Jacqueline Peschard
Definición
Por comportamiento
electoral entendemos una conducta que vincula a la población con el poder, es
decir, a la sociedad con el Estado y que se manifiesta a través del voto. En
cuanto esfera particular del comportamiento político, el comportamiento
electoral se caracteriza por su naturaleza institucional y convencional, pues
está definido en tiempo y lugar por una serie de reglas establecidas y
estandarizadas. Los electores normalmente votamos en la circunscripción o
distrito de nuestro domicilio y sólo lo hacemos cuando y con la periodicidad
que marcan las leyes electorales.
El voto es el acto
político más importante en las sociedades democráticas en las que la fuente
última y fundamental del poder reside en la voluntad de los ciudadanos, que son
los que determinan quiénes y con qué proyecto político acceden al poder y
conforman la representación nacional. El voto tiene, entonces, la función de
legitimar al gobierno, de darle una base de consenso, pero al mismo tiempo
sirve para poner límites a los líderes políticos que deben someterse cada
cierto tiempo al escrutinio de los ciudadanos para maximizar su posibilidad de
ser reelectos. El sufragio cumple también una función de control político, en
la medida en que ofrece canales institucionales para la manifestación de
demandas, preferencias e incluso disensos y, desde luego, para el cambio
pacífico de las élites gobernantes.
El voto es el
derecho político más extendido y equitativamente repartido, pues todos los
ciudadanos lo poseen y éste tiene siempre el mismo peso, independientemente de
la posición social o económica del individuo que lo emita. De ahí que se
reconozcan de manera generalizada tres principios básicos del sufragio: 1) la
universalidad del acceso, 2) la equidad de la influencia, y 3J el carácter
privado de la emisión, los cuales pueden resumirse en el principio de "un
hombre, un voto”.
Historia,
teoría y crítica
A partir de que en el curso del siglo xix el
sufragio dejó de ser censitario, es decir, de depender de la posesión de cierta
riqueza o propiedad, para convertirse en universal y secreto, con el propósito
de liberar al individuo de presiones de parte de las corporaciones o
comunidades de pertenencia, surgió el interés por identificar los factores que
determinan las inclinaciones o preferencias del votante anónimo. Conocer las
razones por las cuales los ciudadanos participan o no en las contiendas
electorales y por qué otorgan su voto a uno u otro candidato o partido político
se convirtió en el tema central del análisis electoral no solamente para
académicos e intelectuales, sino para los propios actores políticos.
El comportamiento
electoral no es una conducta autónoma o aislada, sino que se explica como part(e
del sistema político en el que ocurre. Hay una diversidad de factores que
inciden'en el comportamiento electoral y que son de dos grandes categorías: 1)
los factores de tipo más estable o permanente que dan lugar a ali
neamientos partidarios más o menos durables, y
2) los factores de tipo coyuntural o de corto plazo, que actúan en el momento
de la elección junto con los factores de largo plazo y que tienden a modificar
dichos alineamientos (Miller y Shanks, 1996).
Los factores que
inciden en el largo plazo sobre el comportamiento electoral son de tipo
jurídico, socioeconómico y demográfico, así como cultural. Las disposiciones
que reglamentan el ejercicio del sufragio son cuestiones técnicas que acotan o
perfilan la conducta del electorado, pues al definir desde el método para
traducir los votos en escaños, los requisitos de elegibilidad o las fronteras
de la demarcación electoral, agrupan de cierta manera a los contingentes de
ciudadanos que los partidos se disputarán en la lid electoral. Estos elementos
revelan concepciones que una sociedad tiene sobre el sufragio y el papel que
éste desempeña. Así, un tablero electoral es diferente si tienen derecho a
participar partidos políticos de cobertura nacional o sólo de alcance regional,
si el voto es obligatorio o no, si hay facilidades para el empadronamiento o
no, si se vota en lugares cercanos al domicilio del elector (voto domiciliario)
o en centros de votación donde se concentra un cierto número de casillas con el
propósito de facilitar la logística electoral.
Los factores
socioeconómicos han estado tradicionalmente asociados a los mapas del
comportamiento electoral en buena medida porque éstos estuvieron en la base de
la constitución de los partidos políticos. La clase social, la región y la
religión fueron las principales divisiones que dieron lugar a la formación de
los grandes partidos políticos en Europa (Rokkan, 1970), y por tanto a los
referentes fundamentales de las preferencias electorales. Hay variables
demográficas (la edad y el sexo) y socioeconómicas (la educación, la ocupación,
el ingreso) que han probado tener influencia sobre el voto de manera reiterada,
lo cual resulta comprensible porque determinan la situación social, objetiva,
del votante. De ahí que por regla general voten más los ciudadanos con ingresos
y niveles de escolaridad altos, mientras que los jóvenes y las mujeres suelen
hacerlo en menor proporción, en el primer caso porque las elecciones son
procesos definidos formalmente y en el segundo porque las mujeres han estado
marginadas de la vida política.
