Definición
El concepto congreso guarda estrecha relación
con las voces legislatura y parlamento. Aunque los tres términos hacen
referencia a una reunión o asamblea de delegados electos de alguna forma,
tienen matices que los diferencian. Los autores europeos que han escrito sobre
este tipo de instituciones tienden a considerar las legislaturas como el género
próximo de este tipo de asambleas, con el fin de incluir todas sus variantes
posibles (Wheare, 1968). Así, en términos generales, congresos y parlamentos
serían especies de un concepto más general que los incluye: las legislaturas.
Como resulta evidente, este concepto general hace referencia a la función, es
decir, a la actividad legislativa como actividad primordial de este tipo de
reuniones de delegados electos. Sin embargo, también resulta evidente que la
actividad legislativa no se agota en las tareas de las legislaturas, pues éstas
pueden tener otras adicionales y distintas a la de legislar. Tal es el caso,
por ejemplo, de la facultad de erigirse en colegio electoral para calificar la
elección del titular del Poder Ejecutivo o la de supervisar y controlar la
actividad de este último en los regímenes presidenciales. Es preciso aclarar
que no cualquier tipo de reunión de delegados electos cabe dentro del término
de legislatura. Tal sería el caso de los cuerpos de delegados con facultades de
representación que rige el derecho privado, como serían los consejos de
administración que gobiernan a las compañías privadas, en los cuales los
accionistas delegan una serie de funciones y facultades directivas y de
decisión. Desde este punto de vista, lo prototípico de las legislaturas sería,
aparte de la función legislativa, que están regidas por el derecho público,
específicamente por normas constitucionales.
Tanto congresos
como parlamentos, entonces, serían cuerpos electos determinados orgánicamente
por normas constitucionales, y una de cuyas funciones esenciales es el debatir
y aprobar leyes obligatorias dentro de un Estado; pero ahí no se agotan sus
similitudes ni mucho menos sus diferencias. A los congresos se les asocia con
los regímenes republicanos y presidenciales, y a los parlamentos con las
monarquías constitucionales. Existe Congreso en los Estados que han adoptado una
fonma de gobierno de tres poderes claramente definidos y contrapuestos en
equilibrio; hay parlamento en el Estado donde el Poder Ejecutivo emana de una
mayoría simple o producto de alianza en la asamblea legislativa (Parlamento).
Así, en el régimen parlamentario, el Ejecutivo depende de la forma en que ha
quedado integrado el Parlamento; en el presidencial, el Ejecutivo no depende de
esa integración, puesto que su titular es producto de una elección diferente y
separada —aunque puede ser simultánea— a la de los integrantes del Congreso.
Salvo que la mayoría se disuelva o la mayoría se pierda por desaparición de las
alianzas, en el régimen parlamentario es impensable un conflicto gntre el Poder
Legislativo y el Ejecutivo, en tanto que ello es perfectamente posible en el
presidencial. Por otro lado, también existe una diferenciación con base en el
origen. Los parlamentos encuentran su origen en una larga evolución histórica del Parlamento inglés, en
tanto que los congresos tienen su referencia obligada en la Constitución de los
Estados Unidos de América. El modelo parlamentario inglés ha sido adoptado en
los antiguos territorios coloniales de Inglaterra (con la excepción, claro
está, de los Estados Unidos), en tanto que el modelo del Congreso estadunidense
influyó en la mayoría de los países iberoamericanos.
Sin embargo, una
función esencial que comparten congresos y parlamentos es la de la
representación. Ambos tipos de asambleas existen, entre otras razones, porque
las naciones, titulares de la soberanía, tienen que delegarla en alguna forma
para que el trabajo legislativo pueda realizarse con eficacia. Sin embargo,
históricamente hay dos escuelas de pensamiento en cuanto a la naturaleza de la
representación: la del mandato vinculante, según la cual el representante, una
vez electo, está obligado a comportarse en el cuerpo legislativo de acuerdo con
los compromisos establecidos con el electorado que le ha otorgado el triunfo, y
la que establece que el legislador no está obligado más que por su propio
juicio, independientemente de las razones e intereses de los electores que le
votaron. La primera corriente es de filiación anglosajona, y se puso de
manifiesto con el apogeo del Parlamento inglés en la segunda mitad del siglo
xviii. El muy citado Discurso a los electores de Bristol
de Edmund Burke, pronunciado el 3 de noviembre de 1774,
ilustra a contrario sensu la
filiación de este principio, cuando este famoso parlamentario trata de rebatir,
con poco éxito por cierto, la idea del mandato vinculante (Burke, 1975). La
segunda corriente es de firme prosapia francesa y encuentra su origen en los
escritos de Emmanuel J. Sieyès (1983),
sobre todo en aquellas partes en que este escritor político propone la reforma
de los Estados Generales de Francia y pregona, frente al dominio en ellos de la
nobleza y el clero, representaciones estamentales de tradición medieval, la
importancia del Tercer Estado (los burgueses) y los identifica con la nación.
El principio está implícito: los representantes no están vinculados a la defensa
de intereses particulares, puesto que representan a la nación como un todo.
Así, el siglo xvm
lega a la posteridad dos formas distintas de representación. El modelo inglés,
que curiosamente va a desplegar a la larga sus mejores raíces en el Congreso
estadunidense, en el cual el mandato vinculante evoluciona al extremo de
hacerlo casi la razón de ser de esa institución representativa y que en la
actualidad exige para su adecuado funcionamiento el cabildeo constante de los
más diversos intereses. Y la modalidad francesa, que desvincula al legislador
de los intereses particulares que pueden haber contribuido a su elección y le
asigna la representación de un interés superior, el de la nación, el de la
voluntad general. Dentro de esta última corriente, la circunscripción o
distrito en el cual se elige al representante es apenas una necesidad impuesta
por la lógica de la elección y la fatalidad de la geografía, y no un territorio
con derechos propios en el contexto nacional, cuyos intereses tengan que ser
patrocinados y defendidos por el representante. Sin embargo, cabe aclarar que
ningún Congreso o Parlamento puede ubicarse en los extremos, como
expresiones de las dos formas puras de la representación: de un lado, el
representante sólo como procurador de los intereses de su circunscripción, y de
otro, asambleas cuyos miembros sean absolutamente ajenos a los deseos y
necesidades de los electores. De hecho, todas las asambleas legislativas se
ubican en puntos intermedios de un con- tinuum; algunas, como la estadunidense,
más cargadas hacia la procuración, y otras, como buena parte de las europeas e
iberoamericanas, más inclinadas hacia la voluntad general. Sin embargo, en
todos aquellos países que permiten la reelección de los representantes se ha
impuesto, en mayor o menor medida, un criterio político práctico: la necesidad
de los legisladores de cultivar a los electores mediante la gestión y
procuración de bienes públicos en su beneficio, con la esperanza de volver a
ser elegidos.
