COMUNICACIÓN POLÍTICA, Rosalía Winocur

Rosalía Winocur

Definición

La comunicación política es tan antigua como la política; pero es a partir de la segunda mitad del siglo xx cuando esta forma de denotarla expresa la relación entre la política y los medios de comunicación modernos. Hoy, la comunicación política abarca el estudio del papel de la comunicación en la formación de la opinión pública y en la vida política, y comprende los sondeos, la investigación política de mercados y la publicidad, particularmente la que aparece en periodos electorales. Según Wolton (1992: 29), esta amplia definición hace hincapié en el proceso de intercambio de discursos políticos entre una cantidad cada vez mayor de actores políticos, lo cual implica que cada vez más la política moderna y el espacio público pasan por los medios de comunicación y las encuestas de opinión. En el sentido aludido, la autora define la comunicación política como “el espacio en que se intercambian los discursos contradictorios de los tres actores que tienen legitimidad para expresarse públicamente sobre política y que son los políticos, los periodistas y la opinión pública a través de los sondeos” (1992: 31).

Siguiendo a Wolton, el papel fundamental de la comunicación política es evitar la reclusión del debate político en sí mismo, posibilitando un sistema de apertura y cierre a los temas de la agenda. Para dirigir esta doble función de apertura y cierre, la comunicación política debe presentar tres características: en primer término, contribuir a identificar los problemas nuevos a través de los políticos y los medios; en segundo lugar, abrir canales de participación ciudadana para que la jerarquía y legitimidad de los temas de la agenda política resulten de un juego de negociación y, por último, marginar las cuestiones que han dejado de ser objeto de conflictos o respecto de los cuales existe un consenso temporal.

Sin embargo, cada una de estas funciones puede adquirir mayor o menor peso según la posición estratégica de los tres actores en la coyuntura política. Por ejemplo, en periodos electorales, la comunicación política está cada vez más sometida a la lógica de las encuestas de opinión (Wolton, 1992: 39).

Otro autor, Alain Touraine (1992), aborda la definición de comunicación política desde una perspectiva distinta al conceptualizarla como una "crisis de representa ti vidad”: “el hincapié —dice Touraine— que se hace en la comunicación es correlativo de la crisis de representación política. Los políticos se preocupan cada vez más por su imagen, en la misma medida en que ya no se definen como los representantes del pueblo, de una parte de éste, o de un conjunto de categorías sociales” (Touraine, 1992: 47).

Touraine explica que en lugar de una relación directa de representación entre demandas sociales y ofertas políticas, somos testigos del desarrollo simultáneo e independiente de tres órdenes de realidad: demandas sociales, económicas y culturales cada vez más diversificadas; las exigencias y las obligaciones de un Estado, definido sobre todo por su papel internacional, y la normatividad que regula el ejercicio de las libertades públicas (Touraine, 1992: 50). En esta perspectiva, la comunicación política aparece como "el conjunto de las instrumentaciones que permiten pasar de uno de estos órdenes a otro. Los comunicadores son ante todo mediadores, en la medida misma en que el orden del Estado, el de las demandas sociales y el de las libertades públicas se separan unos de otros. Es inevitable que los mediadores dispongan de una gran autonomía, y que incluso constituyan su poder apartándose lo más posible de las tres puntas del triángulo” (Touraine, 1992: 50).

En la perspectiva del autor, la importancia creciente de la comunicación política implica una crisis y debilitamiento correlativo de las formas tradicionales de representación política. Además, expresa la decadencia y hasta la desaparición de las ideologías políticas y de la capacidad de representación del conjunto de la vida social por parte de los actores políticos (Touraine, 1992: 56).

Historia, teoría y crítica

Cuando se habla de comunicación, la primera precisión que hay que realizar es que este término no tiene su génesis en los medios de comunicación modernos y tampoco se limita a ellos, aunque la globalización y generalización de los sistemas comunicacionales y los avances tecnológicos vinculados a éstos hayan imbricado todos los aspectos inherentes a la comunicación.