La cultura, que es
el conjunto de símbolos, valores y creencias que dan identidad a una comunidad
social, incide también en el comportamiento electoral en la medida que conforma
visiones del mundo que se arraigan y transmiten de generación en generación y
se vuelven duraderas dentro del imaginario colectivo. La cultura política
dominante en una sociedad es un terreno fértil en el que florecen actitudes y
conductas hacia las instituciones y los procesos políticos y que se expresan en
cierto comportamiento electoral, efe suerte que en sociedades con una fuerte
tradición plural y competida los ciudadanos son proclives a sentirse
políticamente activos, es decir, a buscar influir en la orientación de las
políticas públicas a través del voto, mientras que ciudadanos en contextos
autoritarios suelen concebirse como poco eficaces políticamente hablando.
Los factores de
tipo político pueden ser estables o coyunturales. Cuando hablan de las formas y
grados de implantación de los partidos en la sociedad (redes clientelares o
corporativas, identificación ideológica o programática) rebasan la temporalidad
de una elección, es decir, son elementos que conforman identidades partidarias
asentadas y con cierta perdurabilidad.
Los factores
políticos de tipo coyuntural que repercuten en el comportamiento electoral
abarcan desde la oferta concreta de candidatos y sus partidos, las modalidades
de la campaña electoral, los grados de compe- titividad a lo que está enjuego
en la elección (la transmisión del poder, la transformación de un régimen, la
remoción de un gobernante), es decir, son elementos que caracterizan a cada
contienda y que pueden afectar o alterar las inclinaciones electorales más
recurrentes. De tal manera, una elección general alienta una mayor
participación de los ciudadanos que una intermedia y lo mismo sucede cuando se
trata de una lid particularmente competida. Cuando alguno de los partidos ha
estado un largo rato en el poder, la aparición de una nueva fuerza opositora
suele desdibujar el alineamiento o acomodo partidario tradicional, y algo
semejante sucede cuando aparece un candidato con un arrastre notable en los
medios de comunicación, aun cuando sólo tenga el respaldo de una incipiente
organización partidaria.
El peso de los
factores coyunturales sobre la conducta de los electores se incrementa en
momentos de cambio en el régimen partidario, el sistema electoral o las
coordenadas básicas de la vida política de un país. Actualmente, cuando el
Estado ha cedido frente al mercado su papel de articulador de los intereses
sociales, en que los partidos y los políticos profesionales se han
desprestigiado de manera generalizada, perdiendo también en buena medida su
identidad ideológica, y en que los medios de comunicación han penetrado en la
vida cotidiana de los individuos, la oferta política de cada elección, es decir,
los elementos coyunturales, desempeñan un papel cada vez más importante en la
definición del comportamiento electoral.
El análisis del comportamiento electoral
Los distintos esfuerzos por explicar el
comportamiento electoral han estado guiados por una aspiración común:
identificar aquella variable o conjunto de variables determinante de la
decisión del elector. De acuerdo con el tipo de variable que explica el voto
(estructural, cultural, coyuntural) y el tipo de datos que se utilizan
(agregados o individuales), hay tres grandes escuelas o modelos de análisis del
comportamiento electoral que si bien tuvieron su origen y se desarrollaron uno
tras otro, actualmente siguen aplicándose y hasta combinándose dentro de una
misma investigación: 1) el enfoque sociológico, el psicológico y el racional.
El enfoque sociológico
Este modelo de análisis concibe al voto en
primer lugar como una conducta de grupo en la medida en que lo que lo define y
explica son las características sociales, demográficas, regionales o económicas
que comparten los individuos de cierta comunidad o grupo social.
El enfoque
sociológico puede utilizar datos agregados o individuales, es decir, trabaja ya
sea con ios resultados de los distritos o circunscripciones electorales,
relacionándolos con las características socioeconómicas y demográficas de las
propias demarcaciones electorales, o bien con encuestas y sondeos de opinión
que recogen las preferencias del votante, vinculándolas con sus características
de sexo, edad, clase social, nivel de ingresos y de educación, religión, origen
étnico, calidad migratoria. Cuando utiliza datos agregados, este enfoque recibe
también el nombre de análisis ecológico, en la medida en que enlaza el
comportamiento electoral con el entorno del elector y su marco de vida social.