Con base en estos
antecedentes podemos definir al Congreso como asamblea o sistema de asambleas,
basadas en algún tipo de principio representativo, cuya naturaleza colegiada
implica relaciones igualitarias y no jerárquicas de sus miembros, los cuales
tienen como función primordial el debate y aprobación de leyes de observancia
general, en virtud de poderes delegados por la nación de acuerdo con las normas
constitucionales que ella misma se ha otorgado. Gracias al principio de la
división y equilibrio de poderes, las actividades de los Congresos se extienden
a la supervisión y control del Poder Ejecutivo, mientras que en los regímenes
parlamentarios la actividad del control queda circunscrita a la oposición en el
seno del propio Parlamento. En general, congresos y parlamentos son
instituciones políticas que cumplen un papel fundamental en la gobernación de
las sociedades y tienen un lugar claramente definido dentro del Estado; por lo
tanto, son instituciones políticas sujetas a las normas y reglas de la
competencia política y de las elecciones periódicas, así como a las necesidades
que ello implica, sin excluir las consideraciones de conveniencia táctica o
estratégica en virtud de las posibilidades de reelección de los legisladores.
Historia,
teoría y crítica
En México, para este tipo de asambleas se
adoptó el término congreso desde la Constitución de 1824. Los ha habido
extraordinarios o constituyentes y ordinarios. Los extraordinarios o
constituyentes fueron convocados, previa revolución exitosa, para redactar
constituciones que establecieran el arreglo institucional-político fundamental
del país. Los ordinarios son aquellos que se integran bajo las constituciones
así convenidas y forman parte del Poder Legislativo. No obstante que en los
debates de los constituyentes de 1824 y 1857 rondaron ideas y tentaciones sobre
la posible adopción de un régimen pai lamentario, fue el presidencial, con tres
poderes, el que prevaleció. La influencia del modelo estadunidense fue
importante desde que se debatió y compuso la primera Constitución del México
independiente y, desde entonces, al Poder Legislativo se le ha conocido primero
como Congreso General y posteriormente como Congreso de la Unión. La
Constitución de 1824 estableció el sistema bicameral, Cámara de Diputados y
Senado, en tanto que la de 1857 eliminó al Senado, dejando un Poder Legislativo
unicameral. El Senado fue recreado en 1876 mediante una reforma
constitucional, y la Constitución de 1917 conservó el sistema bicameral. En el
esquema federal que ha prevalecido según las Constituciones de 1824, 1857 y
1917, los estados deben seguir un sistema interno de gobierno de tres poderes,
y sus legislaturas o congresos locales han sido siempre y por sistema
unicamerales. Congreso, pues, es un término que en México se ha aplicado y se
aplica a las asambleas constituyentes, a los poderes legislativos federales de
diversas épocas, sean unicamerales o bicamerales, y a los congresos o
legislaturas de los estados federados.
Como objeto de
estudio, el Congreso de la Unión estuvo hasta muy recientemente relegado a un
segundo plano. Durante años sólo los juristas hicieron su análisis bajo las
particulares perspectivas del derecho constitucional o la teoría del Estado.
Sin embargo, la mayoría de los estudios jurídicos se concentraron sobre todo en
los congresos constituyentes de 1824, 1857 y 1917, en tanto dejaban de lado a
los congresos ordinarios; es decir, aquellos que han integrado al Poder
Legislativo desde la aprobación de la primera Constitución política. La
preocupación central de los estudios constitucionales fue la de establecer
continuidades y discontinuidades, influencias y tradiciones en los trabajos,
debates y redacciones finales de los congresos constituyentes. Así, temas
importantes como el federalismo, el equilibrio de poderes y cuestiones
relativas a la propiedad originaria de la nación sobre los recursos del país
encontraron filiación y genealogía, los dos primeros en la Ilustración, en los
doctrinarios de la Revolución francesa y en el ejemplo de la Constitución
estadunidense, y el tercero en el constitucionalismo histórico español.
Dentro de la
corriente jurídica hubo unos cuantos investigadores que dedicaron algunas
páginas a los congresos ordinarios, aunque con un enfoque limitado al
funcionamiento del equilibrio de poderes. En este contexto, la referencia
obligada es Emilio Rabasa (1968 y 1972), que hacia principios de este siglo
abordó el tema contrastando la Constitución legal con la Constitución real,
entre los preceptos consignados en la Constitución de 1857 y la práctica
política vigente a lo largo de los años conocidos como el porfiriato. De hecho,
buena parte de lo escrito hasta ahora sobre el Congreso mexicano se ha hecho en
diálogo a veces anuente, muchas veces renuente, con Rabasa. Jurista, pedagogo,
legislador, juez y funcionario público, además de abogado postulante, Rabasa
conjugó su amplia experiencia política con el estudio de teóricos
constitucionalistas estadunidenses, franceses e ingleses, para establecer esa
útil tipología conceptual que le permitió contrastar la experiencia histórica
mexicana del último tramo del siglo xix con el texto legal, entre los
propósitos de la norma y lo que hoy llamaríamos las realidades del sistema
político entonces vigente.
