CONGRESO, Luis Medina Peña


Definición

El concepto congreso guarda estrecha relación con las voces legislatura y parlamento. Aunque los tres términos hacen referencia a una reunión o asamblea de delegados electos de alguna forma, tienen matices que los diferencian. Los autores europeos que han escrito sobre este tipo de instituciones tienden a considerar las legislaturas como el género próximo de este tipo de asambleas, con el fin de incluir todas sus variantes posibles (Wheare, 1968). Así, en términos generales, congresos y parlamentos serían especies de un concepto más general que los incluye: las legislaturas. Como resulta evidente, este concepto general hace referencia a la función, es decir, a la actividad legislativa como actividad primordial de este tipo de reuniones de delegados electos. Sin embargo, también resulta evidente que la actividad legislativa no se agota en las tareas de las legislaturas, pues éstas pueden tener otras adicionales y distintas a la de legislar. Tal es el caso, por ejemplo, de la facultad de erigirse en colegio electoral para calificar la elección del titular del Poder Ejecutivo o la de supervisar y controlar la actividad de este último en los regímenes presidenciales. Es preciso aclarar que no cualquier tipo de reunión de delegados electos cabe dentro del término de legislatura. Tal sería el caso de los cuerpos de delegados con facultades de representación que rige el derecho privado, como serían los consejos de administración que gobiernan a las compañías privadas, en los cuales los accionistas delegan una serie de funciones y facultades directivas y de decisión. Desde este punto de vista, lo prototípico de las legislaturas sería, aparte de la función legislativa, que están regidas por el derecho público, específicamente por normas constitucionales.

Tanto congresos como parlamentos, entonces, serían cuerpos electos determinados orgánicamente por normas constitucionales, y una de cuyas funciones esenciales es el debatir y aprobar leyes obligatorias dentro de un Estado; pero ahí no se agotan sus similitudes ni mucho menos sus diferencias. A los congresos se les asocia con los regímenes republicanos y presidenciales, y a los parlamentos con las monarquías constitucionales. Existe Congreso en los Estados que han adoptado una fonma de gobierno de tres poderes claramente definidos y contrapuestos en equilibrio; hay parlamento en el Estado donde el Poder Ejecutivo emana de una mayoría simple o producto de alianza en la asamblea legislativa (Parlamento). Así, en el régimen parlamentario, el Ejecutivo depende de la forma en que ha quedado integrado el Parlamento; en el presidencial, el Ejecutivo no depende de esa integración, puesto que su titular es producto de una elección diferente y separada —aunque puede ser simultánea— a la de los integrantes del Congreso. Salvo que la mayoría se disuelva o la mayoría se pierda por desaparición de las alianzas, en el régimen parlamentario es impensable un conflicto gntre el Poder Legislativo y el Ejecutivo, en tanto que ello es perfectamente posible en el presidencial. Por otro lado, también existe una diferenciación con base en el origen. Los parlamentos encuentran su origen en una larga evolución histórica del Parlamento inglés, en tanto que los congresos tienen su referencia obligada en la Constitución de los Estados Unidos de América. El modelo parlamentario inglés ha sido adoptado en los antiguos territorios coloniales de Inglaterra (con la excepción, claro está, de los Estados Unidos), en tanto que el modelo del Congreso estadunidense influyó en la mayoría de los países iberoamericanos.

Sin embargo, una función esencial que comparten congresos y parlamentos es la de la representación. Ambos tipos de asambleas existen, entre otras razones, porque las naciones, titulares de la soberanía, tienen que delegarla en alguna forma para que el trabajo legislativo pueda realizarse con eficacia. Sin embargo, históricamente hay dos escuelas de pensamiento en cuanto a la naturaleza de la representación: la del mandato vinculante, según la cual el representante, una vez electo, está obligado a comportarse en el cuerpo legislativo de acuerdo con los compromisos establecidos con el electorado que le ha otorgado el triunfo, y la que establece que el legislador no está obligado más que por su propio juicio, independientemente de las razones e intereses de los electores que le votaron. La primera corriente es de filiación anglosajona, y se puso de manifiesto con el apogeo del Parlamento inglés en la segunda mitad del siglo xviii. El muy citado Discurso a los electores de Bristol de Edmund Burke, pronunciado el 3 de noviembre de 1774, ilustra a contrario sensu la filiación de este principio, cuando este famoso parlamentario trata de rebatir, con poco éxito por cierto, la idea del mandato vinculante (Burke, 1975). La segunda corriente es de firme prosapia francesa y encuentra su origen en los escritos de Emmanuel J. Sieyès (1983), sobre todo en aquellas partes en que este escritor político propone la reforma de los Estados Generales de Francia y pregona, frente al dominio en ellos de la nobleza y el clero, representaciones estamentales de tradición medieval, la importancia del Tercer Estado (los burgueses) y los identifica con la nación. El principio está implícito: los representantes no están vinculados a la defensa de intereses particulares, puesto que representan a la nación como un todo.

Así, el siglo xvm lega a la posteridad dos formas distintas de representación. El modelo inglés, que curiosamente va a desplegar a la larga sus mejores raíces en el Congreso estadunidense, en el cual el mandato vinculante evoluciona al extremo de hacerlo casi la razón de ser de esa institución representativa y que en la actualidad exige para su adecuado funcionamiento el cabildeo constante de los más diversos intereses. Y la modalidad francesa, que desvincula al legislador de los intereses particulares que pueden haber contribuido a su elección y le asigna la representación de un interés superior, el de la nación, el de la voluntad general. Dentro de esta última corriente, la circunscripción o distrito en el cual se elige al representante es apenas una necesidad impuesta por la lógica de la elección y la fatalidad de la geografía, y no un territorio con derechos propios en el contexto nacional, cuyos intereses tengan que ser patrocinados y defendidos por el representante. Sin embargo, cabe aclarar que ningún Congreso o Parlamento puede ubicarse en los extremos, como expresiones de las dos formas puras de la representación: de un lado, el representante sólo como procurador de los intereses de su circunscripción, y de otro, asambleas cuyos miembros sean absolutamente ajenos a los deseos y necesidades de los electores. De hecho, todas las asambleas legislativas se ubican en puntos intermedios de un con- tinuum; algunas, como la estadunidense, más cargadas hacia la procuración, y otras, como buena parte de las europeas e iberoamericanas, más inclinadas hacia la voluntad general. Sin embargo, en todos aquellos países que permiten la reelección de los representantes se ha impuesto, en mayor o menor medida, un criterio político práctico: la necesidad de los legisladores de cultivar a los electores mediante la gestión y procuración de bienes públicos en su beneficio, con la esperanza de volver a ser elegidos.