La primera
vertiente de este enfoque sociológico fue la geografía electoral que se
desarrolló en Francia desde principios de siglo. En sus orígenes, la geografía
electoral daba cuenta del reparto regional del voto y consecuentemente del apoyo
que obtenían los partidos políticos en las regiones del país (Siegfried, 1930,
1949). La representación en mapas de los resultados electorales permitía
asociarlos con las características sociales, estructurales, de las
demarcaciones. La geografía electoral ha sostenido que el comportamiento de los
votantes se funda en características sociales y económicas que poseen una
fuerte inscripción espacial y que dicho comportamiento tiende a mantenerse
estable por periodos largos, siempre y cuando haya una continuidad en el
sistema de partidos. Así, delineaba patrones sistemáticos de conducta en los
comicios.
La geografía
electoral permitió ilustrar no sólo la distribución del voto en una elección
dada, sino la evolución del mismo dentro de una óptica longitudinal, lo cual
reclamaba, por supuesto, la existencia de series largas y completas de datos o
estadísticas electorales.
El fundamento
teórico de la geografía electoral se encuentra en la explicación del origen de
los partidos políticos en las grandes divisiones de las sociedades europeas.
Los partidos eran la manifestación política de la pugna entre el Estado y la
Iglesia, entre terratenientes y burgueses y, más tarde, entre burgueses y
proletarios.
La geografía
electoral experimentó un repunte en los últimos 20 años, rebasando el plano
fundamentalmente descriptivo para elaborar propuestas de explicación de la
conducta electoral en unidades territoriales. Hoy, los geógrafos electorales
plantean que el espacio en sí mismo tiene una dimensión social que hace que ejerza
influencia sobre la conducta de aquellos que lo habitan (Taylor, 1989). La
localidad de origen de un candidato hace que ahí obtenga más votos; el impacto
de un lema de campaña en cierta área depende de lo representativo que éste sea
de la problemática del lugar. Ahí donde los lazos de comunicación son
estrechos, son los contactos interpersonales, más que los medios de
comunicación, los que tienen influencia sobre el comportamiento en las urnas de
dicha localidad. Desde esta perspectiva, la dimensión geográfica del voto puede
explicar no sólo conductas electorales más o menos constantes, sino incluso
cambios en las preferencias de los votantes.
Una de las escuelas
que contribuyó a darle congruencia empírica al enfoque sociológico se formó en
los Estados Unidos en la década de los años cuarenta en la Universidad de
Columbia (Lazarsfeld, Berelson y Gau- det, 1944-1948), tuvo un segundo repunte
10 años después (Berelson, Lazarsfeld y McPhee, 1954) y se le ha identificado
como la corriente del "determinismo social”. Esta escuela parte de la idea de que
los ciudadanos que viven en condiciones semejantes tienden a mostrar conductas
electorales parecidas, es decir, defendía el principio de que "se actúa
políticamente como se es socialmente”. La pertenencia a cierto tipo de grupos
resultaba determinante para la adopción de las decisiones electorales
individuales.
Desde esta
perspectiva, las variables que determinan las preferencias electorales son las
socioeconómicas y demográficas. Por el carácter estructural de estos factores,
se producen conductas electorales homogéneas, capaces de ser perdurables.
Dentro de este esquema, el efecto de factores coyunturales tales como las
campañas o la oferta política particular sólo sirven para reforzar las
inclinaciones electorales previas en consonancia con el grupo social de
pertenencia.
Este enfoque
sociológico recibió la influencia de la teoría de la modernización que ha
analizado los cambios sociales, económicos y políticos que experimentan las
sociedades en el momento en que transitan de formas de vida tradicionales a las
modernas. La modernización conlleva una serie de procesos interdependientes
tales como la urbanización, la industrialización, la secularización, la
exposición masiva a los medios de comunicación, etc., los cuales tienen
repercusiones sobre las matrices valorativas de una sociedad y consecuentemente
sobre la conducta política.
Los cambios
sociales que origina el proceso de modernización provocan en la esfera política
alteraciones tales como: a) la extensión de la población con derechos políticos
(ampliación de la población con derecho al voto, por ejemplo, mujeres,
jóvenes); b) un crecimiento de la participación política; c) una ampliación de
la competencia entre partidos, así como de las condiciones de la competitividad,
y d) un cambio en la cultura política en dirección de una cultura cívica, lo
cual implica el abandono de concepciones y orientaciones con referente local y
la apropiación de otras de referente nacional; el paso de actitudes políticas
de tipo reactivo a unas de tipo propositivo. Es más, se habla de que hay una
cadena causal entre urbanización, incremento de la población alfabetizada y del
acceso a información y una mayor y más disputada participación política. En
suma, para la teoría de la modernización, la población urbana tiende a ser
políticamente más activa, en virtud de que está más expuesta a mayores y más
diversos flujos de información.