Después de la segunda Guerra Mundial, un equipo multidisciplinario dirigido en los Estados Unidos por el matemático Norbert Wiener se propone repensar el desarrollo de las ciencias. Dentro de esta preocupación, la comunicación adquiere nivel científico en cuanto espacio interdisciplinario desde el que se hacen posibles las relaciones entre fenómenos naturales y artificiales entre las máquinas, los animales y los hombres. Wiener (1997) ve en la comunicación una "nueva lengua del universo”, porque en el universo todo se relaciona a partir de un flujo permanente de intercambios, y eso es lo que tienen en común los organismos y las máquinas. Sin embargo, esta concepción, que sentó las bases para la teoría de sistemas, en los sesenta será remplazada por la teoría de la información, que transforma el modelo circular y retroactivo en uno lineal: el famoso esquema fuente-emisor-mensaje-receptor-destinatario.

Paralelamente, Theodor Adorno y Max Horkheimer definen la naturaleza social de los medios de comunicación a partir del concepto de industria cultural: "En la industria cultural, como hemos dicho Horkheimer y yo, [...] la dominación técnica progresiva se transforma en un engaño de masas, es decir, en un medio de oprimir la conciencia. Impide la formación de individuos autónomos, independientes, capaces de juzgar y decidir conscientemente" (Adorno, 1997: 42).

Este enfoque dominó el panorama de los estudios de comunicación hasta los ochenta, cuando comienzan a reflejar transformaciones importantes de orden teórico y metodológico que cuestionan el tradicional esquema de relación entre el emisor y el mensaje, en su versión tanto psicologista como ideológica:

La globalización, la "cuestión transnacional", desbordó los alcances de la teoría del imperialismo obligando a pensar una trama nueva de territorios y de actores, de contradicciones y conflictos. El desplazamiento se traduce en un nuevo modo de relación con las disciplinas sociales por apropiaciones: desde la comunicación se trabajan procesos y dimensiones que incorporan preguntas y saberes históricos, antropológicos, semióticos, estéticos, al mismo tiempo que la sociología, la antropología y la ciencia política se empiezan a hacer cargo, ya no de forma marginal, de los medios y los modos como operan las industrias culturales [Barbero, 1997b: 15].

Armand Mattelart (1997), partiendo de una lúcida crítica al pensamiento lineal y al enfoque mecanicista de lo social —donde el poder se ejerce unilateralmente y en una sola dirección, que caracteriza al modelo hege- mónico mensaje-receptor—, desarrolla un nuevo marco conceptual cuyas principales coordenadas son la recuperación de la perspectiva del actor en la comunicación, el replanteamiento de las relaciones entre intelectuales y cultura mediática, y las nuevas lógicas del actor transnacional. La revaloración del sujeto también se expresa en los estudios sobre la comunicación política, donde surgen interrogantes sobre la función de la sociedad civil y la ciudadanía en la construcción cotidiana de la democracia, y sobre la actividad del receptor en su relación con los medios:

Frente al racionalismo francfortiano y el mecanicismo psicologista del análisis de los efectos, se rescata el carácter complejo y creativo de la recepción: lugar denso de mediaciones, conflictos y reapropiaciones, de producción oculta en el consumo y la vida cotidiana. Pero este rescate en ningún modo puede significar desconocimiento de la desigualdad del intercambio en que opera la comunicación mediática [...] La rehabilitación del sujeto en la recepción ha puesto en primer plano la existencia en nuestra sociedad de matices y formas culturales distintas de la hegemónica [Barbero, 1997a: 10],

En este marco general de reflexión, el estudio de la comunicación política adquirió una relevancia fundamental, ya que actualmente es imposible pensar la competencia política fuera del escenario de los medios. Si bien la política no se reduce a la comunicación, su ejercicio se ha visto modificado por ella.

Wolton afirma que los medios ocupan una posición central en la comunicación política no sólo porque aseguran la circulación de todos los discursos, sino también porque “al estar a mitad de camino de la lógica representativa de la opinión pública y de la política, defienden la presencia de una lógica del acontecimiento, indispensable para no liquidar el sistema político” (Wolton, 1992: 197).