Con base en estos antecedentes podemos definir al Congreso como asamblea o sistema de asambleas, basadas en algún tipo de principio representativo, cuya naturaleza colegiada implica relaciones igualitarias y no jerárquicas de sus miembros, los cuales tienen como función primordial el debate y aprobación de leyes de observancia general, en virtud de poderes delegados por la nación de acuerdo con las normas constitucionales que ella misma se ha otorgado. Gracias al principio de la división y equilibrio de poderes, las actividades de los Congresos se extienden a la supervisión y control del Poder Ejecutivo, mientras que en los regímenes parlamentarios la actividad del control queda circunscrita a la oposición en el seno del propio Parlamento. En general, congresos y parlamentos son instituciones políticas que cumplen un papel fundamental en la gobernación de las sociedades y tienen un lugar claramente definido dentro del Estado; por lo tanto, son instituciones políticas sujetas a las normas y reglas de la competencia política y de las elecciones periódicas, así como a las necesidades que ello implica, sin excluir las consideraciones de conveniencia táctica o estratégica en virtud de las posibilidades de reelección de los legisladores.

Historia, teoría y crítica

En México, para este tipo de asambleas se adoptó el término congreso desde la Constitución de 1824. Los ha habido extraordinarios o constituyentes y ordinarios. Los extraordinarios o constituyentes fueron convocados, previa revolución exitosa, para redactar constituciones que establecieran el arreglo institucional-político fundamental del país. Los ordinarios son aquellos que se integran bajo las constituciones así convenidas y forman parte del Poder Legislativo. No obstante que en los debates de los constituyentes de 1824 y 1857 rondaron ideas y tentaciones sobre la posible adopción de un régimen pai lamentario, fue el presidencial, con tres poderes, el que prevaleció. La influencia del modelo estadunidense fue importante desde que se debatió y compuso la primera Constitución del México independiente y, desde entonces, al Poder Legislativo se le ha conocido primero como Congreso General y posteriormente como Congreso de la Unión. La Constitución de 1824 estableció el sistema bicameral, Cámara de Diputados y Senado, en tanto que la de 1857 eliminó al Senado, dejando un Poder Legislativo unicameral. El Senado fue recreado en 1876 mediante una reforma constitucional, y la Constitución de 1917 conservó el sistema bicameral. En el esquema federal que ha prevalecido según las Constituciones de 1824, 1857 y 1917, los estados deben seguir un sistema interno de gobierno de tres poderes, y sus legislaturas o congresos locales han sido siempre y por sistema unicamerales. Congreso, pues, es un término que en México se ha aplicado y se aplica a las asambleas constituyentes, a los poderes legislativos federales de diversas épocas, sean unicamerales o bicamerales, y a los congresos o legislaturas de los estados federados.

Como objeto de estudio, el Congreso de la Unión estuvo hasta muy recientemente relegado a un segundo plano. Durante años sólo los juristas hicieron su análisis bajo las particulares perspectivas del derecho constitucional o la teoría del Estado. Sin embargo, la mayoría de los estudios jurídicos se concentraron sobre todo en los congresos constituyentes de 1824, 1857 y 1917, en tanto dejaban de lado a los congresos ordinarios; es decir, aquellos que han integrado al Poder Legislativo desde la aprobación de la primera Constitución política. La preocupación central de los estudios constitucionales fue la de establecer continuidades y discontinuidades, influencias y tradiciones en los trabajos, debates y redacciones finales de los congresos constituyentes. Así, temas importantes como el federalismo, el equilibrio de poderes y cuestiones relativas a la propiedad originaria de la nación sobre los recursos del país encontraron filiación y genealogía, los dos primeros en la Ilustración, en los doctrinarios de la Revolución francesa y en el ejemplo de la Constitución estadunidense, y el tercero en el constitucionalismo histórico español.

Dentro de la corriente jurídica hubo unos cuantos investigadores que dedicaron algunas páginas a los congresos ordinarios, aunque con un enfoque limitado al funcionamiento del equilibrio de poderes. En este contexto, la referencia obligada es Emilio Rabasa (1968 y 1972), que hacia principios de este siglo abordó el tema contrastando la Constitución legal con la Constitución real, entre los preceptos consignados en la Constitución de 1857 y la práctica política vigente a lo largo de los años conocidos como el porfiriato. De hecho, buena parte de lo escrito hasta ahora sobre el Congreso mexicano se ha hecho en diálogo a veces anuente, muchas veces renuente, con Rabasa. Jurista, pedagogo, legislador, juez y funcionario público, además de abogado postulante, Rabasa conjugó su amplia experiencia política con el estudio de teóricos constitucionalistas estadunidenses, franceses e ingleses, para establecer esa útil tipología conceptual que le permitió contrastar la experiencia histórica mexicana del último tramo del siglo xix con el texto legal, entre los propósitos de la norma y lo que hoy llamaríamos las realidades del sistema político entonces vigente.