Con la creación de
métodos cuantitativos de análisis, el enfoque sociológico fue haciendo más
elaborados sus análisis, pasando de establecer meras frecuencias o tablas
cruzadas a buscar cuantificar las correlaciones entre variables socioeconómicas
y el voto (análisis factorial, discriminante, de regresión, etc.). El gran
problema del enfoque sociológico, cuando se basa en datos agregados, es que con
frecuencia cae en la llamada "falacia ecológica”: concluir a partir de
resultados electorales en zonas o demarcaciones de conductas particulares, es
decir, transferir correlaciones que se refieren a sujetos colectivos al sujeto
individual.
El enfoque psicológico
La primera diferencia entre este enfoque y el
sociológico está en la forma como se concibe el voto, pues el psicológico lo ubica como un acto
eminentemente individual, motivado por percepciones y orientaciones personales
y subjetivas. De ahí que el enfoque psicológico trabaje siempre con datos
individuales y utilice como herramienta fundamental la encuesta o la
entrevista. Este enfoque señala que el comportamiento electoral es resultado de
la predisposición y las actitudes del elector, es decir, de sus rasgos
personales, sistemas de valores y lazos afectivos. En buena medida, el enfoque
psicológico surgió como reacción crítica a la escuela del "determinismo
social” y quiso comprender la significación del voto más allá de la traducción
del ser social.
Fue la escuela o
paradigma de Michigan (Campbell, Gurin y Miller, 1954, y Campbell, Converse,
Miller y Stokes, 1960) la que formuló esta perspectiva analítica. Los supuestos
teóricos de esta escuela eran que los valores y las inclinaciones políticas que
se aprendían a través de la socialización eran los que determinaban la conducta
político-electoral adulta. Los estudios empíricos de la escuela de Michigan
encontraron que una de las variables que mejor explicaba el comportamiento
electoral era la "identificación partidaria o partidaris- mo”, es decir,
que la adhesión o lealtad del individuo hacia cierto partido político era lo
que definía su preferencia electoral. La argumentación era la siguiente: si el
comportamiento electoral es el resultado de una serie de factores psicológicos,
hay que conocer la orientación y la intensidad de las actitudes de los
electores en relación con los partidos políticos, sus candidatos y sus
programas, que son los sujetos políticos centrales de una contienda electoral.
La liga o vínculo
con un partido se establece generalmente a partir de las experiencias
familiares, es decir, durante la socialización primaria, y se refuerza con el
tiempo, de suerte que los individuos tienden a votar regularmente por el
partido que eligieron la primera vez. La prueba fehaciente de que el anclaje
psicológico de los votantes estaba en los partidos políticos fue el
relativamente bajo nivel de cambio en las preferencias electorales de los
votantes entre una elección y otra y la escasa aparición de electores
independientes, es decir, votantes sin vínculo o lealtad partidaria.
El enfoque
psicológico reconoce que la influencia del partidarismo sobre el voto actúa de
dos maneras diferentes: 1) como una lente que filtra la visión del mundo de los
electores, y 2) como un acto de fe, o referente indiscutible e incuestionable
que lleva a actuar en consecuencia. Dicho de otra manera, puede ser que el
vínculo se deba a una apropiación consciente o inconsciente del simpatizante
respecto de los principios doctrinarios del partido político.
Estudios de los
años sesenta mostraron que aunque se mantenían lazos afectivos entre los
electores y los partidos políticos, el vínculo no estaba formado por elementos
ideológicos en la medida en que muy pocos votantes mostraban conocimientos
precisos sobre la orientación de los partidos. Tenían, en cambio, impresiones
más o menos vagas sobre éstos, pero aun así, era el partidarismo lo que daba
sustento a sus opciones electorales.
En las décadas
recientes se ha encontrado que la variable de la "identificación
partidaria” correspondía con la existencia de un sistema de partidos estable y
asentado, es decir, con un momento de "alineamiento” partidario consolidado, conformado por
partidos políticos reconocidos y poco cambiantes. Por lo tanto, la disminución
del "voto partidario” correría paralelo al llamado
"desalineamiento" del sistema de partidos que se explica tanto por
los relevos generacionales, cambios en la estructura social o cambios en los
asuntos que se debaten en la arena electoral, como por la expansión de la
influencia política de la televisión y, desde luego, por el desgaste de los
partidos políticos tradicionales.