En tal sentido, la comunicación política no es sólo un espacio de intercambio de discursos sino fundamentalmente de intereses distintos en permanente confrontación (Wolton, 1992: 37).

La tensión deriva del hecho de que cada uno de ellos pretende ser portador de la legitimidad política dentro del régimen democrático, excluyendo al otro en la interpretación de la coyuntura. Este carácter contradictorio se explica porque no guardan la misma relación con la legitimidad, la política y la comunicación. Los políticos se legitiman a partir de ser elegidos; la política es su razón de ser, con una desconfianza básica en el acontecimiento y una preferencia por las ideologías organizadoras de la realidad (Wolton, 1992: 37). Para los co- municadores, por el contrario, la legitimidad se vincula con la información y el ejercicio de la crítica; pero la información es producida dentro de la lógica de construcción del acontecimiento (Verón, 1988), lo cual implica un activo proceso de selección, omisión y edición, con el riesgo consecuente de deformar o significar ciertos hechos en desmedro de otros.

En síntesis, los medios de comunicación masiva compiten con los políticos y el gobierno por la imposición de una agenda que no siempre coincide con la jerarquía, los tiempos y las preocupaciones de la opinión pública. Estas diferencias de escala de tiempo y de interés son negociables siempre y cuando ninguno de los actores monopolice la comunicación política.

Elíseo Verón, otro especialista en el tema, plantea que los problemas que se presentan en la comunicación política atañen directamente a las condiciones y posibilidades de la democracia en las sociedades masivas:

Respecto del sistema político, la pantalla chica se convierte en el sitio por excelencia de producción de acontecimientos que conciernen a la maquinaria estatal, a su administración, y muy especialmente a uno de los mecanismos básicos de la democracia: los procesos electorales, lugar en que se construye el vínculo entre el ciudadano y la ciudad. En otras palabras, ya estamos en la democracia audiovisual [Verón, 1992: 124],

En las sociedades industriales de régimen democrático, la mediatización de lo político siempre es un problema de interfaz entre lo político y la información, que se expresa en la automatización creciente de la información televisiva en relación con el poder público (Verón, 1988: 125). Esta mediatización se origina en el primer debate televisivo en 1960 entre los candidatos presidenciales estadunidenses Kennedy y Nixon.

En México, al igual que en otras realidades, se advierte una tendencia creciente a la hipermediatización de la política, que puede opacar el proceso de consolidación de la democracia. Las condiciones particulares que marcaron el desarrollo del sistema político mexicano —el régimen de partido único y la ideología nacionalista que le ha dado sustento y legitimidad por más de setenta años— ocuparon prácticamente todos los espacios institucionales y simbólicos hasta principios de los ochenta.

La oposición aún tiene graves dificultades para definir una identidad política propia y convertirse en opciones políticas sólidas en el marco de la crisis mundial de las ideologías y de los partidos como mecanismos de representación.

En este contexto, la comunicación política en México presenta características especiales: los medios asumen —a través de sus propias fuentes, de la publicidad política y de los sondeos de opinión— la función de construir las mediaciones entre el poder y la ciudadanía.

Otra consecuencia del papel exacerbado que ocupan los medios en la comunicación política es que frecuentemente manejan un discurso desvalorizado sobre la política, sus instituciones y procedimientos. Esto contribuye de forma notable a la cristalización de mitos sobre la relación entre los mexicanos y la política, y desestimula la pertenencia partidaria al presentarla como una forma anacrónica e inútil de participación política:
el quehacer político, y no sólo entre la "gente de la calle", sino incluso en nuestro mundo político "especializado”, suele entenderse como un sinónimo de tráfico de influencias y juego de presiones. Una gran cantidad de informadores lo entiende así y mira a la política con una suerte de desprecio [...] De ahí que le den el mismo tratamiento a un presidente municipal conocido por su poca honestidad que a un dirigente de oposición, cualquiera que sea su signo ideológico [Trejo Delarbre, 1987: 35].