Aunque en el
equilibrio de poderes participa o debe participar el Poder Judicial, al cual
Rabasa no lo consideraba un poder propiamente hablando, en lo que toca a la
relación entre el Congreso y el Ejecutivo dejó establecida como idea
fundamental la falta de correspondencia entre la teoría constitucional y la
práctica política cotidiana. Como buen positivista, Rabasa ubicó la explicación
en las dificultades para lograr la integración nacional, resultado de una
evolución a ritmos diferentes entre dos pueblos: de un lado, el criollo, que
asimila el liberalismo doctrinario y, de otro, el mestizo e indigena, que siguió una evolución sobre bases
tradicionales. En su concepto, las masas populares nunca estuvieron en
condiciones de participar de manera adecuada en el mundo político moderno
previsto por los constituyentes de 1857; por lo tanto, el poder porfirista se
vio obligado a asumir en la práctica procedimientos autoritarios en abierta
contradicción con los ideales que inspiraban al texto constitucional. Rabasa
vio en los exaltados y optimistas propósitos de los liberales doctrinarios el origen
del descrédito constitucional posterior y, de paso, las causas de la
instauración de la tiranía porfirista. Los constituyentes dieron al traste con
el deseado equilibrio de poderes, según Rabasa, porque otorgaron facultades
excesivas al Poder Legislativo y dejaron un Poder Ejecutivo desmedrado y
cohibido que, a la larga, tuvo que imponerse mediante acciones políticas que
llevarían al sometimiento del Congreso al Ejecutivo durante el porfiriato. La
defensa de este punto de vista llevó a Rabasa a proponer reformas
constitucionales para acercar el texto constitucional a la práctica, privando
al Congreso de los rasgos de parlamentarismo que le había otorgado el
Constituyente de 1857.
Sin pretender
restarle méritos a Rabasa, hay que decir que esas ideas eran patrimonio común
de los miembros de su generación, la mayoría de un corte liberal ya atenuado
por el positivismo y convencidos de la necesidad de la mano fuerte para
orientar adecuada y eficazmente la marcha del país hacia la modernización y el
progreso. Entre otros, por ejemplo, José López Portillo y Rojas (1975) y
Francisco Bulnes (1992) también encontraron explicaciones históricas para esa
separación entre teoría constitucional y práctica política en las políticas de
conciliación y manipulación de las fuerzas políticas que desplegó Porfirio Díaz
a lo largo de sus recurrentes mandatos presidenciales. Pero sea como fuere, el
hecho es que Rabasa merece el reconocimiento —no obstante su anatemización
posterior de parte de los revolucionarios— de haber sido el primero en analizar
los intersticios del sistema constitucional y el sistema político, de la teoría
normativa y la realidad política y establecer sus diferencias.
Los años anteriores
a la restauración de la República —los que corren entre 1821 y 1867— representan
la época olvidada por la historiografía nacional, al menos hasta hace pocos
años. Convencionalmente fue considerada durante mucho tiempo como una época
inestable, oscura, en la cual los congresos no cuentan ni actúan con eficacia.
Visto en la superficie ese primer periodo de la vida independiente de México,
es natural que se haya llegado a este tipo de conclusiones. En esa primera
etapa transcurren el intento fallido de imperio de Agustín de Iturbide, las
revueltas que hacen caer a los presidentes de los primeros años de vida de la
República, los intentos fallidos por organizar una república unitaria, los ires
y venires del caudillo providencial Antonio López de Santa Anna, la guerra
contra los Estados Unidos y la pérdida de la mitad del territorio, el
desplazamiento de los centralistas por los liberales republicanos, la
intervención francesa y el imperio de Maximiliano, el inicio incierto y
tambaleante de la República restaurada, dos reelecciones del presidente Juárez
y la elección de Sebastián Lerdo de Tejadd. En suma, una serie de revueltas y
revoluciones, además de dos documentos constitucionales: el de 1824, que
instaura el federalismo pero falla en el diseño de mecanismos para la vigilancia de la
constitucionalidad, y el de 1857, que lega a la posteridad un arreglo
constitucional con predominio del Poder Legislativo sobre el Ejecutivo como
reacción a los caudillismos que encarnaban en la presidencia de la República.
Sin embargo, investigaciones recientes tanto sobre la primera mitad del siglo
xrx como de la etapa inmediatamente posterior han llevado a autores como
Femando Escalante (1994) a afirmar que el siglo xix mexicano fue el siglo del
parlamentarismo, al igual que lo fue en Europa.
Entre las nuevas
aportaciones al saber histórico sobresale la de Nettie Lee Benson (1955), pues
es la primera en poner en duda algunas ideas preconcebidas sobre la evolución
constitucional de México. Aunque su tema de fondo es el de los antecedentes del
federalismo, con su estudio sobre las diputaciones provinciales entre 1810 y
1821, Benson abre toda una nueva dimensión indirectamente relacionada con los
congresos mexicanos: la existencia y confluencia de diversos intereses
regionales en la constitución del federalismo, intereses cuya integración puede
ser válidamente referida al siglo xvii, si no es que antes. Lo más importante
del estudio de Benson, para efectos del tema que nos ocupa, es el señalamiento
de que la autorización por parte de las autoridades coloniales para la creación
de un buen número de diputaciones provinciales en los años inmediatamente
anteriores a la consumación de la independencia se debió a las reiteradas
peticiones de intereses regionales. De aquí la inferencia que años después va a
ser retomada como hilo de la madeja: los congresos posteriores a la
Independencia van a ser el lugar privilegiado para la confluencia de los
intereses regionales y para la negociación entre ellos.
Posteriormente,
Jesús Reyes Heroles (1988), con su vasto y emdito estudio sobre el liberalismo
mexicano, vino a llenar un hueco importante para esa primera mitad del siglo
pasado, particularmente en lo que toca al origen y evolución de las ideas. Este
autor deja en claro cómo en el mortero ideológico de esos años se mezclan las
ideas provenientes del pensamiento jurídico español con los novedosos conceptos
instilados por la Revolución francesa para dar sentido y orientación a una
revolución político-ideológica destinada a cambiar la faz institucional del
país. F. Jorge Gaxiola (1985) y Santiago Oñate sénior (1985), inscritos siempre
dentro de la tradición del análisis jurídico constitucional, puntualizan las
ideas insinuadas por Benson al señalar que tanto los proyectos de constitución
de 1842 como el Acta de Reformas de 1847 ponen de manifiesto intentos de
transacción entre representantes de diversas facciones con ideas distintas
sobre la constitución del poder político, pero a fin de cuentas susceptibles de
complementariedad. Dentro de esta línea de pensamiento, la Constitución de 1857
sería el punto de ruptura de los posibles arreglos y transacciones, pues esa
carta es el resultado del predominio de los liberales doctrinarios, quienes
querían dos cosas bien claras: las garantías individuales como defensa de la
persona frente al poder, y llevar a cabo una revolución social con las Leyes de
Reforma.
