Fernando Díaz
Montiel
Definición
En el análisis social, el concepto opuesto al
individualismo se denomina colectividad porque el término colectivismo está
reservado para la apropiación y manejo de los medios de producción en una
sociedad comunista, de acuerdo con el esquema soviético y de la República
Popular China, por mencionar dos de los ejemplos más conspicuos.
Al ser la
colectividad un concepto contrario, y complementario a la vez, del
individualismo, con frecuencia intelectuales de la talla de Michel Crozier, F.
A. Hayek y Raymond Aron se han referido a él como un concepto residual, en el
que cabe todo aquello que no está reservado expresamente para el individuo,
según la fórmula del principio de subsidiariedad, en el cual la colectividad
resuelve tareas y asume compromisos que por su magnitud no pueden emprender los
individuos, como la vigilancia policiaca, la defensa nacional y eventualmente,
las extemalidades del mercado, como son imponer restricciones al deterioro del
medio ambiente, las negociaciones interestatales en el contexto de la
globalización económica y la integración en bloques supranacionales.
Corresponde a
Norberto Bobbio hacer la distinción de la colectividad como un organicismo,
denominación con que también se refirió Aristóteles al "todo que es
anterior a las partes” y al interés colectivo, que es el que se discute,
formula y se asume como compromiso en el ágora de la polis. Para Norberto
Bobbio, el organicismo no es un concepto residual sino holista, es decir,
totalizador. Siguiendo a Benjamin Constant, establece que el organicismo es
antiguo (vinculado a la democracia), mientras que el individualismo es moderno
(vinculado al liberalismo). Mientras el organicismo considera al Estado como un
cuerpo grande compuesto por partes que concurren cada una de acuerdo con su
sentido y en relación con la interdependencia con todas las demás para la vida
del todo, y por tanto no concede ninguna autonomía a los individuos, el
individualismo considera al Estado como un conjunto de individuos, como
resultado de su actividad y de las relaciones que se establecen entre ellos.
Una de las
concepciones más coherentes de la supremacía del organicismo (colectividad) es
la que considera al Estado como totalidad anterior y superior a sus partes, que
no puede permitir algún espacio de independencia absoluta a la acción
individual, ni tampoco aceptar que la satisfacción del interés individual
subordine o dañe el interés colectivo. A este respecto conviene precisar que:
1. Aquí no se
supondrá, como lo hacen imperceptiblemente un número considerable de
politólogos, que el organicismo es sinónimo del Estado nacional o, lo que es lo
mismo, que el interés colectivo se confunde con el interés del Estado y mucho
menos con la razón de Estado.
2. Por no evitar esa
confusión conceptual se incurre en la funesta consecuencia de fortalecer la
oposición entre individuo y Estado, cuando en realidad se trata de una
oposición (o coincidencia, en su caso) entre interés individual e interés
colectivo.
3. Como distingue
Alain Touraine en sus últimas investigaciones sobre la democracia, las partes
prota- gónicas de la acción histórica son no sólo el individuo y el Estado,
sino ante todo la sociedad política, esfera en la que se negocia, disputa,
equilibra y se llega a un vasto acuerdo sobre el interés colectivo, que se
establece como equidistante tanto del interés individual como de la razón de
Estado.
4. Justamente, la
objeción de Alain Touraine apunta a subsanar el error que depositaba el interés
colectivo en el gobierno o Estado en detrimento de la política como el espacio
por antonomasia de la pluralidad de representación de intereses, que son
siempre sectoriales o individuales.
5. El gobierno o
Estado es el depositario de la summa potestas, la soberanía definida por Jean
Bodin, y es el garante de la cohesión de los individuos y del fortalecimiento
de las instituciones; pero no puede suplantar al arte de la política en tanto
que éste es el acuerdo de todos los intereses por oposición al interés de cada
uno; es la existencia de intereses individuales lo que dota de sentido al
interés colectivo y a la racionalidad estatal. Se establece así una tríada
política cuya interrelación determina los acuerdos asumidos, ya sea por la
coerción o por el consenso.
6. Los términos
interés público e interés colectivo son sinónimos, en el entendido de que la
aporía entre vida privada-vida pública es otra vía de acceso a la temática del
individualismo y la colectividad. Pero el interés público o colectivo no puede
ser sinónimo del interés nacional, pues éste involucra aspectos vinculados con
la doctrina de seguridad nacional, el nacionalismo o la geopolítica.