Otro tanto puede decirse de la función que desempeñan los medios respecto a la credibilidad. Este problema, que no es exclusivo de México, adquiere una relevancia particular por la sospecha histórica de fraude que pesa sobre los procesos electorales: "una sociedad predispuesta a la desconfianza encontrará verificadas sus certidumbres en medios de comunicación que documenten o que cuestionen la animosidad, por ejemplo, contra las instituciones o el quehacer político” (Trejo Delarbre, 1994: 34).

En síntesis, la comunicación política en México está atravesada por dos lógicas diferentes en conflicto: una vinculada al proceso de transición política, y otra relacionada con tendencias globales del comportamiento de los medios. La primera exige abrir espacios y canales genuinos para la participación ciudadana; la segunda tiende a convertir estos espacios en meros arti- lugios mediáticos, donde la participación —presa de la construcción del acontecimiento— es el resultado de un proceso de edición, tipificación e incluso carica- turización de los ciudadanos y de sus demandas (Gi- glia y Winocur, 1997: 79). Frente a esta situación, y reconociendo que en nuestras sociedades la construcción de lo público se ha desplazado fundamentalmente a los medios, no queda otro camino que negociar la ampliación y democratización de estos espacios, presionando desde distintos ámbitos de la sociedad civil para poder incidir en la definición de los tiempos, las formas y los contenidos de los canales de participación.

Líneas de investigación y debate contemporáneo

Verón plantea que los estudiosos de los fenómenos de la comunicación y la discursividad social tienen que confrontar dos procesos que se entrecruzan y están íntimamente relacionados: "La creciente mediatización de las instituciones a nivel societal, por un lado, y la creciente individualización de los actores, por el otro” (Verón, 1995: 21). Desde que Verón introdujo la distinción entre producción y reconocimiento (1985) ha insistido en el desfase entre ambos polos y en la "indeterminación relativa” que caracteriza a la circulación discursiva: "no linealidad de la comunicación, una gramática de producción, varias gramáticas de reconocimiento. Del análisis de un discurso en producción no se pueden deducir sus efectos en recepción” (Verón, 1^95: 20). Cualquier estudio sobre la comunicación política debe partir de esta premisa para poder entender cómo se da la articulación entre los distintos actores.

La importancia de los sondeos de opinión en la comunicación política

Los sondeos se han agregado como un actor más al concierto que formaban los políticos y los medios (Wolton, 1992: 183), y cada vez tienen una importancia mayor en el proceso de formación de opinión pública, ya que adquieren el estatus de “representantes” de las "mayorías”. Basan su autoridad en el grado de confiabilidad del diseño muestral utilizado, y tienen como objetivo "medir” el estado de la opinión pública en coyunturas políticas críticas, particularmente las electorales. Su importancia política no sólo radica en la supuesta capacidad de anticipación de los resultados electorales, sino que, aun cuando estos resultados no están definidos, sobre todo en los "indecisos”, pueden actuar como un poderoso factor de presión, instando a los ciudadanos a alinearse con los que se estiman ganadores.

En los últimos años han arreciado las críticas contra la supuesta objetividad de la encuesta. La hipermedia- tización de los sondeos de opinión en las elecciones presidenciales y la diferencia entre las intenciones de voto expresadas y los resultados han provocado violentas críticas contra este instrumento de medición. Uno de los autores más críticos de este método es Pierre Bourdieu (1995), que al respecto afirma: “El sondeo de opinión en su estado actual es un instrumento de acción política; su función más importante consiste quizá en imponer la ilusión de que existe una opinión pública como suma puramente aditiva de opiniones individuales; en imponer la idea de que existe algo que sería como la opinión promedio" (Bourdieu, 1995: 72).

Este problema se agrava en sociedades muy fragmentadas desde el punto de vista étnico, racial o político, porque en la interpretación de los resultados quedan uniformados los significados de conceptos claves como democracia, ciudadanía, tolerancia, legalidad o pluralismo. Investigaciones de tipo cualitativo y antropológico muestran que a pesar de que todo el mundo conoce estos términos, los sentidos asociados a los mismos suelen ser bastante disímiles. En los Estados Unidos, mientras que para la población de origen anglosajón ciudadanía quiere decir la adquisición de deberes y derechos políticos, en los grupos de origen hispano ciudadanía significa respeto a la diferencia (Rosaldo, 1997).