Tocó a Daniel Cosío
Villegas iniciar la revisión histórica de los postulados que se encontraban
detrás de la tesis de Rabasa. En las conferencias que pronunció a raíz del
centenario de la Constitución de 1857 (1957), Cosío Villegas coincide con la afirmación de
Rabasa de que el Constituyente de 1857 había alentado el desequilibrio de
poderes al otorgarle al Congreso, entonces unicameral, facultades excesivas,
pero le reprocha a este autor que no hubiera llegado al fondo del asunto. Para
Cosío Villegas, el desequilibrio provenía de la confusión a que habían llegado
los liberales sobre la naturaleza de dos poderes: el Ejecutivo, que es el poder
de la acción, y el Legislativo, que debe ser el poder deliberante, en una época
en la que se requería un Ejecutivo fuerte para acometer la reconstrucción
nacional. Señala que los constituyentes fueron víctimas más del propósito de
llevar adelante su revolución social que del objetivo de instaurar un adecuado
equilibrio de poderes y, por lo tanto, otorgaron facultades tan amplias al
Legislativo que lo equipararon a una convención revol amonaría a la francesa. Y
fueron tan amplias esas facultades, nos dice Cosío Villegas, que los congresos
de la República restaurada se perdieron por las ramas (discusiones sobre
patentes, concesiones y revalidación de estudios, por ejemplo) y dejaron sin
reglamentar preceptos constitucionales importantes, como el que facultaba al
Ejecutivo a prestar el auxilio de su ejército a los estados (artículo 166) o el
que permitía a los estados contar con una guardia nacional (artículo 72,
fracción xix). La ausencia de reglamentación del primer precepto permitió,
según Cosío Villegas, la intervención indebida del poder federal en el local, y
la del segundo, alentó al poder local a invadir la esfera del poder federal; en
pocas palabras, el uso de la fuerza federal para la solución de conflictos
faccionales locales y el planteamiento de revueltas de los intereses locales en
contra de la Federación. La negación de la política.
Para Cosío
Villegas, la manifestación más seria de las facultades excesivas del Congreso
se dio gracias a la ambigüedad introducida en varios preceptos constitucionales
que suscitaban la duda sobre si el Constituyente del 57 había querido o no
establecer un régimen parlamentario. Para ilustrar su idea, Cosío Villegas
menciona la amplísima facultad que tenía el Congreso para convocar a los
ministros —secretarios de Estado— del Ejecutivo para requerirles información
prácticamente sobre cualquier materia. Sin embargo, fue Frank A. Knapp (1953)
quien dedicó un amplio y profundo análisis a este tema, del cual resultan
varias novedades relevantes. Ante todo, que los constituyentes de 1857 sí
llegaron a considerar la conveniencia de un régimen parlamentario, y en los
intersticios de la discusión se colaron las disposiciones que apuntaban en ese
sentido. Tales son, además de la facultad de convocar a los ministros por parte
del Congreso, el refrendo ministerial a las leyes que debía promulgar el
presidente de la República después de su aprobación por el Legislativo, la
responsabilidad de los ministros ante el Congreso y la posibilidad de ser
sujetos a juicio político. Claro, a estas disposiciones que se inclinaban por
el lado del parlamentarismo se contraponía la disposición constitucional que
facultaba al presidente a remover libremente a sus ministros. Knapp aclara cómo
en las particulares condiciones de la política mexicana, entre 1861 y 1862, y
poco después en el curso de los años de la República restaurada, la idea de un
gabinete que respondiera a la correlación de fuerzas entre las facciones
liberales en el Congreso fue una tentación constante que afectó la armonía
entre los poderes y condujo a la famosa convocatoria a elecciones de 1867, en
la que Juárez propuso diversas reformas a la Constitución para fortalecer la
presidencia, limitar los afanes parlamentarios de los diputados y acabar con
las ambigüedades sobre el régimen político previsto en la propia constitución.
Aunque la convocatoria falló en sus intenciones, dada la oposición y críticas
que obligaron al presidente a retirar las propuestas, el solo hecho del
planteamiento de las reformas evidenciaba que el problema existía y afectaba
decididamente el equilibrio de poderes.
Pero crítica aparte
a Rabasa, es un hecho que la obra de este autor habría de tener una importancia
decisiva en los debates del Congreso Constituyente que elaboró la Constitución
de 1917. Hoy se cuenta con dos estudios que han abordado la influencia de las
ideas de Rabasa entre los constituyentes de 1917. Gloria Villegas Moreno (1984)
encuentra que el impacto fue definitivo e importante en la medida en que los
argumentos de Rabasa pueden rastrearse con claridad en los debates. Pero más
importante es la indicación que hace Villegas Moreno en el sentido de que las
ideas de Rabasa eran patrimonio, a veces inconsciente, de toda una generación
de mexicanos que empieza a preocuparse por las cuestiones políticas nacionales
a finales del siglo pasado. Fue, sin duda, como lo señala la autora, el ascendiente
como profesor de derecho constitucional que tuvo Rabasa lo que contribuyó a la
mayor difusión de sus ideas.
La segunda obra
sobre la influencia del pensamiento rabasiano es la compuesta por Martín Díaz y
Díaz (1991). A diferencia de la de Villegas Moreno, que es una obra de
manufactura histórica, la de este autor explora las influencias teóricas que
obraron en el pensamiento de Rabasa, así como sus ideas sobre la naturaleza de
las leyes, el poder, la autoridad, la dicotomía Constitución-realidad, la
operación del sufragio artificial y la convicción antiasambleísta derivada de
Benjamín Constant. Deja así en claro los procesos mentales y razones que
llevaron a Rabasa a proponer un Congreso acotado y un Ejecutivo fuerte, que
tanta influencia habrían de tener entre los constituyentes de 1917. Es de
subrayar la conclusión a la que arriba Díaz y Díaz: en la perspectiva analítica
de Rabasa se encuentran las bases para una teoría del proceso constitucional
mexicano que, desafortunadamente, no fue continuado por los constitucionalistas
posteriores, que se han encerrado en la labor exegética olvidando la tarea
crítica.