7. Por supuesto, la
colectividad es sinónima y necesariamente está contenida en el interés
colectivo; por tanto, se preferirá hablar de interés colectivo en lugar de
colectividad, en gran medida porque éste es el término de uso corriente en las
investigaciones contemporáneas que tratan el tema.
Historia,
teoría y crítica
El gran cuestionamiento de la actualidad es si
la democracia como sistema procesal de determinación del equilibrio entre
interés colectivo e intereses individuales ha dejado de ser el método político
que define la participación. La agenda es explorar cuál es el alcance objetivo
de la democracia y sobre todo determinar los puntos de equilibrio institucional
entre el interés colectivo y los individuales, y sus efectos en la clase política.
El replanteamiento
de la democracia debe distinguir entre el proceso clásico que le dio origen y
el proceso real, actual, de su construcción y permanencia.
Las formas bajo las
cuales se presenta la democracia están definidas por las modalidades de participación
de los grupos sociales y su equilibrio. Se habla, entonces, de "grados de
participación", diferenciándose entre grados óptimos y no óptimos. Al
respecto, Jürgen Haber- mas se encuentra entre los autores que rechazan que la
cualidad efectiva de la democracia sea la participación ciudadana, tampoco acepta que esa
participación pueda ser fundamental para los vínculos políticos, porque en el
marco de la participación la doble tipología de la democracia (óptima, no
óptima) oculta la participación real de la sociedad. Habermas parte de una
reflexión básica: la participación es sinónimo de autodeterminación. La
decisión y la voluntad caracterizan a los hombres libres. Los recursos de la
autodeterminación son la voluntad individual y la colectiva. En el contexto de
la larga transición de los sistemas políticos, la autodeterminación plantea un
dilema: elegir entre salidas democráticas o autoritarias, lo que supone decidir
entre participación como producto o como resultado del equilibrio.
El Estado nacional establece
y objetiva los límites de la participación consciente, que se expresa en una
correlación de fuerzas en un marco determinado por "reglas del juego"
que tiene como fin buscar equilibrios. En la forma clásica, la red del sistema
democrático estaba asegurada por las formas jurídicas, por el imperio de la
ley. El concurso del pueblo se había institucionalizado, lo que suponía que los
intereses de la burguesía se habían "identificado" con los del
pueblo, unlversalizando de esa manera sus intereses, difundiendo su hegemonía.
Actualmente, en presencia de una modificación pragmática tanto del contenido
como de la forma de la democracia, al grupo dominante le resulta más difícil
continuar identificando su interés como el interés colectivo. En otras palabras,
ésta es una etapa intermedia y transicional entre el Estado liberal y el Estado
social (que ya no es el viejo welfare State), en la que la disputa en torno al
interés colectivo determina el tono de la agenda de discusión pública.
El interés
colectivo en el marco del welfare State suponía el equilibrio entre la
participación, la distribución y la producción, de tal manera que se
amortiguara la desigualdad creciente a través de intentos redistributivos. Esta
intervención funcional implicaba prácticas de planeación y disposición de los
recursos. Pero generó su propia contradicción al politizar a la sociedad civil
y su marco jurídico, dándose una conversión del derecho privado en favor del
derecho público, y la autonomía privada se desplazó al dominio público, trastocando
e¿ orden en la esfera particular. Por tanto, se confundió la zona privada con
la zona pública, modificando las garantías privadas en garantías sociales. Esta
modificación se dio en un marco capitalista y se expresó en su sistema jurídico
que contribuyó a disolver la legalidad del Estado liberal tradicional.
Al acentuarse la
intervención liberal se consolidó la presencia del gobierno, específicamente
del Poder Ejecutivo. És.e tendió a desplazar tanto al Poder Legislativo como al
Judicial, al tiempo que reflejó la integración del individuo en los grupos de
presión o de interés. Ésta fue una integración similar a la de la sociedad por
el Estado. En esta vorágine aparecen nuevas formas de participación política, y
los partidos se ven rebasados por la actividad de los grupos de presión que,
aun cuando representan intereses sectoriales, con frecuencia llegan a
apoderarse de la definición del interés colectivo. Al mismo tiempo, al ser
absorbido por el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo se apolitiza, se
esteriliza su capacidad mediadora y deja de ser el espacio por excelencia en el
que se forjaba el interés colectivo. De acuerdo con Habermas, esto fue posible
porque la norma jurídica que garantizaba el individualismo y el Estado liberal se constituyó en garante de la forma de
participación de ios grupos de presión.