El problema, en todo caso, no es la encuesta, que en principio es tan válida como cualquier otro instrumento de medición, sino los intereses, supuestos y prejuicios de quienes la elaboran o para quienes se elabora. En ese sentido, es conveniente aclarar, en primer término, que "opinión pública” no es equivalente a "opinión de las mayorías”, y menos aún que recoja los sentidos con que muchos grupos incorporan en sus prácticas cotidianas los problemas de la agenda o los valores de la cultura democrática y, en segundo lugar, que esta restricción no vuelve necesariamente democrática o antidemocrática a la "opinión pública”. Como veremos más adelante, en algunas coyunturas políticas este efecto ilusorio de representación del sentir de las mayorías puede generar avances democráticos sustanciales, y en otros casos puede servir para legitimar operaciones políticas de tinte autoritario.

Las encuestas en México comenzaron a cumplir su papel legitimador de representantes de la mayoría en la opinión pública, particularmente a partir de las dos últimas campañas presidenciales (1988 y 1994). El desarrollo de la encuesta en México no escapa a las consideraciones expresadas por Bourdieu, con el agravante de que los supuestos que explícita o implícitamente manejan los sondeos acerca de los “ciudadanos” —entidad abstracta que sólo tiene existencia objetiva a través de este instrumento— contribuyen de manera notable a generar una opinión pública promedio de carácter ilusorio, con evidentes efectos distorsionadores en la comunicación política.

Uno de los ejemplos más notorios de este fenómeno lo produjo el plebiscito organizado en 1993 por un grupo de asambleístas de los tres partidos políticos principales con el objeto de someter a votación el estatus político del Distrito Federal.

La importancia política del plebiscito fue innegable; la mayoría de los analistas políticos coincidieron en evaluar que la consulta consiguió dar estado público al debate sobre la reforma del Distrito Federal e influir sobre las negociaciones que se llevaron a cabo en la mesa de concertación. Esta resonancia, sin embargo, no implicó una determinada calidad e intencionalidad del voto, ni que los concurrentes tuvieran idéntica percepción y valoración del acto.

El diagróstico político que manejaron los organizadores de la consulta instituyó un discurso que supone “una respuesta homogénea de ciudadanos idénticos, cuya naturaleza implica una cultura política de valores democráticos" (Vázquez y Winocur, 1993: 64). Una investigación de tipo cualitativo que se realizó el día de la consulta mostró que 66.9% de los ciudadanos que votaron por el sí y 30.3% que dijeron no a la autonomía del Distrito Federal no necesariamente validaron o invalidaron las razones por las que habían sido convocados. Sólo 8% de los votantes contaban con información suficiente y comprendían a plenitud los motivos y la consecuencias políticas de cada una de las opciones, y por lo tanto emitieron un voto "razonado” (Vázquez y Winocur, 1993: 71). Asimismo, si bien el 83% sabía que se trataba de una consulta extraordinaria, el 17% restante fue a votar pensando que se trataba de elecciones normales y, por lo tanto, su voto por el no no indicó desacuerdo con la autonomía del gobierno capitalino, sino repudio al gobierno nacional.

Esto indica que si no se instituyen otros mecanismos de indagación y representación del sentir de las mayorías, la opinión pública correrá el riesgo de convertirse en un "artefacto” voluble frente a los temas de la agenda política, y manipulable según los intereses de las élites. Esto, sin lugar a dudas, rompe el equilibrio relativo entre los tres actores de la comunicación política a favor de los medios:

Hay un cúmulo de preguntas abiertas sobre el desarrollo de esa relación, que ha sido inicialmente perversa, entre política y medios de comunicación, que luego se traslada a la posibilidad de que se afiance la dependencia de la política respecto de la mercadotecnia. Por lo pronto, junto con algunos de sus contenidos, los medios están cambiando la formas de hacer política [Trejo Delarbre, 1994: 50],

La función de la “agenda” mediática y sus efectos en la opinión pública

El objetivo de la comunicación política es modificar las reacciones, las expectativas o las actitudes del público, ya sea en las intenciones de voto de la ciudadanía, su tendencia en favor o en contra de la pena de muerte, o su orientación general hacia la vida y sus problemas. Obviamente, la comunicación puede fracasar en su intento, pero sus acciones tienen sentido en relación con esta finalidad (Bourricaud, 1993: 267).