En lo que se
refiere a los congresos ordinarios, es de nueva cuenta Cosío Villegas quien
abre camino en su narrativa sobre la vida política interior de la República
restaurada y del porfiriato en su Historia moderna de México (1955, 1970 y
1972). Prendado de la vida democrática de la primera, y al principio
prejuiciado contra el segundo, Cosío Villegas explora diversos asuntos a los
que necesariamente tenía que concurrir el parecer del Legislativo, y que son de
consulta obligada para todos aquellos que quieran acercarse al tema del
Congreso en el siglo xix mexicano. En los años que siguieron a la conclusión de
la magna obra de Cosío Villegas, el tema de la vida parlamentaria quedaría de
lado en un camino que empieza a ser transitado por otras preocupaciones menos
institucionales y más sociológicas y económicas entre el personal de la
historia y las ciencias sociales.
Las nuevas
generaciones de historiadores, como señala Enrique Florescano (1992), se van a
empeñar en una labor más acuciosa y rigorista para vislumbrar el siglo xix
mexicano a partir del decenio de 1960, acudiendo más a los archivos que a las
fuentes secundarias, y contribuyendo con ello a la revisión histórica y al
rechazo de ideas preconcebidas de años anteriores. Las nuevas generaciones de
historiadores van a concentrar sus esfuerzos fundamentalmente en la historia
económica y social a tal grado, que recientemente François-Xavier
Guerra (1988) se quejaba del olvido en que había caído la
historia política del siglo XIX. A pesar de ello, la avalancha de los estudios
puntuales y delimitados contribuyó a decantar una convicción fundamental: más
que rompimientos hay continuidades en una historia decimonónica caracterizada
por los empeños de varias generaciones de liberales por imponer la
modernización y su choque consecuente con actores colectivos tradicionales. Los
avances y retrocesos en la definición del proyecto nacional vendrían dados, a su
vez, por el éxito o fracaso de los arreglos, las componendas y los pactos entre
élites y actores colectivos. Excepciones notables frente al aparente abandono
de los estudios histórico-políticos, aparte de Cosío Villegas y del propio
Guerra, son Moisés González Navarro (1977) y Charles B. Hale (1972), que por
diversos caminos han dado respuestas coherentes al acontecer político de la
primera parte del siglo xix. Así pues, no es de extrañar la escasa literatura
sobre los congresos mexicanos, salvo aquellos que, siguiendo con las líneas
inicialmente apuntadas por Benson a mediados de los años cincuenta, exploraron
con mayor profundidad las Cortes de Cádiz y su impacto en este lado del
Atlántico; además de Benson (1966), hay que anotar a
Brian R. Hamnett (1978) y Jaime E. Rodríguez (1980).
En cuanto a la
segunda parte del siglo xix, se cuenta con un par de excelentes estudios que
colocan a los congresos porfiristas bajo nueva luz y que vale la pena reseñar
acuí, aunque sea brevemente. La obra de Mar- cello Carmagnani (1994), aunque el
título pudiera resultar engañoso, es importante para el conocimiento de las
cuestiones parlamentarias mexicanas al menos por dos razones de peso: porque
revisa la naturaleza de las legislaturas porfirianas, diluyendo algunas de las
ideas preconcebidas más negativas del Congreso mexicano de aquellos años,
producto de la "leyenda negra antiporfi- rista”, y porque es en sí mismo
un modelo metodológico para abordar temas parlamentarios mexicanos bajo la
perspectiva histórica. El propósito general de este autor es explicar la
economía política del liberalismo en el México del último tercio del siglo
pasado —apenas un capítulo más en su vasto interés por el liberalismo
mexicano—, pero de paso nos deja una novedosísima visión del Poder Legislativo
como lugar de encuentros, alianzas y negociaciones de intereses reales en
cuanto al aspecto más importante y fundamental.de las competencias de la cámara baja: la integración y aprobación de los
presupuestos. Argumento y apoyatura resultan convincentes para afianzar la
tesis final: en la economía política liberal decimonónica, la oferta
deficitaria de bienes públicos que se presenta a partir de 1895 es producto,
sobre todo, de la esclerotización déla representación, de la parálisis en la
interacción entre economía y política, y de la progresiva determinación del
presupuesto por parte de la Secretaría de Hacienda.
Para este autor, el vínculo entre ciudadanía y
representación es la condición esencial para que la economía pública pueda
crecer y para que la relación entre Estado y mercado se refuerce. Así había
sucedido entre 1876 y 1895.
La visión anterior
se complementa con el estudio de François-Xavier Guerra (1992) sobre los grupos políticos durante el porfiriato. Armado
con ideas y conceptos derivados de las teorías de las élites y de las
generaciones, Guerra pinta un marco convincente de la mecánica política
porfirista. La riqueza de su análisis deriva del hecho de que no plantea su
estudio en el eje del equilibrio de poderes, sino que lo finca en la cruda
realidad política de un país en que fue necesario crear un Estado nacional a
través del establecimiento de una red de notables locales, en cuya cúspide se
encuentra el árbitro supremo y que funciona gracias a la ficción democrática;
es decirt una representación decidida desde arriba y un cierto grado
de agitación y movilización políticas toleradas dentro de ciertos límites, de
los cuales el más importante lo constituía el momento en que Díaz tomaba la
decisión final. Por supuesto, tal mecánica debía estar gobernada por reglas,
supuestas en un pacto implícito, mismo que se va a romper al iniciarse el
presente siglo cuando Díaz otorga el triunfo para asumir la vicepresidencia a
los "científicos” (tecnócratas avant la lettre) sobre los seguidores del general Bernardo
Reyes (los políticos). Los notables locales van a considerar roto el pacto y el
equilibrio político, y no pocos de ellos —como Francisco I. Madero y Venustiano
Carranza— van a promover movimientos revolucionarios exitosos porque se inscriben
en el contexto de un pueblo ya movilizado por el reyismo, las logias y los
clubes políticos.