Todo este proceso
de redefinición neutraliza políticamente al individuo y a la sociedad civil, en
tanto que en la etapa de transición quedan a merced de los grupos de presión.
En este ínterin los individuos refuerzan su tendencia al apoliticismo, y la
sociedad civil es desarmada de su carga valorativa y de los proyectos de
modificación del proyecto histórico y del interés colectivo. Más aún, en esta
etapa de transición, el Estado ya no garantiza ni sirve a los efectos
libertarios porque los centros de poder y de mediación, los "nuevos
legisladores”, son los grupos de presión apoyados en el aparato tecnocrático,
cuya racionalidad instrumental les permite un predominio en la orientación, sentido
y alcance de la transición.
También se ha
modificado el carácter de clase de los partidos políticos para convertirse en
órganos estatales que deben cumplir con ciertos requisitos y funciones del
Estado. Así, los partidos ya no son de masas, sino instrumentos que justifican
las decisiones. Antes, los partidos encuadraban a militantes y representaban
sus intereses de clase; ahora integran internamente a grupos de presión o
interés. Frente a los partidos políticos de individuos o de clase están ahora
los "partidos inte- grativos”.
Entre los peligros
y las alternativas que el proceso de transición determina destacan:
1. Al modificarse
las formas de participación, el viejo principio de que el Estado representa al
pueblo, es decir, al interés colectivo, pasa a ser una utopía (los críticos más
acerbos afirman que es "una mentira piadosa”).
2. Se asiste a un
"desarme moral" de los individuos y grupos sociales, que se ven
obligados a buscar mecanismos sociales escapistas que reflejan el desencanto,
al pulverizarse los premios y las recompensas consagrados, y al no renovarse
las expectativas.
3. Se acrecienta la
tendencia autoritaria que favorece la despolitización y la neutralización.
4. El Estado ha
tenido éxito en desmovilizar a las masas, convirtiéndolas en "mayorías
silenciosas”, impotentes para incidir en el curso y la orientación del interés
colectivo.
Líneas de investigación y debate contemporáneo
El gran sueño de la mentalidad iluminista fue
arribar a un orden social racional, libre, igualitario y, por encima de todas
las cosas, sin conflicto: la superación y la resolución de todas las
contradicciones según el epítome hegeliano. En efecto, la superación de las
contradicciones sólo era posible a través de la articulación de una voluntad
general que unificara los diversos intereses individuales, los cuales
terminarían por subsumirse en la dialéctica de la totalidad.
Si el conflicto
cesa, desaparece no sólo la justificación del Estado, sino también el concepto
de lo político en tanto expresión consciente de una situación asimétrica. Si no
hay voluntades contrapuestas, las instituciones políticas dejan de tener
sustancia. Ya no son las instancias de mediación o de ejercicio de lo que Max
Weber denominó el monopolio de la violencia legal. La sociedad que supera el
conflicto es aprehendida inmediatamente porque se eliminan las opacidades que
mediaban la aprehensión de las relaciones vitales. Se difumina así la ideología
como deformación del conocimiento; es decir, como la protección del interés
particular frente a los intereses generales. La sociedad donde no existe
conflicto, según la escatología hegeliano-marxista, sería una sociedad sin
intereses particulares, sin ideología, autognoscible, racional y solidaria
hasta el absoluto.
Como utopía, la
sociedad posconflicto sigue teniendo un encanto irresistible. Aún no hay otra u
otras utopías que superen su prestigio. Pero lo que se derrumbó
estrepitosamente fueron los medios "revolucionarios” (en el sentido de
transformaciones súbitas, radicales, totales), así como el sujeto histórico
(portador del interés colectivo) privilegiado para llevarlo a cabo. En el caso
del paradigma nuirxista, ese sujeto fue la clase obrera. Este sujeto histórico
se abocó a la lucha de clases tanto por la vía de la superación del conflicto
en la producción (plusvalía-explotación) entre obreros y empresarios como en la
escena política a través del conflicto entre partidos políticos burgueses
versus partidos políticos proletarios.
La lucha entre
capitalismo y socialismo emergió del conflicto central del siglo xix como
corolario de las revoluciones industrial, liberal y republicana (francesa) y
del nexo iluminista entre la filosofía idealista y las nacientes ciencias
sociales. El conflicto por definir el interés colectivo se nutrió de la
explosión contradictoria de privilegios aristocráticos, prejuicios raciales,
negativa de prestaciones laborales, concentración de la riqueza, colonialismo y
corporativísimo de los derechos público y privado. Los hombres del siglo xrx
tenían ante sí, ni duda cabe, una realidad de injusticias visibles y concretas.