El problema de la investigación sobre la función de agenda de los medios se puede resumir básicamente en la preocupación de determinar qué capacidad tienen, en primer lugar, de imponer prioridades sobre los grandes temas de la política nacional; esto es, determinar en cada momento lo que es relevante o no y omitir el resto; en segundo término, de moldear actitudes y opiniones acerca de estos temas y, en tercer lugar, de organizar su perseverancia u olvido en el tiempo.

El interrogante fundamental es en qué medida y de qué forma los medios afectan o influyen en las opiniones políticas individuales y también de qué manera se realiza la política y se organizan sus principales actividades (McQuail, 1986; 57).

La importancia creciente del electorado fluctuante y la crisis de los partidos políticos como mecanismos de representación plantearon la necesidad de investigar sus causas, entre las cuales los medios parecen ocupar una posición importante (Bregman, 1992: 211).

Joseph T. Klapper (1986: 44) afirma que la comunicación masiva no funciona generando efectos directos en el público, sino que actúa a través de distintos agentes y factores mediadores.

Al parecer, y así lo muestran distintas investigaciones, los medios, más que cambiar, refuerzan las opiniones, actitudes o intenciones existentes (Klapper, 1986, 63).

Respecto a los periodos electorales, McCombs y Shaw (1986) formulan la hipótesis fundamental de la función de la agenda: "El establecimiento de la agenda no sólo afirma una relación positiva entre lo que acentúan varios medios de comunicación y lo que los votantes llegan a estimar importante, también considera esta influencia como un inevitable subproducto del flujo normal de noticias” (McCombs y Shaw, 1986: 89).

Según los mismos autores, en una campaña electoral los votantes toman de los medios la mayor parte de la información de acuerdo con la insistencia con que éstos hablan o dan cuenta de los problemas debatidos, aunque no todos la procesen de la misma forma. Esto es más evidente en el caso de los "indecisos”, que se muestran más predispuestos a seguir con detalle el desarrollo de los temas y problemas que presentan los candidatos y los medios.

En la misma línea, otros especialistas, Iyengar y Kinder, afirman que la información televisada tiene una influencia poderosa sobre el tipo de problemas que el auditorio considera los más serios de la nación: "Los problemas que reciben especial atención en las noticias nacionales se transforman en los que el público televidente considera más importantes para el país” (Iyengar y Kinder, 1993: 34).

En este enfoque, la eficacia de la comunicación de masas, sea como agente coadyuvante o como agente de efecto directo, se ve afectada por distintos aspectos de los medios y las comunicaciones mismas o de la situación de comunicación (incluyendo, por ejemplo, aspectos de organización textual, la naturaleza de la fuente y del medio, el clima de opinión pública existente, etc.) (Klapper, 1986: 44).

Otras investigaciones han llegado a la conclusión de que, en general, los medios de comunicación de masas, y los noticiarios en particular, simplemente fortalecen o refuerzan las creencias y opiniones del público. Patterson (1986) opina que la cobertura televisada de las noticias provenientes de las campañas presidenciales tiene un impacto selectivo sobre los votantes:

Cuando un votante está firmemente comprometido con un candidato o un punto de vista particular, esta actitud proporciona una defensa contra el cambio. El compromiso lleva a los votantes a ver selectivamente los acontecimientos y a las personalidades, tal como ellos quieren verlos, lo que resulta en el refuerzo de las actitudes existentes. Cuando las actitudes de los votantes son débiles, también son débiles sus defensas perceptivas [Patterson, 1986: 174],

En síntesis, el problema de la función de la agenda de los medios aún se encuentra en discusión; las investigaciones arrojan resultados contradictorios; el punto de partida de su problemática desemboca en un callejón sin salida; la función de la agenda tenía por objeto probar que los medios tienen muchos efectos indirectos sobre los ciudadanos; al parecer esto es demostrable, pero no está muy clara su influencia sobre las opiniones o conductas políticas (Bregman, 1992: 223).