En la obra de
Guerra, los congresos porfiristas aparecen con los rasgos peculiares que les
imprime el estar ubicados en ese contexto de redes y de pactos entre élites. El
primer rasgo es la permanencia de diputados y senadores, aunque con diferencias
notables. En tanto los diputados muestran una alta movilidad por cambios de
distrito dentro o entre estados, lo que denuncia la ausencia o debilidad de la
conexión territorial, los senadores son más estables. Dada su composición,
resulta que la Cámara de Diputados tiende a representar a los grupos más
importantes de la sociedad participante de entonces, y es notable la
preparación profesional de sus miembros; en cambio, el Senado es, propiamente
hablando, una cámara para las jubilaciones políticas —como lo son en la
actualidad la Cámara de los Lores en Inglaterra o algunos senados del Cono Sur
latinoamericano—, aunque no faltan los hombres fuertes locales o aquellos de gran
prestigio en sus estados, que llegan a la Cámara de Senadores como vía de
ascenso político posterior.
Hasta aquí las
obras mayores de los historiadores relacionadas en todo o en parte con los
temas parlamentarios. Más raquítica ha estado, en cambio, la producción de los
científicos sociales, pues algo similar a lo que ocurrió a los historiadores
pasó entre los sociólogos y politólogos en los decenios de 1970 y 1980. Movidos
por el paradigma marxista de la lucha de clases o por las teorías funcionalistas
que obligaban a ver, respectivamente, al Estado como superestructura o como
"caja negra”, se dedicaron a estudiar bien los movimientos populares, bien
la capacidad del "sistema” para responder a las "demandas”, dejando
de lado los aspectos de la integración y el comportamiento de las
instituciones. Sin embargo, una primera aproximación al tema del Congreso en el
siglo xx fue proporcionada por Pablo González Casanova (1965). Este autor, al
analizar el número de iniciativas de ley presentadas por el Ejecutivo y
aprobadas por el Congreso de manera unánime, no sólo descubrió la ausencia de
un mecanismo efectivo de frenos y contrapesos, sino también encontró que las
limitaciones al poder presidencial se ubicaban fuera del Congreso, en las
presiones ejercidas por los "factores reales de poder”. En consecuencia,
González Casanova afirma que el Congreso del siglo xx quedó sujeto a las
determinaciones del Ejecutivo. Esta primera aproximación cuantitativa al asunto
llevó a que las labores de sociólogos y politólogos en los años posteriores se
concentraran en el presidencialismo y en las actividades de los grupos de
presión externos al Congreso; a saber, el ejército, los empresarios, la Iglesia
e, incluso, la izquierda y la derecha.
Así las cosas, el
tema del Congreso no sería objeto de mayor preocupación en los gremios de
sociólogos y politólogos en los años subsecuentes. Baste anotar para
fundamentar el aserto que en el índice general de la revista Estudios Políticos
(1996) de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad
Nacional Autónoma de México, correspondiente a los años que corren entre 1975 y
1995, se anotan apenas nueve referencias bajo la entrada Poder Legislativo. De
ellas, dos tratan cuestiones conexas (reforma política y participación política
en el Distrito Federal); una más es una cronología de lo actuado por los
diputados entre 1937 y 1940, y otra es la reproducción de documentos; sólo
cinco son artículos de fondo sobre temas relativos a alguna de las dos cámaras
que integran el Congreso mexicano.
Han sido pocos los
que han escrito desde la perspectiva histórica sobre el Congreso mexicano del
siglo XX, pues durante años los historiadores del México contemporáneo
(dedicados al periodo subsecuente a la historia moderna, que según Cosío empieza
en 1867 y termina en 1910) se orientaron a otros temas de mayor fuste y
atractivo en su momento: la naturaleza de la Revolución mexicana, medios y
formas de la construcción del Estado posrevolucionario y la constitución y
desaparición de los cacicazgos, entre otros. Los trabajos de los integrantes
del Seminario de Historia de la Revolución Mexicana, que se instaló en El
Colegio de México a principio de los años setenta bajo el liderazgo de Cosío
Villegas y Luis González, abordan en diversos periodos la vida parlamentaria
mexicana. De ellos, sin embargo, sólo Berta Ulloa (1983) y Alvaro Matute (1995)
dedican capítulos completos a los congresos, el Constituyente de 1917 er- el
caso de Ulloa, y las XXVII y TOÍVIII legislaturas durante el periodo presidencial
de Alvaro Obregón en el libro de Matute. En las obras de los demás autores,
incluidas las del que esto escribe, el Congreso aparece como telón de fondo,
como caja de resonancia de acontecimientos políticos a cargo de otros actores
individuales y colectivos en momentos estelares de la posrevolución: las
guerras cristeras, el asesinato de Obregón, la constitución del Partido
Nacional Revolucionario en el ocaso del gobierno de Plutarco Elias Calles, el
enfrentamiento de Calles y los suyos con el presidente Lázaro Cárdenas, las
disputas de la izquierda oficial y la derecha rectificadora durante los años de
la segunda Guerra Mundial y los afanes por la
industrialización y el acomodo a una nueva situación internacional a partir de
la posguerra. El que se hubiera intentado componer una historia general del
periodo 1911-1960 explica, en parte, este resultado; pero no cabe duda de que
también influyó la idea preconcebida de que el Legislativo poco contaba, al
principio, por el caudillismo militar de los primeros gobiernos revolucionarios
y, después, por el afianzamiento del presidencialismo de la mano de un partido
dominante a partir de los arreglos políticos del cardenismo.
A los estudios de
Ulloa y Matute habría que agregar dos obras notables, aunque por razones totalmente
diferentes. La primera es el estudio de la XXVI Legislatura de Josefina MacGregor (1983), y la segunda son las memorias de
Gonzalo N. Santos (1986). El libro de MacGregor analiza la integración, trabajos y debates de la efímera Cámara de
Diputados del segundo bienio del gobierno del presidente Francisco I. Madero,
así como las razones por las cuales ésta habría de contribuir a su caída y a la
cancelación de la utopía democrática de ese presidente. Las memorias de Santos
resultan relevantes no sólo porque a lo largo de poco más de 900 páginas da
testimonio de la vida política desde la víspera de la revolución maderista
hasta el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz, sino porque reseña
puntualmente los trabajos y conflictos propios de la vida en ambas cámaras del
Congreso de la Unión en las repetidas veces que actuó como legislador. Si hubo
un combatiente revolucionario que optara por la carrera parlamentaria, ése fue
Gonzalo N. Santos.
