones, los individuos comienzan a definirse a sí mismos como entes
autónomos. El surgimiento del Estado-nación —que define política y
territorialmente los límites de la comunidad—, aunado a la desaparición de las
adscripciones estamentarias o corporativas como criterio de identidad, torna
problemáticas la pertenencia y la autoidentificación. La noción de ciudadanía
surge como el criterio que une a los individuos particulares en su relación con
el Estado, y proporciona un nuevo criterio de homogeneidad que permite obviar
las desigualdades (económicas, culturales, etc.) que persisten entre los
individuos.
Con la modernidad,
entonces, la nación (definida políticamente) comienza a desempeñar una función
constitutiva en la identidad individual. La ciudadanía implica un sentimiento
de membresía a una comunidad, basado en la lealtad a una civilización que se
considera una posesión común. Constituye, por tanto, una identidad que dimana
de la práctica y el ejercicio activo de derechos y, en ese sentido, trasciende
las propiedades étnicas, lingüísticas o culturales específicas.
La nueva identidad
que surge con ía condición de ciudadano es política en su naturaleza e implica
derechos de igualdad y universalidad, además de una relación directa (no
mediada por grupos de pertenencia) de cada individuo con un Estado, cuya
existencia está referida a la garantía de tales derechos.
A partir de la
noción de ciudadanía lo social queda dividido en dos dimensiones fundamentales:
lo público, como espacio del conjunto de mecanismos para tratar los problemas
colectivos, y lo privado, entendido como el ámbito de las relaciones
específicamente individuales. De esta suerte, la noción de ciudadanía se
constituye como la identidad política más general del hombre moderno, y sirve
para articular ambas esferas de la vida social. El hombre será, a partir de entonces,
ciudadano en el ámbito público e individuo en el privado, y la condición de
ciudadano regirá y definirá la relación entre los individuos y la autoridad.
Tal relación entre
el ciudadano y el Estado supone, de un lado, un individuo moral y racional
capaz de conocer sus derechos y actuar en consecuencia; y, del otro, a un
Estado que no sólo reconoce y otorga esos derechos, sino que además tiene la
capacidad de adecuar las actuaciones de los sujetos y someterlos a sus deberes
y obligaciones.
En este sentido, se
puede decir que la noción de ciudadanía adquiere una connotación sociológica
porque constituye un elemento primordial de las condiciones de la integración
social y los mecanismos de la solidaridad; pero, a la vez, el proceso de
constitución y las sucesivas ampliaciones que experimenta la ciudadanía en su
desarrollo histórico tienen una dimensión estrictamente política, a través de
la cual su discusión y análisis se relaciona directamente con el examen del
establecimiento de regímenes democráticos y el funcionamiento de los sistemas
políticos modernos.
Historia,
teoría y crítica
A pesar de que comúnmente se habla de
ciudadanía en general, éste no es un concepto homogéneo o uniforme. Puesto que
se encuentra relacionado con el carácter de la participación, los derechos
sociales, la legitimidad de los órdenes políticos y la naturaleza del Estado en
las sociedades, a partir de las diferentes experiencias históricas en que han
encamado tales procesos pueden encontrarse diferentes concepciones y formas de
ejercer la ciudadanía.
Al mismo tiempo,
puesto que la ciudadanía se define con la comprensión de lo público y el lugar
del individuo en ese espacio y frente a la autoridad, las diversas tradiciones
del pensamiento político han delineado comprensiones también distintas del
ciudadano. Más aún, si aceptamos que el modelo cívico que ha prevalecido en la
modernidad es el resultado de la fusión de tres tradiciones diferentes
—republicana, liberal y democrática—, se hace imprescindible discutir las
diversas definiciones de ciudadanía que se infieren de cada una de ellas.
En la tradición
republicana se prioriza la vida pública, la virtud ciudadana y el bien público
por encima de los intereses individuales; el liberalismo hace énfasis en el
individuo, su libertad, su carácter privado y la necesidad de una ciudadanía
que imponga controles a la acción estatal; por último, la tradición democrática
se fundamenta en la participación, la justicia y el autogobierno.
A partir de estas
diferentes tradiciones pueden deslindarse diversas formas históricas y teóricas
de comprensión y ejercicio de la ciudadanía. Puede distinguirse, entonces,
entre la visión rousseauniana radical, que insiste en la relación directa entre
individuo y Estado y, por consiguiente, comprende la ciudadanía a partir de un
ethos que considera la virtud pública por encima de los intereses privados, a
la vez que insiste en la necesidad de la educación cívica, ya que las virtudes
ciudadanas deben aprenderse y los ciudadanos deben ser educados.