La investigación —casi inexistente en México— sigue abierta en ambos sentidos, sobre todo para determinar cuál es el punto de articulación entre los criterios de apreciación de lo político —que dependen de procesos de socialización primarios— y la influencia de la agenda, para la formación y el cambio de actitudes.

La propaganda política

La publicidad política es el espacio que un actor político o social (gobierno, partidos, empresarios, etc.) compra en los medios de comunicación con el objeto de acceder al público y dirigirle mensajes compuestos para influir en él. Los espacios existen en todos los medios, pero el de la televisión es el más caro y también el más codiciado por razones obvias.

La importancia creciente de la publicidad política no sólo en las campañas electorales, sino en cualquier obra de gobierno o de grupos privados, ha provocado que en las elecciones locales o en el nivel estatal la publicidad consuma 90% de los presupuestos de campaña (Gerstlé, 1992: 225).

La investigación sobre publicidad política ha revelado que ésta ha desarrollado una diversidad de formas, tiempos, técnicas y contenidos con el objetivo de hacer reconocer a un candidato poco conocido; influir sobre los electores indecisos o poco interesados en la política; fortalecer a los electores aventajados, y combatir a los candidatos rivales. Asimismo, permite promover posiciones y redefinir imágenes, o realizar algunos ajustes estratégicos poniendo la mira en grupos sociales determinados o permitiendo hacer nuevos intentos para reorientar el juego en el curso (Gerstlé, 1992: 226).

Una de las claves del éxito de la propaganda política es su capacidad para recrear, mediante artificios publicitarios, mitos y creencias colectivos o de ciertos grupos que sirven para apuntalar la comunicación electoral.

La publicidad electoral permite crear o despertar universos de fantasías de los que el público se adueña ai interpretarlos. Los candidatos, de esta manera, vuelven a situarse en la continuidad de una mitología política tal como la fundación de la nación, sus orígenes, su lucha por la independencia, sus valores constitucionales fundamentales [Gerstlé, 1992: 235],

El análisis de la publicidad política muestra sistemáticamente que la apelación a los valores nacionales y la reafirmación de identidades colectivas sigue siendo un recurso privilegiado para lograr la identificación del candidato con los intereses de la nación y, por lo tanto, de las mayorías:

Si la racionalidad estratégica del candidato quiere tener una posibilidad de expresarse con éxito, debe entregarse a las exigencias del rito de la campaña electoral. [...] Los mitos del héroe convocan a las figuras legendarias de la vida política norteamericana, describen las cualidades vinculadas en esas personalidades y su correspondencia con funciones políticas [Gerstlé, 1992: 236].

La publicidad televisada constituye actualmente uno de los instrumentos principales de construcción de la realidad política, a través de un dispositivo simbólico cada vez más complejo que asegura la transmisión de ciertos conocimientos "mediante la cristalización de imágenes y la reconstitución de identidades políticas que contribuye a afirmar” (Gerstlé, 1992: 236).

Una de las críticas que con más frecuencia se le hacen a la publicidad desde el ámbito de la investigación es que se centra en el impacto de las imágenes, importando poco los contextos de significación de los mismos.

En México, la publicidad política no escapa de dichas consideraciones; la competencia entre imágenes espectaculares ha remplazado al juego político de las diferencias ideológicas o programáticas. Las opciones políticas quedan mediatizadas por la sonrisa, la personalidad, la vestimenta o "el pasado” de los candidatos. En el Distrito Federal, una investigación de tipo cualitativo permitió establecer que los resultados de las últimas elecciones (1997) para escoger jefe de gobierno no se dieron en función de distintos proyectos de ciudad —que por cierto casi nadie pudo establecer entre los candidatos—, sino en función del ganador de la competencia de imágenes públicas y privadas que proyectaron los medios, tanto a nivel publicitario como informativo.   

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