Líneas de investigación y debate contemporáneo
La reforma electoral de 1979, que introdujo el
sistema mixto de elección para la Cámara de Diputados, y las elecciones de
1988, que condujeron a otra serie de reformas que extendieron el sistema mixto
al Senado e independizaron a las autoridades electorales del gobierno, fueron
momentos decisivos para interesar a los investigadores en temas conexos
relacionados con el Congreso.
La primera ola está
compuesta por una miríada de estudios sobre el sistema electoral mexicano, la
mayoría de ellos enfocados bien a tratar de explicar los defectos (fraude
electoral) bien las limitaciones (en lo que toca a la adecuada representación)
del sistema electoral. No viene al caso aquí detallar esta amplia bibliografía,
pues el lector puede consultar las voces relativas a las elecciones en esta
obra. Baste señalar solamente que la mayoría de estos estudios tienden a
ubicarse en uno de dos polos: de un lado, todos aquellos cuyos autores
enarbolaron la bandera de la transición a la democracia y se empeñaron en la
crítica de las reglas del juego electoral y en las propuestas de modificaciones
al sistema electoral y, de otro, los estudios con patrocinio oficial que buscan
explicar y justificar las reformas electorales ya realizadas.
Otra corriente está
constituida por los estudios sobre la opinión pública y las intenciones de
voto. Al respecto, el lector puede consultar la voz Opinión pública de esta
obra para formarse una idea del estado de la cuestión. Sobre el particular,
sólo cabe aclarar que los académicos han tenido escasa presencia en los temas
de la opinión pública a causa, seguramente, del alto costo que entraña la realización de encuestas. La
mayoría de ios análisis provienen del mercado político, debido a la repentina
aparición de empresas particulares dedicadas al asunto y a su contratación por
partidos políticos, asociaciones civiles y medios de comunicación impresos y
electrónicos en momentos electorales importantes. Sin embargo, una obra
académica pionera en este terreno es la de Rafael Segovia (1975), quien a
mediados de los años seter ta exploró mediante encuestas el cómo y el porqué de
la formación de las actitudes políticas entre los niños mexicanos. Otra más
reciente es la de Ulises Beltrán et al. (1996), en la que se explica con éxito
la integración de los valores de los mexicanos y la manera como viven y
asimilan los procesos de acelerado cambio que ha conocido el país en los
últimos decenios. Ambas obras, junto a otras de menor aliento, contribuyen a
ilustrar aspectos importantes de la configuración de ese fluido y casi inasible
tema que se engloba bajo el concepto de cultura política.
Un tema
estrechamente relacionado con el Congreso es el de los partidos políticos. En
la medida en que los partidos son los actores políticos por excelencia, no sólo
en el quehacer político del país sino también para la integración del Poder
Legislativo, han recibido atención prioritaria de los científicos sociales. La
izquierda mexicana y su evolución tras la desaparición del Partido Comunista
Mexicano, el Partido Acción Nacional, los así llamados "partidos
satélites", el Partido Revolucionario Institucional, la Tendencia
Democrática y su transformación en Partido de la Revolución Democrática, todos
han sido objeto de estudios de diverso calibre, aliento y grado de compromiso
político implícito o explícito de parte de los autores. Sin embargo, cabe
anotar que una línea importante de investigación que ahora se abre, y hasta el
momento no ha sido explorada, es la que se refiere al grado en que los partidos
han asumido las nuevas reglas de la competencia electoral y política, tanto por
parte del liderazgo y militancia de las formaciones políticas como en el seno
de sus fracciones parlamentarias en el Congreso.
Un tema más que se
colocó recientemente sobre la mesa del debate académico es el de la ciudadanía.
Hasta ahora ha sido estudiado sobre todo bajo la perspectiva histórica y al
tenor de la pregunta ¿ha existido en México el ciudadano moderno? Aunque es un
tema que aún tiene mucha tela de donde cortar, ha recibido amplia atención en
dos estudios con tesis contrapuestas. De un lado se encuentra la obra de
Femando Escalante (1993), que al repasar el siglo xix ve incumplidas las
promesas de la Ilustración y el liberalismo y concluye que no hubo ciudadanos
porque no había individuos, sino actores e intereses colectivos. Y de otro, el
estudio de Alicia Hernández Chávez (1993), que postula una ciudadanía en
evolución, que empieza con el ejercicio de formas tradicionales de
participación a partir del municipio, para pasar luego a los estados y culminar
a nivel nacional durante nuestro primer federalismo; ciudadanía que va a ser
expandida posteriormente por la revolución liberal y después por la Revolución
mexicana, tras el repliegue de las prácticas liberales en el último tercio del
siglo xix. Este tema se encuentra aún abierto a la investigación y es innegable
su importancia y actualidad, sobre todo porque las encuestas a la salida de las
casillas (exit polis), que empezaron a generalizarse a partir de las elecciones
federales intermedias de 1991, han puesto de manifiesto la
existencia de un electorado consciente de sus derechos y de la utilidad del
voto.
En cambio, un tema
prácticamente inexplorado, pero que constituye una vía de investigación muy
necesaria, es el que se refiere a la interacción de las organizaciones no
gubernamentales (ong) de clara
orientación política y los partidos políticos. Colocadas en la ambigüedad
jurídica, las ong parecen haber
servido para dos propósitos bastante claros: de un lado, de puerta trasera para
que los partidos pudieran evadir la prohibición de vincularse con agmpaciones
políticas extranjeras que les constriñó durante mucho tiempo y, de otro, como
vía de acción política a todos aquellos ciudadanos que, sin estar dispuestos a
sujetarse a la disciplina interna que supone la pertenencia a un partido,
quieren influir políticamente pero conservando su independencia. Sea como
fuere, es un hecho que las ong llegaron
para quedarse y que, hoy por hoy, establecen vínculos y acuerdos con partidos
políticos, lo cual incide de alguna u otra forma en la actividad política de
éstos, dentro y fuera del Congreso. Un primer esfuerzo en este terreno es el
artículo de Rolando Martínez Murcio (1994), que analiza actuaciones y
propósitos de estas organizaciones en el contexto de las elecciones presidenciales
de 1994.