Aunque en el equilibrio de poderes participa o debe participar el Poder Judicial, al cual Rabasa no lo consideraba un poder propiamente hablando, en lo que toca a la relación entre el Congreso y el Ejecutivo dejó establecida como idea fundamental la falta de correspondencia entre la teoría constitucional y la práctica política cotidiana. Como buen positivista, Rabasa ubicó la explicación en las dificultades para lograr la integración nacional, resultado de una evolución a ritmos diferentes entre dos pueblos: de un lado, el criollo, que asimila el liberalismo doctrinario y, de otro, el mestizo e indigena, que siguió una evolución sobre bases tradicionales. En su concepto, las masas populares nunca estuvieron en condiciones de participar de manera adecuada en el mundo político moderno previsto por los constituyentes de 1857; por lo tanto, el poder porfirista se vio obligado a asumir en la práctica procedimientos autoritarios en abierta contradicción con los ideales que inspiraban al texto constitucional. Rabasa vio en los exaltados y optimistas propósitos de los liberales doctrinarios el origen del descrédito constitucional posterior y, de paso, las causas de la instauración de la tiranía porfirista. Los constituyentes dieron al traste con el deseado equilibrio de poderes, según Rabasa, porque otorgaron facultades excesivas al Poder Legislativo y dejaron un Poder Ejecutivo desmedrado y cohibido que, a la larga, tuvo que imponerse mediante acciones políticas que llevarían al sometimiento del Congreso al Ejecutivo durante el porfiriato. La defensa de este punto de vista llevó a Rabasa a proponer reformas constitucionales para acercar el texto constitucional a la práctica, privando al Congreso de los rasgos de parlamentarismo que le había otorgado el Constituyente de 1857.

Sin pretender restarle méritos a Rabasa, hay que decir que esas ideas eran patrimonio común de los miembros de su generación, la mayoría de un corte liberal ya atenuado por el positivismo y convencidos de la necesidad de la mano fuerte para orientar adecuada y eficazmente la marcha del país hacia la modernización y el progreso. Entre otros, por ejemplo, José López Portillo y Rojas (1975) y Francisco Bulnes (1992) también encontraron explicaciones históricas para esa separación entre teoría constitucional y práctica política en las políticas de conciliación y manipulación de las fuerzas políticas que desplegó Porfirio Díaz a lo largo de sus recurrentes mandatos presidenciales. Pero sea como fuere, el hecho es que Rabasa merece el reconocimiento —no obstante su anatemización posterior de parte de los revolucionarios— de haber sido el primero en analizar los intersticios del sistema constitucional y el sistema político, de la teoría normativa y la realidad política y establecer sus diferencias.

Los años anteriores a la restauración de la República —los que corren entre 1821 y 1867— representan la época olvidada por la historiografía nacional, al menos hasta hace pocos años. Convencionalmente fue considerada durante mucho tiempo como una época inestable, oscura, en la cual los congresos no cuentan ni actúan con eficacia. Visto en la superficie ese primer periodo de la vida independiente de México, es natural que se haya llegado a este tipo de conclusiones. En esa primera etapa transcurren el intento fallido de imperio de Agustín de Iturbide, las revueltas que hacen caer a los presidentes de los primeros años de vida de la República, los intentos fallidos por organizar una república unitaria, los ires y venires del caudillo providencial Antonio López de Santa Anna, la guerra contra los Estados Unidos y la pérdida de la mitad del territorio, el desplazamiento de los centralistas por los liberales republicanos, la intervención francesa y el imperio de Maximiliano, el inicio incierto y tambaleante de la República restaurada, dos reelecciones del presidente Juárez y la elección de Sebastián Lerdo de Tejadd. En suma, una serie de revueltas y revoluciones, además de dos documentos constitucionales: el de 1824, que instaura el federalismo pero falla en el diseño de mecanismos para la vigilancia de la constitucionalidad, y el de 1857, que lega a la posteridad un arreglo constitucional con predominio del Poder Legislativo sobre el Ejecutivo como reacción a los caudillismos que encarnaban en la presidencia de la República. Sin embargo, investigaciones recientes tanto sobre la primera mitad del siglo xrx como de la etapa inmediatamente posterior han llevado a autores como Femando Escalante (1994) a afirmar que el siglo xix mexicano fue el siglo del parlamentarismo, al igual que lo fue en Europa.

Entre las nuevas aportaciones al saber histórico sobresale la de Nettie Lee Benson (1955), pues es la primera en poner en duda algunas ideas preconcebidas sobre la evolución constitucional de México. Aunque su tema de fondo es el de los antecedentes del federalismo, con su estudio sobre las diputaciones provinciales entre 1810 y 1821, Benson abre toda una nueva dimensión indirectamente relacionada con los congresos mexicanos: la existencia y confluencia de diversos intereses regionales en la constitución del federalismo, intereses cuya integración puede ser válidamente referida al siglo xvii, si no es que antes. Lo más importante del estudio de Benson, para efectos del tema que nos ocupa, es el señalamiento de que la autorización por parte de las autoridades coloniales para la creación de un buen número de diputaciones provinciales en los años inmediatamente anteriores a la consumación de la independencia se debió a las reiteradas peticiones de intereses regionales. De aquí la inferencia que años después va a ser retomada como hilo de la madeja: los congresos posteriores a la Independencia van a ser el lugar privilegiado para la confluencia de los intereses regionales y para la negociación entre ellos.

Posteriormente, Jesús Reyes Heroles (1988), con su vasto y emdito estudio sobre el liberalismo mexicano, vino a llenar un hueco importante para esa primera mitad del siglo pasado, particularmente en lo que toca al origen y evolución de las ideas. Este autor deja en claro cómo en el mortero ideológico de esos años se mezclan las ideas provenientes del pensamiento jurídico español con los novedosos conceptos instilados por la Revolución francesa para dar sentido y orientación a una revolución político-ideológica destinada a cambiar la faz institucional del país. F. Jorge Gaxiola (1985) y Santiago Oñate sénior (1985), inscritos siempre dentro de la tradición del análisis jurídico constitucional, puntualizan las ideas insinuadas por Benson al señalar que tanto los proyectos de constitución de 1842 como el Acta de Reformas de 1847 ponen de manifiesto intentos de transacción entre representantes de diversas facciones con ideas distintas sobre la constitución del poder político, pero a fin de cuentas susceptibles de complementariedad. Dentro de esta línea de pensamiento, la Constitución de 1857 sería el punto de ruptura de los posibles arreglos y transacciones, pues esa carta es el resultado del predominio de los liberales doctrinarios, quienes querían dos cosas bien claras: las garantías individuales como defensa de la persona frente al poder, y llevar a cabo una revolución social con las Leyes de Reforma.