Frente a ésta, se
puede identificar una visión conservadora (que parte de Burke), donde la
ciudadanía se basa en los derechos del individuo y su protección frente al
Estado.
Desde esta misma
perspectiva también puede hablarse de una ciudadanía militante (activista) y de
una civil. Más cercana a la tradición radical, la ciudadanía militante implica
ante todo la membresía a un Estado, el compromiso público y la obligación
dominante hacia éste; ésta sería una ciudadanía participativa, que entiende los
deberes como el medio normal de ejercer los derechos. A su vez, la ciudadanía
civil estaría basada
en la moderación del compromiso público, y las
obligaciones estarían dirigidas ante todo a ia asociación, lo que implica una
ciudadanía "más privada'', donde el sentimiento de pertenencia es más
hacia lo particular, y el compromiso con el Estado se condiciona a que éste
permita el ejercicio de la actividad privada. Mientras en la primera el
individuo es considerado un agente político activo y se le estimula a
intervenir en los asuntos públicos y en los procesos de toma de decisiones, en
la segunda el ciudadano es considerado súbdito de una autoridad y su libertad
se considera asociada sobre todo al ámbito privado.
Desde este mismo
punto de vista puede discutirse la existencia de la ciudadanía como status
—correspondiente a la tradición liberal individualista— frente a la ciudadanía
que se define por su ejercicio y práctica —típica de la tradición
cívico-republicana—. La primera pone énfasis en los derechos inherentes al
individuo en cuanto tal y la dignidad humana; concede la primacía al individuo
que elige o no ejercer esos derechos que le da el status, de donde resulta que
la actividad política es una opción individual. La segunda es una concepción
basada en la participación (ejercicio) y, por lo tanto, destaca los deberes. La
definición del ciudadano se condiciona a la pertenencia a una comunidad
política; los lazos interindividuales se basan en una forma de vida compartida
y su libertad implica la coincidencia del deber y el interés individual. Aquí,
la ciudadanía, más que un status, es una práctica, es activa y pública y, para
esta tradición, la contradicción entre el interés público y el privado es
inconcebible.
Entrando en una
dimensión que aluda a los procesos históricos de su constitución, también es
posible hacer una distinción entre las ciudadanías activas y las pasivas. Las
primeras se forman "desde abajo” a partir de las instituciones
participativas localizadas en la sociedad y como resultado de las luchas
sociales y de las demandas (de la sociedad al Estado) de ampliación de derechos
y mayor inclusión. Las ciudadanías pasivas, por su parte, se constituyen desde
arriba vía el Estado, por efecto de la acción estatal, frecuentemente como
resultado de la llegada al poder de élites interesadas en otorgar más derechos
o en convertir a una mayor cantidad de individuos en sujetos de los ya
existentes.
Por tanto, la
existencia de diferentes caminos hacia la constitución de los regímenes
democráticos, así como los principios que predominen en la organización del
espacio público, influyen directamente en las características y el tipo de
ciudadanía que prevalece en un país y en cada época.
Históricamente, la
constitución de la ciudadanía se ha entendido como un proceso evolutivo desde
la codificación de los derechos civiles, pasando por los políticos, hasta los
sociales (Marshall, 1965), proceso que abarca desde el siglo xvm hasta el xx.
Durante el siglo
xvm se instauran los derechos civiles (habeos corpus, libertad de trabajo,
abolición de la censura, libertad de prensa y palabra, etc.). Ésta es la
historia de la adición gradual de nuevos derechos que marcha pareja a la
universalización de la libertad.
Los derechos
políticos se codifican y generalizan a lo largo del siglo xix. Como éstos sólo
pueden aparecer cuando ya se han asentado los derechos civiles, no se trata
propiamente de la aparición de nuevos derechos, sino de la extensión de los antiguos a nuevos
sectores de la población. Hablamos de la extensión del sufragio, del derecho de
libre asociación y reunión y de todas aquellas prerrogativas que hacen posible
extender la libertad e igualdad al ámbito de la participación en la toma de
decisiones políticas.
Los derechos
sociales entran a formar parte de los derechos ciudadanos durante el siglo xx.
Tales derechos dimanan también de la extensión de la ciudadanía y la igualdad
(en este caso al campo de lo social), y su ejemplo más claro puede encontrarse
en el derecho a la educación. Dado que los derechos ciudadanos están diseñados
para ser ejercidos por personas racionales e inteligentes, la educación ha
llegado a considerarse como un requisito de la libertad civil; por
consiguiente, en la actualidad la educación no sólo es un derecho que el Estado
está obligado a proveer, sino que ha sido codificada como una obligatoriedad
(deber). Estos derechos se convierten en servicios que ofrece el Estado; en ese
sentido, tratan al ciudadano como consumidor y están dirigidos a mitigar las
diferencias y a conseguir la mayor igualdad posible.