Esta revisión a
vuelo de pájaro del estado de los temas conexos al del Congreso evidencia que
el interés por éste en la academia mexicana apenas comienza. A su olvido
durante muchos años contribuyeron dos circunstancias. Ante todo, el tránsito de
la ciencia política en los Estados Unidos y Europa de los terrenos jurídicos y
de análisis institucionales hacia los métodos empíricos y las teorías de rango
medio. Y ya en el contexto mexicano, también contribuyó de manera decisiva la
idea preconcebida de que los congresos mexicanos eran apenas una instancia
sancionadora de los deseos del Ejecutivo, que puso en circulación González
Casanova hace ya varios lustros. Han sido necesarios dos acontecimientos para
que los académicos mexicanos empezaran a interesarse por el estudio del
Congreso. Afuera, que las tribus variopintas de científicos sociales decidieran
regresar a los estudios institucionales —largamente abandonados en aras de
estudios cuantitativos que cada vez explicaban menos y cada vez más se
convertían en comunicaciones crípticas entre iniciados— a raíz de los
acontecimientos en Europa del Este. Y adentro, la creciente presencia de
representantes de oposición en el Congreso hasta llegar a la integración de una
Cámara de Diputados, en 1997, en la cual el partido en el gobierno perdió la
mayoría. Hasta entonces, los escasos estudios sobre el Congreso mexicano se
habían limitado a un puñado de tesis doctorales, entre las cuales sobresalen
las de Rodolfo de la Garza (1972), Benito Nacif (1995) y Luisa Béjar Algazi
(1995).
La tesis de De la
Garza parte de la perspectiva fun- cional-estructuralista que estuvo en boga en
los años sesenta y setenta, y de acuerdo con ella realizó el primer estudio
comprensivo de las funciones de la Cámara de Diputados. En esencia, concluye
que la Cámara no tenía como función principal la de legislar, sino otras
conexas, pero también importantes para el sistema político mexicano, como la
comunicación de demandas sociales a los centros de decisión política, la
legitimación de las políticas del gobierno y el reclutamiento de las élites
políticas.
La tesis de Nacií,
en cambio, parte de las hipótesis planteadas por las teorías de ia ambición
política para explicar el impacto institucional de la introducción de la no
reelección consecutiva de legisladores en la Cámara de Diputados, a raíz del
paquete de reformas constitucionales que acompañaron a la creación del Partido
Nacional Revolucionario en 1929. Este autor encuentra que la no reelección
consecutiva redundó en perjuicio de la autoridad del Congreso frente el Poder
Ejecutivo, en la medida en que los incentivos para la carrera política de los
legisladores quedaron desvinculados de la conexión territorial y a merced de
las redes del partido en el gobierno, el pri,
cuyo líder real es el presidente de la República en tumo. Por otra
parte, la supeditación del Legislativo al Ejecutivo es analizada por Béjar
desde una perspectiva diferente: el análisis de ios datos relativos a número de
sesiones, duración de éstas, asistencia a las sesiones, iniciativas del
Ejecutivo y de los legisladores e iniciativas dictaminadas; todo ello para
estudiar el desempeño de las legislaturas entre 1964 y 1978; es decir, aquellas
que se integraron tras la reforma de 1963, que introdujo el sistema de "diputados
de partido”. Concluye la autora diciendo que esa reforma no pudo alterar el
esquema "autoritario corporativo” propio del Estado mexicano bajo el cual
les tocó actuar a esas legislaturas; sin embargo, apunta algunas tendencias
generales de cambio que acusaba tanto la sociedad en general como la sociedad
política mexicana en aquellos momentos.
De lo expuesto,
queda claro que las líneas de investigación apenas han bordeado el tema del
Congreso en el siglo XX, y que los estudios que lo han acometido de frente se
refieren a momentos anteriores a las elecciones federales intermedias de 1997,
que alteraron la composición de la Cámara de Diputados del Congreso mexicano.
Como es fácil suponerlo, este cambio radical no ha pasado inadvertido entre los
miembros de la academia mexicana, aunque por el momento las actividades se
hayan h'mitado a la celebración de reuniones y seminarios para fijar la agenda
de temas que deben explorarse en el futuro inmediato. De entrada, la corriente
jurídica ya había planteado una primera respuesta en la obra de Francisco
Berlín Valenzuela (1993), la cual está dedicada en sus dos primeras partes al estudio
comparado de los parlamentos, y la última tercera parte al estudio de la
normativa que rige al Congreso de la Unión; en esta línea se puede incluir
también el volumen titulado El Poder Legislativo en la actualidad, que recoge
las ponencias de un coloquio organizado por la Cámara de Diputados y la
Universidad Nacional Autónoma de México (1994).
En cuanto al debate
contemporáneo sobre el Congreso mexicano puede afirmarse, por lo pronto, que
éste se expresa a lo largo de dos avenidas. La primera recoge el tema clásico
del equilibrio de poderes, aunque ahora no expresado en la capacidad o
incapacidad del Poder Legislativo de supervisar y controlar al Poder Ejecutivo
—que de una forma u otra se realiza y se expande—, sino referido a los espacios
de gobemabilidad de un régimen presidencial en el cual el partido en el
gobierno no tiene la mayoría en, al menos, una de las dos cámaras del Congreso.
En este contexto, las referencias históricas al pasado político del país son
obligadas, pues circunstancias parecidas se presentaron con anterioridad,
particularmente después de la restauración de ia República en 1867 y en los
primeros lustros del presente siglo. La segunda avenida del debate toca
aspectos internos propios del Poder Legislativo: los mecanismos que puedan
acordar las fracciones parlamentarias de la Cámara de Diputados para la
adecuada gobernación del cuerpo y para encauzar las relaciones de ésta con el
Senado, en el que, por el momento, el partido en el gobierno ha conservado la
mayoría de los escaños.
Llama la atención
que las preocupaciones y preguntas se orienten hacia el Congreso de la Unión,
olvidándose de lo que sucede en los congresos de los estados. Pero ésta es una
tendencia natural de la academia mexicana dedicada a los asuntos políticos,
pues ante nuevos acontecimientos se concentra primero en las cuestiones
federales, para después desplegarse en abanico hacia los estudios regionales y
locales. Por consiguiente, es de esperarse que pronto los temas locales logren
acomodo en el debate contemporáneo, sobre todo porque el voto dividido que
acusa el electorado está colocando mayorías opuestas a los titulares del Poder
Ejecutivo en las legislaturas de no pocos estados del país.
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