Dentro de esta
misma perspectiva psicológica, ahí donde no había un sistema de partidos
arraigado, la explicación del comportamiento electoral se dio a partir de la
llamada cultura política de los ciudadanos. Las percepciones, creencias y
valores que los individuos tenían de la política y la forma como se concebían a
sí mismos dentro de los sistemas políticos condicionaban su comportamiento
político-electoral. El trabajo empírico de Almond y Verba, The Civic Culture,
de 1963, estableció los parámetros teóricos y metodológicos de una explicación
no solamente de la conducta electoral, sino del propio funcionamiento de los
sistemas políticos. El nivel de información política que tenían los electores,
más los vínculos afectivos con su sistema político y la valoración o juicio que
hacían del mismo eran los tres ejes o dimensiones a partir de los cuales se
constituían las culturas políticas que se traducían en cierto comportamiento
político.
Tanto el enfoque
sociológico como el psicológico prefirieron distinguir tendencias de largo
plazo, en la medida en que, en términos de constancia o permanencia, la
identificación partidaria o la propia cultura política eran casi tan estables
como las variables socioeconómicas y demográficas. Ambas escuelas fueron
criticadas por concebir a los electores como sujetos pasivos que o bien
reproducían sus condicionamientos socioeconómicos, o bien seguían sus creencias
y referentes más arraigados.
En buena medida
como reacción a estas críticas surgió un tercer enfoque: el de la decisión o
elección racional, que plantea que el acto de votar está guiado por una
consideración del elector que toma en cuenta los costos y beneficios que
obtiene al ejercer el sufragio.
El enfoque racional
A diferencia de los dos enfoques anteriores,
el de la elección racional parte de concebir el voto como un acto individual que
responde a las situaciones particulares en las que se emite, es decir, que no
se explica por variables estructurales o .por rasgos constantes o permanentes
del elector, sino por factores de corto plazo frente a los cuales el ciudadano
actúa y reacciona de acuerdo con cierto resorte o activador. De hecho, esta
perspectiva es una suerte de antítesis de los modelos sociológico y
psicológico, puesto que el peso explicativo está colocado en lo cambiante y
contingente, más que en lo regular o estable, y se aleja de cualquier
pretensión determinista, que es lo que más rechaza tanto de la escuela de
Columbia como de la de Michigan.
De acuerdo con la
perspectiva racional, en cada elección el ciudadano decide su posición
electoral conforme a un cálculo de la utilidad esperada, es decir, tomando en
cuenta las ofertas que se le presentan en la coyuntura particular y evaluando
los costos y los beneficios posibles de cada una.
Este enfoque tiene
su inspiración en la economía, ya que entiende la decisión sobre el voto como
un procedimiento semejante al que se hace en el mercado al momento de adquirir
un producto, es decir, pone el énfasis en primer lugar en lo específico de cada
elección —tal corno sucede en el acto de comprar— y, en segundo, equipara a la
contienda electoral con el mercado, de suerte que al votante se le ve como un
consumidor político en el mercado electoral (Downs, 1957). Al igual que quien
acude a adquirir satisfactores económicos, al ir a votar el elector racional
busca aprovechar al máximo los medios con los que cuenta para alcanzar los
objetivos que persigue al menor costo posible, en el marco de la información
disponible y conforme a las alternativas. El supuesto es que el elector-
discierne, jerarquiza, evalúa la oferta electoral, y a partir de ahí escoge al
partido y al candidato que se acerca más a sus intereses y expectativas. El
voto está motivado por el objetivo que se persigue y tiene, entonces, un
sentido básicamente instrumental, de utilidad, que ignora la existencia de
formas inconscientes o irracionales en tanto que motivadores de una conducta.
El voto racional
puede llevar al elector a no apoyar al partido de sus preferencias en cierta
elección en la que éste aparezca sin posibilidades de ganar, esto es, a optar
por el llamado "voto estratégico”, que favorece a aquel partido o
candidato que tiene mayores oportunidades de triunfo o incluso a aquel que se
presenta como el que mejor puede bloquear el ascenso de algún adversario
indeseable.
La racionalidad del
voto se ha comprendido de diversas maneras y ello ha dado lugar a varias líneas
de investigación. La concepción del elector responsable sostiene que éste se
preocupa por los temas o asuntos (issues) que se colocan en el centro del
debate político en las coyunturas electorales, es decir, es aquel que atiende a
los problemas de las políticas públicas y a la manera como lo afectan y a
partir de ello orienta su voto (Key, 1966). Los estudios han mostrado que uno
de los asuntos que mayor influencia tiene en los electores es el estado de la
economía, particularmente temas como la inflación, el desempleo o el ingreso
(Remmer, 1991).