La distancia que media desde aquellos-días hasta el momento actual revela la
superación de muchas de aquellas contradicciones, pero también muestra la
sublimación de las relaciones asimétricas, el descubrimiento de su complejidad
ontológica y de su praxis y, por extensión, la dificultad para identificar el
interés colectivo.
La elaboración
científica de la hipótesis entre el Estado y lo político, determinante para
imponer el interés colectivo, y su efecto en otras relaciones pasa por la
intencionalidad alternativa que permita superar la aporía irresistible de la
relación asimétrica, con su corolario de opresión y sujeción de un actor sobre
otro. Hasta ahora esta aporía se ha intentado resolver por conducto de:
1. La crítica de la
política como opresión estatista (ver- siórí antiestatista del viejo marxismo).
2. La primacía de
la política y su autonomía relativa, que desemboca con frecuencia en autonomía
absoluta (versión estatista del viejo marxismo).
3. La ilusión neoliberal
del decaimiento último del Estado y la política.
4. El realismo de
la ingobernabilidad.
Para destrabar la solución de la aporía del interés colectivo se debe plantear la “deslocalización exclusiva" del Estado, en el entendido de que desde que hay relación entre gobernantes y gobernados, o entre clases sociales, sexos, mayorías y minorías, razas, etc., hay política por la relación asimétrica.
De la misma manera,
se debe "desformalizar implícitamente” lo que equivale a evitar la
simplicidad de la racionalidad clásica del conflicto político para adscribirse
a la inteligibilidad del desorden y por ende de la racionalidad compleja.
En este contexto,
debe acotarse que el interés colectivo parece todavía dominado por ios modelos
de orden que se localizan en los diferentes acercamientos de la
ideología-imposición y en el reduccionismo clasista de lo político, definidos
precisamente por el modelo tradicional de las clases sociales. Sin embargo, la
crisis en su máxima expresión de agotamiento (y, por ello mismo, de renovación)
hace emerger modos complejos de formas políticas que no pueden abordarse desde
las variadas perspectivas lineales del poder, tales como la despolitización, la
atomización de la sociedad, el corporativismo auspiciado por el Estado, la destrucción-reconstrucción
de la sociedad civil, la privatización de intereses, la parcelación de los
estratos sociales, y un sinnúmero de nuevos puntos de conflicto y confrontación
que han presionado por decisiones y análisis desde y hacia lo que Michel Foucault
denominó la micro física del poder.
Los puntos de
confrontación han ido constituyendo revoluciones silenciosas o imperceptibles
contextos de reconstrucción de la malla social del poder. La reconstrucción de
la microfísica del poder impide asumir la crisis estatista de la política y de
la definición del interés colectivo como simple crisis de gobernabilidad en el
sentido de administrar el descontento clientelista.
Por otra parte, la
crisis de finales de la década de los setenta en las sociedades posindustriales
marcó el fin de una época histórica: el socialismo y su modelo de
transformación apuntalado por la función histórica del proletariado (la
contradicción principal se situaba en las relaciones de explotación económica)
y en un modelo de "toma del poder” unificado como toma del poder del
Estado.
Mientras que en el
siglo xix la polarización política aglutinó las contradicciones asimétricas en
los bandos conservador-liberal, monárquico-republicano, fisiócrata-
industrialista y liberal-conservadurismo versus social- comunismo, en la cual
la disputa por la definición del interés colectivo fue asumida en términos
"macro” y con sujetos protagónicos, en la actualidad también concurren a
la definición del interés colectivo individualidades, movimientos sociales y
organizaciones no gubernamentales, así como empresas multinacionales y los
nuevos actores que protagonizan la mundialización o globalización económica.
Pero la política
también es un horizonte de sucesos y prácticas reales, datados históricamente.
De ahí el imán poderoso de los nuevos desafíos de liberación y disputa, que
exigen el replanteamiento de las contradicciones binarias como lo
subjetivo-objetivo, lo racional-irracional, lo público-privado, hombres-mujeres
y la actividad- pasividad, esto último en términos de lo expresado por Viviane
Forrestier en el sentido de que antes se explotaba al trabajador y ahora ni
siquiera tiene acceso al trabajo.