Tocó a Daniel Cosío Villegas iniciar la revisión histórica de los postulados que se encontraban detrás de la tesis de Rabasa. En las conferencias que pronunció a raíz del centenario de la Constitución de 1857 (1957), Cosío Villegas coincide con la afirmación de Rabasa de que el Constituyente de 1857 había alentado el desequilibrio de poderes al otorgarle al Congreso, entonces unicameral, facultades excesivas, pero le reprocha a este autor que no hubiera llegado al fondo del asunto. Para Cosío Villegas, el desequilibrio provenía de la confusión a que habían llegado los liberales sobre la naturaleza de dos poderes: el Ejecutivo, que es el poder de la acción, y el Legislativo, que debe ser el poder deliberante, en una época en la que se requería un Ejecutivo fuerte para acometer la reconstrucción nacional. Señala que los constituyentes fueron víctimas más del propósito de llevar adelante su revolución social que del objetivo de instaurar un adecuado equilibrio de poderes y, por lo tanto, otorgaron facultades tan amplias al Legislativo que lo equipararon a una convención revol amonaría a la francesa. Y fueron tan amplias esas facultades, nos dice Cosío Villegas, que los congresos de la República restaurada se perdieron por las ramas (discusiones sobre patentes, concesiones y revalidación de estudios, por ejemplo) y dejaron sin reglamentar preceptos constitucionales importantes, como el que facultaba al Ejecutivo a prestar el auxilio de su ejército a los estados (artículo 166) o el que permitía a los estados contar con una guardia nacional (artículo 72, fracción xix). La ausencia de reglamentación del primer precepto permitió, según Cosío Villegas, la intervención indebida del poder federal en el local, y la del segundo, alentó al poder local a invadir la esfera del poder federal; en pocas palabras, el uso de la fuerza federal para la solución de conflictos faccionales locales y el planteamiento de revueltas de los intereses locales en contra de la Federación. La negación de la política.

Para Cosío Villegas, la manifestación más seria de las facultades excesivas del Congreso se dio gracias a la ambigüedad introducida en varios preceptos constitucionales que suscitaban la duda sobre si el Constituyente del 57 había querido o no establecer un régimen parlamentario. Para ilustrar su idea, Cosío Villegas menciona la amplísima facultad que tenía el Congreso para convocar a los ministros —secretarios de Estado— del Ejecutivo para requerirles información prácticamente sobre cualquier materia. Sin embargo, fue Frank A. Knapp (1953) quien dedicó un amplio y profundo análisis a este tema, del cual resultan varias novedades relevantes. Ante todo, que los constituyentes de 1857 sí llegaron a considerar la conveniencia de un régimen parlamentario, y en los intersticios de la discusión se colaron las disposiciones que apuntaban en ese sentido. Tales son, además de la facultad de convocar a los ministros por parte del Congreso, el refrendo ministerial a las leyes que debía promulgar el presidente de la República después de su aprobación por el Legislativo, la responsabilidad de los ministros ante el Congreso y la posibilidad de ser sujetos a juicio político. Claro, a estas disposiciones que se inclinaban por el lado del parlamentarismo se contraponía la disposición constitucional que facultaba al presidente a remover libremente a sus ministros. Knapp aclara cómo en las particulares condiciones de la política mexicana, entre 1861 y 1862, y poco después en el curso de los años de la República restaurada, la idea de un gabinete que respondiera a la correlación de fuerzas entre las facciones liberales en el Congreso fue una tentación constante que afectó la armonía entre los poderes y condujo a la famosa convocatoria a elecciones de 1867, en la que Juárez propuso diversas reformas a la Constitución para fortalecer la presidencia, limitar los afanes parlamentarios de los diputados y acabar con las ambigüedades sobre el régimen político previsto en la propia constitución. Aunque la convocatoria falló en sus intenciones, dada la oposición y críticas que obligaron al presidente a retirar las propuestas, el solo hecho del planteamiento de las reformas evidenciaba que el problema existía y afectaba decididamente el equilibrio de poderes.

Pero crítica aparte a Rabasa, es un hecho que la obra de este autor habría de tener una importancia decisiva en los debates del Congreso Constituyente que elaboró la Constitución de 1917. Hoy se cuenta con dos estudios que han abordado la influencia de las ideas de Rabasa entre los constituyentes de 1917. Gloria Villegas Moreno (1984) encuentra que el impacto fue definitivo e importante en la medida en que los argumentos de Rabasa pueden rastrearse con claridad en los debates. Pero más importante es la indicación que hace Villegas Moreno en el sentido de que las ideas de Rabasa eran patrimonio, a veces inconsciente, de toda una generación de mexicanos que empieza a preocuparse por las cuestiones políticas nacionales a finales del siglo pasado. Fue, sin duda, como lo señala la autora, el ascendiente como profesor de derecho constitucional que tuvo Rabasa lo que contribuyó a la mayor difusión de sus ideas.

La segunda obra sobre la influencia del pensamiento rabasiano es la compuesta por Martín Díaz y Díaz (1991). A diferencia de la de Villegas Moreno, que es una obra de manufactura histórica, la de este autor explora las influencias teóricas que obraron en el pensamiento de Rabasa, así como sus ideas sobre la naturaleza de las leyes, el poder, la autoridad, la dicotomía Constitución-realidad, la operación del sufragio artificial y la convicción antiasambleísta derivada de Benjamín Constant. Deja así en claro los procesos mentales y razones que llevaron a Rabasa a proponer un Congreso acotado y un Ejecutivo fuerte, que tanta influencia habrían de tener entre los constituyentes de 1917. Es de subrayar la conclusión a la que arriba Díaz y Díaz: en la perspectiva analítica de Rabasa se encuentran las bases para una teoría del proceso constitucional mexicano que, desafortunadamente, no fue continuado por los constitucionalistas posteriores, que se han encerrado en la labor exegética olvidando la tarea crítica.