La primera
evaluación que hace el elector antes de emitir su voto es sobre el desempeño
del gobierno en tumo; si está de acuerdo con el mismo, lo premiará con su voto;
si no lo está, votará en contra a manera de castigo. Ésta es la tesis de la
teoría del llamado "voto retrospectivo” (Fiorina, 1981), que sostiene que
la decisión sobre el voto es instrumental racional en la medida en que el
elector prefiere, más que definir la dirección futura de una sociedad (voto
prospectivo), sancionar o premiar al partido en el poder a partir de lo
conocido y experimentado.
Dado que el enfoque
racional centra su atención en factores coyunturales que son de naturaleza
cambiante, es una perspectiva particularmente útil para explicar los cambios en
el comportamiento electoral.
A pesar de que el
enfoque racional ha venido extendiéndose en los últimos años, en razón de las
modificaciones que han experimentado los escenarios políticos, ha sido objeto
de diversas críticas. En primer lugar, porque la dimensión que domina es la
económica y porque descansa en un extremado "voluntarismo”, en tanto que
sus explicaciones toman en cuenta sólo los objetivos personales de los
electores, dejando de lado variables relativas a motivaciones subjetivas
profundas o a referentes y orientaciones culturales, es decir, porque el
elector aparece como despojado de valores o percepciones sobre la política o al
margen de cualquier influencia de las condiciones en las que vive. En segundo
lugar, el enfoque racional encuentra limitaciones para su aplicación empírica
porque es difícil calcular el beneficio personal del voto, dado que la acción
de cada individuo tiene muy escaso peso dentro del conjunto del cuerpo electoral,
es decir, en contextos de electorados masivos no hay bases racionales para
calcular que un voto tenga un impacto decisivo sobre los resultados de una
elección.
El hecho de que los
tres principales enfoques sobre comportamiento electoral se hayan formulado en
orden cronológico ha llevado a buscar una vinculación entre ellos y las
diversas fases del desarrollo de los partidos políticos y los sistemas de
partidos. Así, el momento de formación de cierto alineamiento partidario parece
correr paralelo al florecimiento del enfoque de tipo sociológico que pone el
énfasis en las bases sociales del voto; la fase de afianzamiento de dicho
alineamiento lo hace con el esquema de la identificación partidaria (enfoque
psicológico) y aquella en que cierto alineamiento partidario se desdibuja, con
la consecuente volatilización del voto (desalineamiento), se correspondería al
enfoque de la elección racional (Harrop y Miller, 1987).
La sucesión
temporal de los enfoques no significa que deban entenderse de manera lineal, ya
que hoy en día siguen aplicándose incluso dentro de un mismo estudio que
explora la base sociodemográfica del voto junto con elementos estratégicos o
con variables psicológicas. No obstante, esta convivencia de los enfoques no ha
llevado a un intercambio teórico o metodológico fructífero, capaz de dar lugar
a una nueva perspectiva de análisis, sino solamente a una especie de encuentro
más o menos ecléctico. Dicho de otra manera, lo que es frecuente encontrar en
la actualidad son investigaciones basadas crecientemente en datos individuales
(encuestas, entrevistas a profundidad, etc.) que buscan medir hasta dónde y qué
tipo de voto es explicable por factores estructurales, cuándo y en qué
circunstancias lo es por móviles psicológicos o bien por la oferta de cierta
coyuntura política.
Estos tres enfoques
analíticos se han elaborado y desarrollado en países democráticos, con sistemas
de partidos competitivos, donde el voto es libre y no está controlado por el
poder. Sin embargo, hay países donde aun sin satisfacer estos requisitos, se
organizan comicios regularmente y vale la pena ver cómo se ha explicado el
significado del voto en esos lugares.
El voto en sistemas no competitivos
Un criterio esencial para definir a las
democracias representativas es la existencia de elecciones libres y competidas,
lo cual implica que: 1) el votante no está sujeto a presiones para orientar en
cierto sentido su voto, es decir, donde los electores no se sienten amenazados
al votar; 2) hay una competencia entre los candidatos y partidos y los
resultados electorales coinciden con los votos emitidos, y 3) los resultados
repercuten sobre la composición del gobierno y la representación nacional, esto es, tienen efectos sobre las
políticas gubernamentales (Hermet, Rouquié y Linz, 1982).
Para estos autores,
hay tres grandes tipos de elecciones que se apartan del marco libre y
competido: 1) las elecciones producto del "control clientelista", en
las que el voto se basa en relaciones de intercambio entre participantes
desiguales o asimétricos y que abarca desde el "voto cautivo” propio de un
clientelismo de Estado, cuyo potencial reside en su capacidad de distribución
de bienes y servicios, hasta el "voto forzado” que surge de una
manipulación de las urnas; 2) las elecciones de "pluripartidismo excluyentista”,
en las que el control del escrutinio por parte del poder central permite
expulsar a aquellas opciones partidarias que se consideran peligrosas para la
hegemonía o el predominio del partido en el poder o, por el contrario, que
alienta a partidos pequeños, básicamente ornamentales, para dar una imagen de
pluralidad, y 3) las elecciones de "partido único o de régimen sin
partido”, en las que un partido representa el poder del Estado y se da un
control intensivo del poder central y de sus representantes locales sobre los
procesos.