Esta concepción de
Marshall, orientada a relevar la tensión permanente que existe entre la
igualdad ciudadana (jurídica) y la existencia de diferencias de clase
(económica) en la sociedad capitalista, ha sido criticada desde diversas
perspectivas; la más conocida es aquella que apunta su visión evolucionista, lo
que implica una explicación demasiado simple y cronológica de la aparición de
nuevos derechos; además, al estar basada en la historia europea
(fundamentalmente de Inglaterra y Francia), no atiende suficientemente a la
formación de ciudadanías en contextos diferentes y, en consecuencia, no
contribuye a entender otros procesos históricos de constitución o ampliación
del concepto de ciudadano.
Tal es el caso de
los países de América Latina, en los cuales el proceso de formación ciudadana
ocurre en la mayoría de los casos en contextos revolucionarios, lo cual implica
que se trata de ciudadanías formadas desde arriba vía el Estado.
Particularmente en
México, la constitución de ciudadanía ha sido analizada desde la perspectiva de
subrayar la complejidad de la difusión, por parte de las élites, de los
principios de igualdad y libertad en el marco de un país donde aún no se había
logrado la consolidación del Estado nacional y en una circunstancia en la cual
las relaciones patrimoniales, clientelares y caudillistas predominaban en
vastas regiones geográficas y en numerosos ámbitos de relación (Escalante,
1992).
A últimas fechas,
los debates en tomo a la ciudadanía en México han estado vinculados a la
discusión en tomo a la democracia (el Estado de derecho y los derechos
humanos), el fortalecimiento de la sociedad civil, la reforma del Estado, la
participación política y el pluralismo (étnico y cultural), además de la
formación de una cultura política democrática y participativa.
El estudio de los
numerosos movimientos sociales y las formas de acción colectiva con sus luchas
recientes enfocadas a la necesaria participación de la sociedad en los procesos
de democratización, así como sus demandas por aumentar los controles sobre el
poder del Estado, constituye uno de los estímulos mayores para el auge de las
reflexiones sobre la ciudadanía en el México contemporáneo.
Líneas de investigación y debate contemporáneo
De manera general, el debate actual en torno a
la ciudadanía se encuentra relacionado estrechamente con algunos de los temas
decisivos de la sociedad finisecular.
Junto a las
discusiones acerca de definiciones más precisas e históricas de la ciudadanía,
se encuentra hoy sobre el tapete el problema de la globalización económica y el
establecimiento de una economía globali- zada. En tal contexto surge la
cuestión de si es posible construir una noción "global” de ciudadanía que
funcione como contraparte política de la economía global y cuáles serían los
principios que podrían presidir esta construcción.
El crecimiento de
las migraciones entre Estados y el resurgimiento de los nacionalismos y las
adscripciones comunitarias y locales son otros asuntos que se encuentran en el
centro de la problemática ciudadana en nuestros días.
Por otra parte, el
debate acerca de la ciudadanía se torna aún más problemático en contextos
pluriétnicos y multiculturales, donde existen movimientos que reivindican sus
pertenencias particulares y demandan una forma de ciudadanía que reconozca y
legitime la heterogeneidad cultural, así como la codificación
de los derechos que posibiliten ejercerla.
Por último, existe
una tendencia en el debate que pugna por radicalizar la ciudadanía y sus
principios fundamentales, lo que significaría extender los derechos ciudadanos
a ámbitos de la vida cotidiana y redefinirlos en términos que ayuden a una
ampliación de la democracia y la participación. Para ello, sería imprescindible
extender los principios de libertad e igualdad a un número mayor de relaciones
sociales, al ámbito de las demandas particulares de los diferentes grupos y sus
identidades específicas (raza, género, identidad sexual diferente) y legitimar
—a través de derechos codificados— esta pluralidad.
Tal concepción de
la ciudadanía demanda la reformulación de las nociones de igualdad y justicia
en términos de mayor complejidad, que posibilite el reconocimiento de la
diversidad de bienes y sus significados sociales para los diferentes grupos. De
lo que se trataría es de incorporar una discusión que cuestione el carácter
monolítico y uniforme en que el Estado ha venido tratando a la ciudadanía, lo
que significaría reconocer otras fuentes de autoridad (no sólo el Estado
central) que permita a las minorías superar la coerción de las mayorías.
BIBLIOGRAFÍA
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