En lo que se refiere a los congresos ordinarios, es de nueva cuenta Cosío Villegas quien abre camino en su narrativa sobre la vida política interior de la República restaurada y del porfiriato en su Historia moderna de México (1955, 1970 y 1972). Prendado de la vida democrática de la primera, y al principio prejuiciado contra el segundo, Cosío Villegas explora diversos asuntos a los que necesariamente tenía que concurrir el parecer del Legislativo, y que son de consulta obligada para todos aquellos que quieran acercarse al tema del Congreso en el siglo xix mexicano. En los años que siguieron a la conclusión de la magna obra de Cosío Villegas, el tema de la vida parlamentaria quedaría de lado en un camino que empieza a ser transitado por otras preocupaciones menos institucionales y más sociológicas y económicas entre el personal de la historia y las ciencias sociales.

Las nuevas generaciones de historiadores, como señala Enrique Florescano (1992), se van a empeñar en una labor más acuciosa y rigorista para vislumbrar el siglo xix mexicano a partir del decenio de 1960, acudiendo más a los archivos que a las fuentes secundarias, y contribuyendo con ello a la revisión histórica y al rechazo de ideas preconcebidas de años anteriores. Las nuevas generaciones de historiadores van a concentrar sus esfuerzos fundamentalmente en la historia económica y social a tal grado, que recientemente François-Xavier Guerra (1988) se quejaba del olvido en que había caído la historia política del siglo XIX. A pesar de ello, la avalancha de los estudios puntuales y delimitados contribuyó a decantar una convicción fundamental: más que rompimientos hay continuidades en una historia decimonónica caracterizada por los empeños de varias generaciones de liberales por imponer la modernización y su choque consecuente con actores colectivos tradicionales. Los avances y retrocesos en la definición del proyecto nacional vendrían dados, a su vez, por el éxito o fracaso de los arreglos, las componendas y los pactos entre élites y actores colectivos. Excepciones notables frente al aparente abandono de los estudios histórico-políticos, aparte de Cosío Villegas y del propio Guerra, son Moisés González Navarro (1977) y Charles B. Hale (1972), que por diversos caminos han dado respuestas coherentes al acontecer político de la primera parte del siglo xix. Así pues, no es de extrañar la escasa literatura sobre los congresos mexicanos, salvo aquellos que, siguiendo con las líneas inicialmente apuntadas por Benson a mediados de los años cincuenta, exploraron con mayor profundidad las Cortes de Cádiz y su impacto en este lado del Atlántico; además de Benson (1966), hay que anotar a Brian R. Hamnett (1978) y Jaime E. Rodríguez (1980).

En cuanto a la segunda parte del siglo xix, se cuenta con un par de excelentes estudios que colocan a los congresos porfiristas bajo nueva luz y que vale la pena reseñar acuí, aunque sea brevemente. La obra de Mar- cello Carmagnani (1994), aunque el título pudiera resultar engañoso, es importante para el conocimiento de las cuestiones parlamentarias mexicanas al menos por dos razones de peso: porque revisa la naturaleza de las legislaturas porfirianas, diluyendo algunas de las ideas preconcebidas más negativas del Congreso mexicano de aquellos años, producto de la "leyenda negra antiporfi- rista”, y porque es en sí mismo un modelo metodológico para abordar temas parlamentarios mexicanos bajo la perspectiva histórica. El propósito general de este autor es explicar la economía política del liberalismo en el México del último tercio del siglo pasado —apenas un capítulo más en su vasto interés por el liberalismo mexicano—, pero de paso nos deja una novedosísima visión del Poder Legislativo como lugar de encuentros, alianzas y negociaciones de intereses reales en cuanto al aspecto más importante y fundamental.de las competencias de la cámara baja: la integración y aprobación de los presupuestos. Argumento y apoyatura resultan convincentes para afianzar la tesis final: en la economía política liberal decimonónica, la oferta deficitaria de bienes públicos que se presenta a partir de 1895 es producto, sobre todo, de la esclerotización déla representación, de la parálisis en la interacción entre economía y política, y de la progresiva determinación del presupuesto por parte de la Secretaría de Hacienda.

Para este autor, el vínculo entre ciudadanía y representación es la condición esencial para que la economía pública pueda crecer y para que la relación entre Estado y mercado se refuerce. Así había sucedido entre 1876 y 1895.

La visión anterior se complementa con el estudio de François-Xavier Guerra (1992) sobre los grupos políticos durante el porfiriato. Armado con ideas y conceptos derivados de las teorías de las élites y de las generaciones, Guerra pinta un marco convincente de la mecánica política porfirista. La riqueza de su análisis deriva del hecho de que no plantea su estudio en el eje del equilibrio de poderes, sino que lo finca en la cruda realidad política de un país en que fue necesario crear un Estado nacional a través del establecimiento de una red de notables locales, en cuya cúspide se encuentra el árbitro supremo y que funciona gracias a la ficción democrática; es decirt una representación decidida desde arriba y un cierto grado de agitación y movilización políticas toleradas dentro de ciertos límites, de los cuales el más importante lo constituía el momento en que Díaz tomaba la decisión final. Por supuesto, tal mecánica debía estar gobernada por reglas, supuestas en un pacto implícito, mismo que se va a romper al iniciarse el presente siglo cuando Díaz otorga el triunfo para asumir la vicepresidencia a los "científicos” (tecnócratas avant la lettre) sobre los seguidores del general Bernardo Reyes (los políticos). Los notables locales van a considerar roto el pacto y el equilibrio político, y no pocos de ellos —como Francisco I. Madero y Venustiano Carranza— van a promover movimientos revolucionarios exitosos porque se inscriben en el contexto de un pueblo ya movilizado por el reyismo, las logias y los clubes políticos.