Las elecciones no
competidas son consultas que más que hablar sobre el electorado, sus
preferencias y comportamiento, revelan las relaciones entre el poder y la
sociedad, es decir, dan cuenta del régimen político y sus relaciones. A pesar
de que son contiendas que no sirven para definir quiénes ocupan los cargos
públicos, no dejan de tener consecuencias políticas, ya que pueden cumplir un
papel legitimador al aparecer como sancionadoras de decisiones adoptadas en la
cúpula del poder o al socializar al elector, haciéndolo partícipe de un proceso
político, o sea, integrándolo a la comunidad política.
Así, el análisis
electoral en sistemas no competitivos no puede centrarse en explicar las
preferencias del electorado porque para ello es indispensable que haya opciones
en un marco competitivo.
El comportamiento electoral en México
En México, la persistencia de un sistema de
partido hegemónico durante más de 40 años llevó a que las elecciones que se
realizaban regularmente no fueran un tema de interés político o académico. El
predominio indisputado del partido del régimen posrevolucionario (pri) estuvo fincado en su imbricación
con el poder y en la penetración de su aparato en las redes de organización de
la sociedad. La existencia de este partido y el consenso alrededor del proyecto
del régimen posrevolucionario hicieron que las elecciones fueran básicamente
rituales para que la élite priista se renovara. La población ciudadana sólo
aparecía en escena para sancionar con su voto lo que ya había sido dispuesto en
las cúpulas políticas, verdaderos actores del juego electoral.
La falta de espacio
para la competencia y el hecho de que las elecciones no fueran la arena en la
que se definían los rumbos políticos del país y quiénes habrían de
capitanearlos explican por qué no hubo espacio para el análisis del
comportamiento electoral, empezando porque ni siquiera había series
estadísticas completas de los resultados comiciales, lo cual es uno de los
insumos primarios indispensables del análisis electoral.
Los estudios
electorales que se realizaron durante la época de la hegemonía
fueron fundamentalmente de carácter histórico, centrados en comprender cómo
habían ocurrido las contiendas presidenciales, en particular aquellas en las
que se había presentado algún conflicto político. En ellos se explicaba lo que
estaba en juego en la contienda, quiénes eran los actores políticos
fundamentales y cómo se habían forjado las candidaturas; pero el análisis de
las inclinaciones o preferencias del electorado estaba ausente, pues no eran
éstas las que determinaban el resultado de las contiendas. Las primeras tareas
de los estudiosos del comportamiento electoral consistieron en recopilar y
sistematizar los datos básicos de los resultados comiciales (Ramírez Rancaño,
1977; Lehr, 1981).
Líneas de investigación y debate contemporáneo
No fue sino hasta inicios de los años setenta
cuando aparecieron los primeros estudios interesados en seguir la evolución del
voto, detectando cómo y dónde descendía el apoyo electoral del partido en el
poder mientras crecía el de la oposición panista, particularmente en el norte
del país, a la vez que se incrementaban los niveles de abstención y de votos
anulados, todo esto en el marco de las reformas electorales que se sucedieron
en esa década (Segovia, 1974, 1979).
A partir de la
reforma política de 1977, que abrió el canal institucional de las elecciones a
la participación de nuevos partidos políticos, lo electoral cobró interés
político, pero los estudios sobre la materia se orientaron a explicar las
elecciones, más como sucesos que reflejaban la situación por la que atravesaba
el sistema político que como producto de la actuación de la ciudadanía. Los
resultados electorales empezaron a registrarse en forma regular y constante, aunque
su difusión pública mantendría restricciones, pues la información no estaría al
alcance de cualquier ciudadano que la requiriese. En cambio, el análisis de las
reformas electorales alcanzó un lugar importante que se mantendría a lo largo
de los siguientes 20 años, lo cual es explicable porque la falta de
credibilidad en las elecciones se debía en buena medida a las leyes que
normaban los procesos y que permitían el control del poder sobre la
organización de los comicios. La relevancia política de la legislación
electoral hizo que los estudios de esta materia fueran realizados más por
politólogos que por juristas.