Estas
contradicciones binarias influyen en la determinación del interés colectivo,
superando ampliamente los supuestos bajo los que se desarrollaba el conflicto
entre burgueses y proletarios (socialismo real) o con su concertación (Welfare
State).
La reflexión sobre
el nuevo horizonte político debe considerar que el movimiento obrero
(conservando su papel primordial en la lucha por mejorar las condiciones de
vida y de igualdad económica) ya no es el portador exclusivo del interés
general en función de su lugar central en la lucha política. Los obreros son
sólo uno entre los múltiples sujetos sociales.
Es evidente que la
pérdida de centralidad del sujeto revolucionario genera un problema concreto de
pérdida de identidad y de símbolos políticos, que conduce a un desfasamiento
entre partidos políticos con ofertas políticas atinentes a las contradicciones
centrales del siglo xx (liberalismo, democracia-cristiana, socialismo,
comunismo) y la composición social del electorado que ya no se identifica con
esos referentes. La pérdida de las señas de identidad probablemente explique la
volatilidad del voto de los trabajadores, quienes actuarían siguiendo su
cálculo utilitarista, apoyando en forma errática a gobiernos conservadores o
socialistas, o por el contrario, asumiendo actitudes de escepticismo y cinismo.
Por su parte, y en
el mismo orden de ideas, la transformación del capitalismo no correlaciona,
como se auguraba, la expansión de la producción con el fortalecimiento de la
clase proletaria. En todo caso, las nuevas tecnologías han contribuido a la
destrucción de la autonomía del movimiento proletario en la fábrica y, por
extensión, han afectado su lugar protagónico como clase social. De ahí que el
trabajo como valor y práctica no cimente ya la "conciencia de clase” ni la
identidad obrera ni la clase proletaria misma ni sus fronteras (donde comienza
y donde termina), así como tampoco sus opciones inmediatas y sus alternativas
históricas. En consecuencia, el proletariado no puede ser más el centro, el
sujeto histórico protagonista, el paradigma del interés colectivo.
Frente al
desdibujamiento de ese paradigma, y desde la perspectiva de la microfísica del
poder de Michel Foucault, las fábricas son
administradas bajo esquemas multinacionales y comportan alienaciones de corte
tec- nocrático que condicionan la impenetrabilidad de las relaciones de poder
y, por extensión, del interés colectivo. El poder político se queda sin sujeto
visible, tiene una legitimidad esencialmente funcional, no pertenece a un
sujeto personal sino a la función que el individuo desempeña en el organigrama
de la empresa o en la institución del Estado. El poder impenetrable y anónimo no puede "tomarse" bajo los
procedimientos decimonónicos. No es una variable independiente que pueda
aislarse (en el antiguo lenguaje, los medios de producción o el Estado como
instrumento) porque la asimetría es global, está en todo el sistema.
Esto obliga a
replantear las estrategias de conquista y domesticación del poder político y,
por ello mismo, de la disputa por influir hegemónicamente en la definición del
interés colectivo. Cuando el poder político es impenetrable, es anónimo y es
impenetrable su sujeto, es, por definición, poder político que no puede
"tomarse”. Al no existir identidad del oponente se pierde la capacidad de
agregación y consistencia de la fuerza opositora. Se disuelve su capacidad de
conducción, su perfil altamente racional y programático. Por esto es tan
importante la reflexión sobre la ingobernabilidad no sólo en términos estatales
sino también en los núcleos de poder que aspiran a la incidencia en las
decisiones globales o particulares. La sociedad civil, entendida como
dispersión de grupos y prácticas no homogéneas, adquiere toda su vigencia en
este concepto.
No hay una causa o
utopía que ligue horizontal y verticalmente la dispersión de los conflictos y
de las dinámicas de los movimientos sociales. Las disputas sobre cuestiones
urbanas, ecología, escrituración de tierras, seguridad pública, drogadicción,
sida, comercio ambulante, no tienen columnas de vertebración por más que se les
intente meter forzadamente en el viejo residuo de la lucha por la democracia o
la justicia. Éstas pueden ser salidas en falso porque implican "todo y
nada”; es decir, no tienen suficiente fuerza argumentativa ni enganche real
entre los grupos sociales.
En síntesis, el
lugar privilegiado del interés colectivo ha desbordado el "triángulo
organizacional”: Estado, partidos, sindicatos, para extenderse hacia otra zona
más amplia que el Iluminismo había obnubilado. De ahí el imperativo de
redefinir el interés colectivo en su alcance y límites.
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