En la obra de Guerra, los congresos porfiristas aparecen con los rasgos peculiares que les imprime el estar ubicados en ese contexto de redes y de pactos entre élites. El primer rasgo es la permanencia de diputados y senadores, aunque con diferencias notables. En tanto los diputados muestran una alta movilidad por cambios de distrito dentro o entre estados, lo que denuncia la ausencia o debilidad de la conexión territorial, los senadores son más estables. Dada su composición, resulta que la Cámara de Diputados tiende a representar a los grupos más importantes de la sociedad participante de entonces, y es notable la preparación profesional de sus miembros; en cambio, el Senado es, propiamente hablando, una cámara para las jubilaciones políticas —como lo son en la actualidad la Cámara de los Lores en Inglaterra o algunos senados del Cono Sur latinoamericano—, aunque no faltan los hombres fuertes locales o aquellos de gran prestigio en sus estados, que llegan a la Cámara de Senadores como vía de ascenso político posterior.

Hasta aquí las obras mayores de los historiadores relacionadas en todo o en parte con los temas parlamentarios. Más raquítica ha estado, en cambio, la producción de los científicos sociales, pues algo similar a lo que ocurrió a los historiadores pasó entre los sociólogos y politólogos en los decenios de 1970 y 1980. Movidos por el paradigma marxista de la lucha de clases o por las teorías funcionalistas que obligaban a ver, respectivamente, al Estado como superestructura o como "caja negra”, se dedicaron a estudiar bien los movimientos populares, bien la capacidad del "sistema” para responder a las "demandas”, dejando de lado los aspectos de la integración y el comportamiento de las instituciones. Sin embargo, una primera aproximación al tema del Congreso en el siglo xx fue proporcionada por Pablo González Casanova (1965). Este autor, al analizar el número de iniciativas de ley presentadas por el Ejecutivo y aprobadas por el Congreso de manera unánime, no sólo descubrió la ausencia de un mecanismo efectivo de frenos y contrapesos, sino también encontró que las limitaciones al poder presidencial se ubicaban fuera del Congreso, en las presiones ejercidas por los "factores reales de poder”. En consecuencia, González Casanova afirma que el Congreso del siglo xx quedó sujeto a las determinaciones del Ejecutivo. Esta primera aproximación cuantitativa al asunto llevó a que las labores de sociólogos y politólogos en los años posteriores se concentraran en el presidencialismo y en las actividades de los grupos de presión externos al Congreso; a saber, el ejército, los empresarios, la Iglesia e, incluso, la izquierda y la derecha.

Así las cosas, el tema del Congreso no sería objeto de mayor preocupación en los gremios de sociólogos y politólogos en los años subsecuentes. Baste anotar para fundamentar el aserto que en el índice general de la revista Estudios Políticos (1996) de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, correspondiente a los años que corren entre 1975 y 1995, se anotan apenas nueve referencias bajo la entrada Poder Legislativo. De ellas, dos tratan cuestiones conexas (reforma política y participación política en el Distrito Federal); una más es una cronología de lo actuado por los diputados entre 1937 y 1940, y otra es la reproducción de documentos; sólo cinco son artículos de fondo sobre temas relativos a alguna de las dos cámaras que integran el Congreso mexicano.

Han sido pocos los que han escrito desde la perspectiva histórica sobre el Congreso mexicano del siglo XX, pues durante años los historiadores del México contemporáneo (dedicados al periodo subsecuente a la historia moderna, que según Cosío empieza en 1867 y termina en 1910) se orientaron a otros temas de mayor fuste y atractivo en su momento: la naturaleza de la Revolución mexicana, medios y formas de la construcción del Estado posrevolucionario y la constitución y desaparición de los cacicazgos, entre otros. Los trabajos de los integrantes del Seminario de Historia de la Revolución Mexicana, que se instaló en El Colegio de México a principio de los años setenta bajo el liderazgo de Cosío Villegas y Luis González, abordan en diversos periodos la vida parlamentaria mexicana. De ellos, sin embargo, sólo Berta Ulloa (1983) y Alvaro Matute (1995) dedican capítulos completos a los congresos, el Constituyente de 1917 er- el caso de Ulloa, y las XXVII y TOÍVIII legislaturas durante el periodo presidencial de Alvaro Obregón en el libro de Matute. En las obras de los demás autores, incluidas las del que esto escribe, el Congreso aparece como telón de fondo, como caja de resonancia de acontecimientos políticos a cargo de otros actores individuales y colectivos en momentos estelares de la posrevolución: las guerras cristeras, el asesinato de Obregón, la constitución del Partido Nacional Revolucionario en el ocaso del gobierno de Plutarco Elias Calles, el enfrentamiento de Calles y los suyos con el presidente Lázaro Cárdenas, las disputas de la izquierda oficial y la derecha rectificadora durante los años de la segunda Guerra Mundial y los afanes por la industrialización y el acomodo a una nueva situación internacional a partir de la posguerra. El que se hubiera intentado componer una historia general del periodo 1911-1960 explica, en parte, este resultado; pero no cabe duda de que también influyó la idea preconcebida de que el Legislativo poco contaba, al principio, por el caudillismo militar de los primeros gobiernos revolucionarios y, después, por el afianzamiento del presidencialismo de la mano de un partido dominante a partir de los arreglos políticos del cardenismo.

A los estudios de Ulloa y Matute habría que agregar dos obras notables, aunque por razones totalmente diferentes. La primera es el estudio de la XXVI Legislatura de Josefina MacGregor (1983), y la segunda son las memorias de Gonzalo N. Santos (1986). El libro de MacGregor analiza la integración, trabajos y debates de la efímera Cámara de Diputados del segundo bienio del gobierno del presidente Francisco I. Madero, así como las razones por las cuales ésta habría de contribuir a su caída y a la cancelación de la utopía democrática de ese presidente. Las memorias de Santos resultan relevantes no sólo porque a lo largo de poco más de 900 páginas da testimonio de la vida política desde la víspera de la revolución maderista hasta el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz, sino porque reseña puntualmente los trabajos y conflictos propios de la vida en ambas cámaras del Congreso de la Unión en las repetidas veces que actuó como legislador. Si hubo un combatiente revolucionario que optara por la carrera parlamentaria, ése fue Gonzalo N. Santos.