A mediados de los
años ochenta y en el contexto de la crisis del modelo de desarrollo económico,
vigente desde los años cuarenta, las elecciones mexicanas empezaron a cobrar
importancia tanto como espacios de cuestionamiento a la legitimidad del
régimen, como de expresión del conflicto político. En ese contexto, se
efectuaron trabajos sobre la distribución geográfica de los apoyos electorales de
los partidos políticos en elecciones federales (Gómez Tagle, 1990; Pacheco,
1994), primero desde una óptica meramente descriptiva y luego desde una en la
que se vinculaban los resultados electorales con los datos socioeconómicos de
las zonas (González Casanova, 1985; Cordera y Telío, 1984). Paralelamente,
empezaron a aparecer investigaciones sobre procesos electorales en entidades
federativas específicas (Alvarado, 1987; Aziz, 1987; Peschard, 1988) que
pretendían dar cuenta de la particularidad
electoral de las regiones a través de datos agregados, aunque también se
exploraron datos individuales, producto de encuestas (Molinar y Valdés, 1987).
La cuestionada
elección presidencial de 1988 significó un parteaguas en la evolución de los
estudios electorales en México, en buena medida porque implicó un cambio en el
significado del voto en el país. La sociedad y los actores políticos exigían
elecciones transparentes y competitivas en las que no estuvieran determinados
de antemano los resultados. A partir de ahí, las preferencias e inclinaciones
del electorado dejarían de ser un dato accesorio para convertirse en uno
sustancial en la definición de los resultados electorales. Sin abandonar el
estudio sobre la legislación electoral, el análisis del comportamiento en las
urnas experimentó un despegue notable que permitiría que en los siguientes 10
años se avanzara más que todo lo que hasta entonces se había logrado en este
campo de los estudios electorales.
La extensión del
interés por el conocimiento del comportamiento electoral en México siguió un
curso semejante al recorrido por los enfoques "clásicos" que se
formularon en los sistemas democráticos establecidos. Al inicio, los trabajos
más recurrentes fueron los que utilizaban datos agregados y que asociaban
características socioeconómicas de un estado, distrito o municipio con los
resultados electorales (enfoque sociológico ecológico). Estos análisis
establecieron una asociación inversa entre niveles de modernización y
desarrollo económico y votos a favor del pri
y, consecuentemente, una relación directa con los votos de oposición,
particularmente del pan (Molinar y
Weldon, 1990); también se encontró una asociación directa entre dichos niveles
de modernización y la participación electoral (Peschard, 1995). De hecho, la
urbanización se ubicó como el determinante del meollo electoral fundamental en
México: PRi/oposición, lo cual fue confirmado por investigaciones que
trabajaron con datos individuales de encuestas según las cuales los mexicanos
primero se situaban en tomo a ese eje y sólo en el segundo momento optaban por
algún partido de oposición (McCaan y Domínguez, 1995).
Los trabajos sobre
comportamiento electoral que utilizaron el enfoque psicológico relacionaron
rasgos de la cultura política mexicana con las preferencias de los electores.
Éstos sirvieron para evaluar el peso de los códigos valorativos sobre iá
orientación del voto (persistencia del voto inercial, el peso de la legitimidad
revolucionaria tradicional) (Segovia, 1975; Alonso, 1994).
Ya entrada la década
de los años noventa, también aparecieron estudios que aplicaron el enfoque
racional, partiendo del supuesto de que el sistema de partidos estaba en un
momento de desalineamiento (Klesner, 1995) y que las variables coyunturales y
los cálculos racionales tenían un potencial explicativo de primer orden
(Magaloni, 1994).
Vale la pena
señalar que el desarrollo tardío de los estudios sobre comportamiento electoral
en México hizo que los tres principales enfoques se aplicaran con mayor
celeridad, logrando que prácticamente confluyeran en un mismo periodo. De
hecho, los enfoques se han encontrado y han convivido de manera un tanto
ecléctica, sin que ello haya significado un intercambio integrador con miras a
la construcción de nuevas perspectivas analíticas.
Actualmente, en
México se sigue evaluando la influencia de variables socioeconómicas y
demográficas sobre el voto, así como el peso de las percepciones y valoraciones
político-culturales; empero, ha ido ganando terreno la hipótesis de que el
comportamiento electoral no es algo estable, producto de factores estructurales
o arraigados, sino que es cambiante. Este supuesto ha llevado a tomar en
consideración la volatilidad del voto, propia de un contexto de transición
política y, por tanto, los datos relativos a la situación o
coyuntura en la que se realiza cada contienda electoral. El hecho de que no se
hayan abandonado ninguno de los principales enfoques obedece a que no existe
hoy por hoy una variable que por sí misma explique las modalidades que presenta
el comportamiento electoral en México en las contiendas que se realizan tanto a
nivel federal como estatal y municipal.
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