Líneas de investigación y debate contemporáneo

La reforma electoral de 1979, que introdujo el sistema mixto de elección para la Cámara de Diputados, y las elecciones de 1988, que condujeron a otra serie de reformas que extendieron el sistema mixto al Senado e independizaron a las autoridades electorales del gobierno, fueron momentos decisivos para interesar a los investigadores en temas conexos relacionados con el Congreso.

La primera ola está compuesta por una miríada de estudios sobre el sistema electoral mexicano, la mayoría de ellos enfocados bien a tratar de explicar los defectos (fraude electoral) bien las limitaciones (en lo que toca a la adecuada representación) del sistema electoral. No viene al caso aquí detallar esta amplia bibliografía, pues el lector puede consultar las voces relativas a las elecciones en esta obra. Baste señalar solamente que la mayoría de estos estudios tienden a ubicarse en uno de dos polos: de un lado, todos aquellos cuyos autores enarbolaron la bandera de la transición a la democracia y se empeñaron en la crítica de las reglas del juego electoral y en las propuestas de modificaciones al sistema electoral y, de otro, los estudios con patrocinio oficial que buscan explicar y justificar las reformas electorales ya realizadas.

Otra corriente está constituida por los estudios sobre la opinión pública y las intenciones de voto. Al respecto, el lector puede consultar la voz Opinión pública de esta obra para formarse una idea del estado de la cuestión. Sobre el particular, sólo cabe aclarar que los académicos han tenido escasa presencia en los temas de la opinión pública a causa, seguramente, del alto costo que entraña la realización de encuestas. La mayoría de ios análisis provienen del mercado político, debido a la repentina aparición de empresas particulares dedicadas al asunto y a su contratación por partidos políticos, asociaciones civiles y medios de comunicación impresos y electrónicos en momentos electorales importantes. Sin embargo, una obra académica pionera en este terreno es la de Rafael Segovia (1975), quien a mediados de los años seter ta exploró mediante encuestas el cómo y el porqué de la formación de las actitudes políticas entre los niños mexicanos. Otra más reciente es la de Ulises Beltrán et al. (1996), en la que se explica con éxito la integración de los valores de los mexicanos y la manera como viven y asimilan los procesos de acelerado cambio que ha conocido el país en los últimos decenios. Ambas obras, junto a otras de menor aliento, contribuyen a ilustrar aspectos importantes de la configuración de ese fluido y casi inasible tema que se engloba bajo el concepto de cultura política.

Un tema estrechamente relacionado con el Congreso es el de los partidos políticos. En la medida en que los partidos son los actores políticos por excelencia, no sólo en el quehacer político del país sino también para la integración del Poder Legislativo, han recibido atención prioritaria de los científicos sociales. La izquierda mexicana y su evolución tras la desaparición del Partido Comunista Mexicano, el Partido Acción Nacional, los así llamados "partidos satélites", el Partido Revolucionario Institucional, la Tendencia Democrática y su transformación en Partido de la Revolución Democrática, todos han sido objeto de estudios de diverso calibre, aliento y grado de compromiso político implícito o explícito de parte de los autores. Sin embargo, cabe anotar que una línea importante de investigación que ahora se abre, y hasta el momento no ha sido explorada, es la que se refiere al grado en que los partidos han asumido las nuevas reglas de la competencia electoral y política, tanto por parte del liderazgo y militancia de las formaciones políticas como en el seno de sus fracciones parlamentarias en el Congreso.

Un tema más que se colocó recientemente sobre la mesa del debate académico es el de la ciudadanía. Hasta ahora ha sido estudiado sobre todo bajo la perspectiva histórica y al tenor de la pregunta ¿ha existido en México el ciudadano moderno? Aunque es un tema que aún tiene mucha tela de donde cortar, ha recibido amplia atención en dos estudios con tesis contrapuestas. De un lado se encuentra la obra de Femando Escalante (1993), que al repasar el siglo xix ve incumplidas las promesas de la Ilustración y el liberalismo y concluye que no hubo ciudadanos porque no había individuos, sino actores e intereses colectivos. Y de otro, el estudio de Alicia Hernández Chávez (1993), que postula una ciudadanía en evolución, que empieza con el ejercicio de formas tradicionales de participación a partir del municipio, para pasar luego a los estados y culminar a nivel nacional durante nuestro primer federalismo; ciudadanía que va a ser expandida posteriormente por la revolución liberal y después por la Revolución mexicana, tras el repliegue de las prácticas liberales en el último tercio del siglo xix. Este tema se encuentra aún abierto a la investigación y es innegable su importancia y actualidad, sobre todo porque las encuestas a la salida de las casillas (exit polis), que empezaron a generalizarse a partir de las elecciones federales intermedias de 1991, han puesto de manifiesto la existencia de un electorado consciente de sus derechos y de la utilidad del voto.

En cambio, un tema prácticamente inexplorado, pero que constituye una vía de investigación muy necesaria, es el que se refiere a la interacción de las organizaciones no gubernamentales (ong) de clara orientación política y los partidos políticos. Colocadas en la ambigüedad jurídica, las ong parecen haber servido para dos propósitos bastante claros: de un lado, de puerta trasera para que los partidos pudieran evadir la prohibición de vincularse con agmpaciones políticas extranjeras que les constriñó durante mucho tiempo y, de otro, como vía de acción política a todos aquellos ciudadanos que, sin estar dispuestos a sujetarse a la disciplina interna que supone la pertenencia a un partido, quieren influir políticamente pero conservando su independencia. Sea como fuere, es un hecho que las ong llegaron para quedarse y que, hoy por hoy, establecen vínculos y acuerdos con partidos políticos, lo cual incide de alguna u otra forma en la actividad política de éstos, dentro y fuera del Congreso. Un primer esfuerzo en este terreno es el artículo de Rolando Martínez Murcio (1994), que analiza actuaciones y propósitos de estas organizaciones en el contexto de las elecciones presidenciales de 1994.

Esta revisión a vuelo de pájaro del estado de los temas conexos al del Congreso evidencia que el interés por éste en la academia mexicana apenas comienza. A su olvido durante muchos años contribuyeron dos circunstancias. Ante todo, el tránsito de la ciencia política en los Estados Unidos y Europa de los terrenos jurídicos y de análisis institucionales hacia los métodos empíricos y las teorías de rango medio. Y ya en el contexto mexicano, también contribuyó de manera decisiva la idea preconcebida de que los congresos mexicanos eran apenas una instancia sancionadora de los deseos del Ejecutivo, que puso en circulación González Casanova hace ya varios lustros. Han sido necesarios dos acontecimientos para que los académicos mexicanos empezaran a interesarse por el estudio del Congreso. Afuera, que las tribus variopintas de científicos sociales decidieran regresar a los estudios institucionales —largamente abandonados en aras de estudios cuantitativos que cada vez explicaban menos y cada vez más se convertían en comunicaciones crípticas entre iniciados— a raíz de los acontecimientos en Europa del Este. Y adentro, la creciente presencia de representantes de oposición en el Congreso hasta llegar a la integración de una Cámara de Diputados, en 1997, en la cual el partido en el gobierno perdió la mayoría. Hasta entonces, los escasos estudios sobre el Congreso mexicano se habían limitado a un puñado de tesis doctorales, entre las cuales sobresalen las de Rodolfo de la Garza (1972), Benito Nacif (1995) y Luisa Béjar Algazi (1995).

La tesis de De la Garza parte de la perspectiva fun- cional-estructuralista que estuvo en boga en los años sesenta y setenta, y de acuerdo con ella realizó el primer estudio comprensivo de las funciones de la Cámara de Diputados. En esencia, concluye que la Cámara no tenía como función principal la de legislar, sino otras conexas, pero también importantes para el sistema político mexicano, como la comunicación de demandas sociales a los centros de decisión política, la legitimación de las políticas del gobierno y el reclutamiento de las élites políticas.

La tesis de Nacií, en cambio, parte de las hipótesis planteadas por las teorías de ia ambición política para explicar el impacto institucional de la introducción de la no reelección consecutiva de legisladores en la Cámara de Diputados, a raíz del paquete de reformas constitucionales que acompañaron a la creación del Partido Nacional Revolucionario en 1929. Este autor encuentra que la no reelección consecutiva redundó en perjuicio de la autoridad del Congreso frente el Poder Ejecutivo, en la medida en que los incentivos para la carrera política de los legisladores quedaron desvinculados de la conexión territorial y a merced de las redes del partido en el gobierno, el pri, cuyo líder real es el presidente de la República en tumo. Por otra parte, la supeditación del Legislativo al Ejecutivo es analizada por Béjar desde una perspectiva diferente: el análisis de ios datos relativos a número de sesiones, duración de éstas, asistencia a las sesiones, iniciativas del Ejecutivo y de los legisladores e iniciativas dictaminadas; todo ello para estudiar el desempeño de las legislaturas entre 1964 y 1978; es decir, aquellas que se integraron tras la reforma de 1963, que introdujo el sistema de "diputados de partido”. Concluye la autora diciendo que esa reforma no pudo alterar el esquema "autoritario corporativo” propio del Estado mexicano bajo el cual les tocó actuar a esas legislaturas; sin embargo, apunta algunas tendencias generales de cambio que acusaba tanto la sociedad en general como la sociedad política mexicana en aquellos momentos.

De lo expuesto, queda claro que las líneas de investigación apenas han bordeado el tema del Congreso en el siglo XX, y que los estudios que lo han acometido de frente se refieren a momentos anteriores a las elecciones federales intermedias de 1997, que alteraron la composición de la Cámara de Diputados del Congreso mexicano. Como es fácil suponerlo, este cambio radical no ha pasado inadvertido entre los miembros de la academia mexicana, aunque por el momento las actividades se hayan h'mitado a la celebración de reuniones y seminarios para fijar la agenda de temas que deben explorarse en el futuro inmediato. De entrada, la corriente jurídica ya había planteado una primera respuesta en la obra de Francisco Berlín Valenzuela (1993), la cual está dedicada en sus dos primeras partes al estudio comparado de los parlamentos, y la última tercera parte al estudio de la normativa que rige al Congreso de la Unión; en esta línea se puede incluir también el volumen titulado El Poder Legislativo en la actualidad, que recoge las ponencias de un coloquio organizado por la Cámara de Diputados y la Universidad Nacional Autónoma de México (1994).

En cuanto al debate contemporáneo sobre el Congreso mexicano puede afirmarse, por lo pronto, que éste se expresa a lo largo de dos avenidas. La primera recoge el tema clásico del equilibrio de poderes, aunque ahora no expresado en la capacidad o incapacidad del Poder Legislativo de supervisar y controlar al Poder Ejecutivo —que de una forma u otra se realiza y se expande—, sino referido a los espacios de gobemabilidad de un régimen presidencial en el cual el partido en el gobierno no tiene la mayoría en, al menos, una de las dos cámaras del Congreso. En este contexto, las referencias históricas al pasado político del país son obligadas, pues circunstancias parecidas se presentaron con anterioridad, particularmente después de la restauración de ia República en 1867 y en los primeros lustros del presente siglo. La segunda avenida del debate toca aspectos internos propios del Poder Legislativo: los mecanismos que puedan acordar las fracciones parlamentarias de la Cámara de Diputados para la adecuada gobernación del cuerpo y para encauzar las relaciones de ésta con el Senado, en el que, por el momento, el partido en el gobierno ha conservado la mayoría de los escaños.

Llama la atención que las preocupaciones y preguntas se orienten hacia el Congreso de la Unión, olvidándose de lo que sucede en los congresos de los estados. Pero ésta es una tendencia natural de la academia mexicana dedicada a los asuntos políticos, pues ante nuevos acontecimientos se concentra primero en las cuestiones federales, para después desplegarse en abanico hacia los estudios regionales y locales. Por consiguiente, es de esperarse que pronto los temas locales logren acomodo en el debate contemporáneo, sobre todo porque el voto dividido que acusa el electorado está colocando mayorías opuestas a los titulares del Poder Ejecutivo en las legislaturas de no pocos estados del país.

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